La relación entre Weber y Marx ha estado siempre perturbada por la interpretación descaminada de La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Sin embargo, Weber no quería en absoluto invertir la tesis del marxismo vulgar acerca de la determinación en última instancia de la superestructura ideológica por la materialidad del modo de producción. Lo dejó perfectamente claro al final de sus ensayos sobre el tema y lo volvería a decir en su crítica a Stammler. Como una hipótesis previa a la investigación histórica, la determinación en última instancia de un fenómeno histórico dado por factores ideales o materiales podía ser aceptable, en la medida en que orientara la búsqueda de elementos causales relevantes. Como tesis general acerca de la estructura de la realidad social, o como conclusión universal sobre la naturaleza de los procesos históricos, ambas tesis, la materialista y la espiritualista, le parecían a Weber un paralogismo metafísico. Lo que servía para iluminar un fenómeno concreto, por ejemplo, el espíritu racionalizador del tipo específico del capitalismo moderno desde la ética calvinista, podía llegar a convertirse en un presupuesto metafísico dogmático, que no tenía relevancia alguna para una adecuada investigación sociohistórica. Weber no sólo no creyó dirigir sus tesis contra Marx, sino que siempre luchó contra este marxismo vulgar, que caricaturizaba a Marx para estar en condiciones de refutarlo a placer. Cuando Weber tituló su crítica a Stammler como una “Crítica de la superación materialista de la historia”, lo que realmente intentaba era ridiculizar al autor neokantiano por sus pretensiones de superar a Marx, algo que a los ojos de Weber hacía de él un personaje ridículo.

Weber sentía un profundo respeto por Marx como teórico de la economía y lo consideraba el objeto preferente de estudio de cualquier inteligencia que pretendiera estar a la altura del presente. Son conocidas sus rotundas afirmaciones sobre este particular. Por lo demás, lo que Weber despreciaba era la política de cierta socialdemocracia, en la medida en que le parecía presa de una profunda contradicción entre su disposición a una política parlamentaria de mejoras y al mismo tiempo el uso de una retórica revolucionaria que no podía sino llevar a masas de trabajadores a una decepción completa. De esa manera, ni era posible un gran acuerdo con la burguesía más madura, ni se aproximaba realmente a un incierto futuro revolucionario. Las consecuencias de esta contradicción, que indispusieron a Weber con la Revolución de los Consejos de 1919, eran pésimas, pues asustaban a una burguesía especialmente carente de temple que, de este modo, mantenía su disposición a someterse a las propuestas protectoras de la reacción política, lo que al final acabó pasando. Pero todo esto no tenía nada que ver con el aprecio intelectual que Weber sentía por Marx, cuya obra El capital le parecía la contribución más sistemática a la definición de los conceptos tipos-ideales de la economía.

Sin embargo, como siempre en Weber, y como también objetó a los defensores de la Escuela Austríaca, a los maestros de Hayek, como von Wieser, una cosa eran las categorías abstractas e ideales de la ciencia y otra la actuación de los seres humanos vivientes en las circunstancias históricas marcadas por constelaciones muy concretas de intereses materiales y culturales. Weber admiraba la construcción científica de Marx, pero tenía objeciones sobre la forma de orientar la vida política y social concreta, sobre todo si se hacía mediante aplicaciones inmediatas de sus conceptos teóricos, algo que le parecía un paralogismo. Su objeción fundamental en este sentido era de política económica, algo que para él siempre estaba atravesado de imponderables mucho más complejos, imposibles de prever por los conceptos abstractos de la economía política.

Las abstracciones de la teoría necesitaban muchas mediaciones en la vida histórica, si no querían caer en las formas del dogma. Podíamos decir sencillamente que la economía política no era ya per se una política económica. Desde luego, este hecho estaba determinado por el sencillo motivo de que determinadas categorías de Marx no ofrecían base suficiente para las adecuadas traducciones políticas. Entre estas categorías, la más cuestionable para Weber era la de la plusvalía. Lo perturbador de ésta tenía que ver con su naturaleza casi mística, en el sentido de que generaba una cualidad única en la que reposaba todo el dispositivo capitalista, un resorte que de ser removido podría llevar a una sociedad por completo diferente. Esa confusión entre proceso teórico y práctico no era realista. De hecho, esta categoría y su rango fundamental era la que ofrecía una perspectiva verosímil a la revolución. Si todo el sistema dependía de algo fácilmente removible, la revolución podría elevar sus expectativas mágicas de transformación radical y eso por un proceso tan necesario como una deducción lógica de conceptos. Weber era demasiado realista para dejarse llevar por esta representación de las cosas.  

Esa diferencia no era obstáculo para una convergencia importante. Quien se enfrente a este problema de la relación entre Marx y Weber no puede pasar por alto el ensayo que a este asunto le dedicara Karl Löwith. Sabemos de la profunda impresión que dejó sobre Löwith la conferencia acerca de la ciencia como vocación pronunciada por Weber en el invierno de 1918. Sus impresiones fueron incluidas en su libro de memorias de 1940, Mi vida en Alemania, y fueron recordadas tiempo después en su propio curriculum vitae de 1959. Todo lo que nos dice allí Löwith es sumamente interesante, aunque no podemos recordarlo ahora. Pero no puedo resistir la emoción de transcribir este pasaje, que por sí mismo deberían acallar a tanto desnortado sobre la profunda personalidad de Weber:

Si hubiera vivido en 1933 se habría mantenido firmemente contrario a la homologación de los catedráticos alemanes, y habría reaccionado del mismo modo frente a problemas más graves. Sus miedosos, débiles e indiferentes colegas, que eran la mayoría, hubieran encontrado en Weber un antagonista implacable.

Mi vida en Alemania antes y después de 1933: Un testimonio, La Balsa de la Medusa, 1992

Este mismo Löwith, escéptico y de una fría objetividad forjada en la lectura de Jacob Burckhardt, escribió en 1932 este ensayo sobre Marx y Weber que, con el tiempo, le valió entre los brutales esbirros nazis la acusación de marxista. Él mismo confesó tiempo después que de Marx no le interesaba la economía ni la política socialista, sino “la crítica radical en sí al mundo cristiano burgués”.

Si leemos ese ensayo de 1932 nos damos cuenta de la relevancia que tenía para Löwith contraponer a los dos pensadores. Weber y Marx eran los representantes supremos de las dos únicas direcciones posibles de la ciencia que aspiraban a conocer la estructura social contemporánea, la sociología burguesa o el marxismo. Pero el objeto de su estudio era el mismo porque ambos se centraban en el capitalismo y su relación con el ser humano. Ambos disponían de una filosofía social y el centro de sus inquietudes era el problema fundamental del capitalismo y el camino de la humanidad bajo su dominio. Para ambos, el fundamento teórico de su estudio del capitalismo era la idea de ser humano y su destino bajo la condición del capitalismo contemporáneo. Marx era para Weber, como recordó Jaspers, el primer paso completo del capitalismo hacia su autoconciencia. Admirado por este descubrimiento, Weber siempre aspiró a ser el segundo. Sin embargo, aunque ambos tenían una idea completamente inmanente del ser humano, no podían reconciliar sus ideas acerca de este motivo antropológico fundamental e implícito. La finalidad del ensayo de Löwith era “hacer consciente la diferencia en lo común” (Löwith, Gesammelte Abhandlungen, Zur Kritik des geschichtlichen Existenz, Kohlhammer Verlag, Stuttgart, 1960).

Ilustración: Jessa.

La forma en que Löwith planteó la diferencia fue significativa. Weber buscaba salvar una última dignidad humana en su singularidad. Marx buscaba en la causa del proletariado la emancipación del género humano. Pero ambos caminaban en una dirección paralela. Weber consideraba que el Manifiesto comunista era un documento profético, y la obra de Marx una “obra científica de primer rango” como se lee en sus ensayos de sociología y política. En cierto modo, Weber se veía de la misma manera, pero él deseaba distinguir con más fuerza la ciencia de la ética. Si bien ambos deseaban conocer objetivamente la realidad presente histórica para identificar las probabilidades de intervención humana, Weber no deseaba ni podía vincular la defensa de la dignidad de lo humano a una especie alternativa del “socialismo científico”, capaz de reunificar en un solo argumento ciencia y ética, praxis teórica y praxis política. La emancipación no podía hacerse universal a través de la ciencia, sino singular a través de la energía ética de cada uno.

A pesar de las diferencias, Löwith los calificó a los dos y de forma convergente como filósofos de un nuevo tipo, auténticos filósofos vivientes, que apreciaban lo difícil que resultaría recuperar el control humano del proceso histórico capitalista. En este sentido, Weber era más pesimista que Marx. Éste hablaba de una autoalienación universal que esperaba revertir. Aquél mostraba que era algo más que una corrupción del espíritu subjetivo del ser humano. Era una forma organizativa objetiva, apoyada en la racionalización, que ya se imponía a las espaldas del espíritu humano y que hacía irrelevante la transformación de la subjetividad. Frente a esta organización objetiva, inmanejable, el ser humano podía tener la tentación de compensar su desamparo mediante ilusiones. Weber, frente a Marx, percibió de forma clara que se debía impulsar una crítica de todas las ilusiones como forma de identificar aquello que era en todo caso el combate necesario. Su crítica no tenía como finalidad profundizar en el desencanto, sino estar en condiciones de identificar lo valioso, de tal manera que pudiéramos producir una orientación como seres vivientes en las vidas cotidianas concretas singulares y colectivas. Por eso, la arquitectura mental de Weber aspiraba a la contrastación de Marx con el espíritu de Nietzsche.

Podemos dejar aquí la exposición de Löwith, porque ya tenemos la base que testimonia que nuestra interpretación no es gratuita. Resulta avalada por el más importante discípulo de Heidegger como la contraposición de las grandes alternativas a la analítica existencial de su maestro. Ahora bien, todavía debemos identificar el elemento que implicó un paso más allá en la autoconciencia del capitalismo. Este elemento fue tan decisivo que alteró la teoría de la revolución de Marx y le privó de su atractivo de romper de forma radical con la estructura del capitalismo. Pues, en el sentido de Weber, la organización objetiva del capitalismo, eso que él llamaba racionalización, no dependía ya del espíritu de los actores, como había ocurrido durante el periodo de formación del capitalismo moderno, en el que la racionalización dependía de la condición subjetiva del puritano. Ahora este espíritu ya no era necesario. La propia estructura autónoma del capitalismo coaccionaba por igual a empresarios y trabajadores, que se veían obligados ambos a transformar su propia subjetividad para adaptarse, a veces de forma traumática y patológica, a las estructuras productivas. En este sentido, la gente como Ford eran más bien un reflejo subjetivo del sistema que un impulsor de éste. En todo caso, la obediencia a esa estructura era inexorable.

La lucha de clases, que Weber reconocía como una realidad en la sociedad capitalista, no podía tener como objetivo la libre disposición o apropiación del sistema productivo. Apropiarse de él no cambiaría en nada su lógica. Ésta impondría sus exigencias y sus demandas a quienquiera que fuera su propietario. Por eso, cifrar en su dominio la revolución transformadora y la emancipación humana constituía un proyecto problemático. Ese dispositivo ya mecánico no podía pactar con una idea ética o política, fuera cual fuera su propietario. Cualquiera que viviera en su seno, tendría que hacer frente a tendencias que iban directamente en contra de la emancipación humana. Esto era así porque el capitalismo había traído consigo la exigencia de una burocracia desconocida hasta la fecha, que no era propiedad específica de los institutos públicos. No era algo elegible. Resultaba ser una consecuencia necesaria e inevitable de la racionalización y se presentaba igual o más intensa en los institutos privados. El capitalismo no podía prescindir de ella. En cierto modo, Estado y capitalismo debían asumir cada uno su propia racionalización imponiendo a la vida cotidiana una especie de carcasa de acero vertebrada por la burocracia. Por eso, cuando Weber analizó la revolución bolchevique comprendió que acabaría sumiendo al socialismo en el mayor descrédito durante un siglo. Si la burocracia política inevitable quería controlar la otra burocracia del aparato productivo, tendría que generar la dominación más cerrada y amplia jamás conocida, comparable con los escribas del antiguo Egipto de los faraones. Esa burocracia no podría ser controlada por ningún poder y generaría la tiranía más imponente jamás vista. En realidad, eso se confirmó en la Rusia soviética, como sabe Yuri Slezkine, el autor del libro La casa eterna.

Este punto es decisivo para comprender la apuesta de Weber por el mercado. No lo hizo por una creencia teórica liberal, porque la base de su fe liberal era la defensa de la dignidad humana y protección de los terrenos de libertad personal en un sentido cultural, no en el más bien mediocre terreno del consumo. Si vio el mercado como una institución preferible no era por ningún elemento místico, ni porque creyera que de él dependía la energía ética que necesitaba el mundo. Era sencillamente porque no entregaba poderes adicionales a la burocracia. El mercado bloqueaba lo que en la Rusia soviética iba a ser inevitable, la burocracia empleada en la distribución de la producción. Eso resultaría al final asfixiante. El mercado permitía una forma suficientemente fácil de distribución de bienes y de asignación de recursos, orientando el sistema productivo sin aumentar la carga burocrática. Pero eso, en modo alguno quería decir Weber que el mercado fuese un sistema justo de asignación de recursos. Podía identificar preferencias, pero de ninguna manera estaba caracterizado por esa capacidad de contratar entre iguales. El mercado tenía rasgos comunitarios, desde luego, pero al mismo tiempo tenía rasgos de una institución atravesada por el poder. Lejos de ser un espacio neutral donde se firman contratos entre partes equilibradas, el mercado siempre expresaba una correlación de fuerzas no sólo de los componentes internos a una unidad productiva, sino también de las relaciones económicas internacionales, cuya posición de poder se expresaba en la lucha de divisas.

Justo por eso, el mercado para Weber era el lugar real de la lucha de clases y eso mediante la lucha de precios. Ajeno por completo a toda teoría del valor natural, creyendo que en el fondo la teoría de la plusvalía dependía de la vieja teoría escolástica de un modo u otro, Weber pensaba que el mercado era el lugar donde se ejercía el poder de fijar precios, lo que daba una prima de acumulación, ciertamente. Esto se veía ante todo en el hecho de poder fijar el precio del trabajo. Sobre ese precio, ya todo lo demás quedaba profundamente determinado. Por eso, no bastaba para legitimar el mercado con la ausencia de burocracia. Era preciso que las partes que acudían a él tuvieran un poder social y político equivalente, si se quería de verdad fijar un precio nominalmente aceptable, capaz de atender las expectativas de las partes. Ésa era la razón por la que llamaba a la existencia de organizaciones sindicales fuertes y al mismo tiempo responsables, que olvidaran una retórica revolucionaria que a él le parecía estéril y garantizaran un precio adecuado del mercado de trabajo. Sólo así el capitalismo podría dirigir su producción para atender demandas masivas que todavía, tanto para Marx como para Weber, se ordenaban sobre la cuestión de las necesidades.

Weber sabía que ésta era una verdad que ya conocían los grandes economistas clásicos y al recordarla se atenía al programa de configurar una burguesía capaz de disponer de la suficiente madurez como para entrar en una negociación permanente de nervios bien templados con los grandes sindicatos obreros, sin necesidad de protectores reaccionarios. Pero sabedor de que con eso no bastaría, Weber lanzó su propuesta de la necesidad de impulsar una racionalidad material del derecho, en el sentido de poner al frente de las cadenas de las burocracias estatales a líderes capaces de gozar de la confianza democrática de las masas. Ésa era la garantía política de que las diferencias de poder social no crecieran mediante la aparente libertad de mercado. Porque la lucha de precios que en él se da no tiene un ideal externo de justicia capaz de regularlo, como en el fondo creía el marxismo, sino que sencillamente dependía de la correlación de fuerzas, de su capacidad de buscar equilibrios, o de si uno de los actores tenía las manos libres para fijar los precios según su interés exclusivo.

Por eso sin una política adecuada y responsable, el mercado jamás se equilibraría por sí mismo y entonces no sería eficiente para resolver de forma ajena a la burocracia la asignación de recursos y la atención a las necesidades de las masas. En su seno tendría poderes autoritarios y carentes igualmente de control, con lo que la ventaja frente a la burocracia se perdería. En conclusión, Weber pensó que la racionalización económica de la vida que impulsaba el capitalismo sólo podría ser dominada por ingentes energías éticas y políticas capaces de dirigir una lucha democrática permanentemente renovada. Y eso me parece que es la consecuencia que se sigue de su mirada sobre un horizonte que no tenía el consuelo de ilusionarse con el pensamiento de una revolución.