En noviembre de 2016, 200 personas asistieron a la conferencia anual del National Policy Institute (un think-tank de ultraderecha) que tuvo lugar en el edificio Ronald Reagan en Washington, D.C., a sólo unas cuadras de la Casa Blanca. Richard Spencer, uno de los oradores en el evento, pronunció un discurso en el que alabó al presidente electo Donald Trump, como el mesías que la América cristiana blanca y la civilización occidental habían esperado largamente. Después de declarar que había llegado un nuevo amanecer para los estadounidenses (blancos) patriotas, al final de su discurso Spencer gritó: “Hail Trump, hail our people, hail victory!,” frases que evocaban los gritos fervientes de los nacionalsocialistas en los grandes mítines del líder supremo de la Alemania nazi, Adolf Hitler.  Spencer rechaza las acusaciones de ser un neonazi, aduciendo que es simplemente un nacionalista blanco preocupado por el bienestar de su gente. Sus seguidores tratan de disfrazar su discurso de odio con frases que parecieran sacadas del mismo guión, por ejemplo, ¿cómo pueden ser racistas si aman la comida étnica y tienen amigos latinos y negros? La simulación responde a un intento deliberado por parecer menos amenazantes de lo que son en realidad.

Spencer y sus seguidores –en su mayoría hombres–, son parte de una nueva generación de nacionalistas blancos de ultraderecha o “alt-right” (derecha alternativa), un término que ellos popularizaron y que se utiliza como una categoría general para etiquetar a organizaciones neofascistas, nativistas, xenófobas, antisemitas, libertarias y nacionalistas blancas que salieron a la luz en la segunda década del siglo XXI. El Southern Poverty Law Center ha descrito a la alt-right como nacionalistas blancos de “traje y corbata,” ajenos a los signos distintivos de los supremacistas blancos (cabezas rapadas, capuchas blancas, etc.) que están inscritos en el imaginario social. Estos grupos se proclaman víctimas de los avances del multiculturalismo, la corrección política y el discurso de la “justicia social” que ha llevado al gobierno a operar presuntamente a favor de una población negra e hispana racialmente inferior, que recibe todos los beneficios sociales sin contribuir en nada al país, en detrimento de los blancos. Esta auto-victimización es una de sus cartas principales a la hora de atraer seguidores. Otros aspectos que los cohesionan son la misoginia, la homofobia, la transfobia y la islamofobia. En términos de clase, se trata de grupos multiclasistas, aunque con un componente considerable de blancos pobres que no tuvieron acceso a la educación superior.

La alt-right capitalizó la elección y retórica de Trump para hacerse más mainstream y reforzar su esfera de influencia. Desde entonces ha ganado terreno y continúa amenazando la estabilidad política y social de los Estados Unidos. Sin embargo, el surgimiento de esta ola de blancos de extrema derecha no empezó con el triunfo de Trump. Por muchos años, los diferentes grupos que hoy son parte de la alt-right habían trabajado en la semi-clandestinidad, principalmente en las entrañas de internet, conglomerando a individuos de ideas afines, aunque sin conexiones orgánicas en la vida real. No necesitan ser vecinos, compañeros de trabajo o miembros de la misma congregación religiosa para responder al unísono cuando son virtual o físicamente convocados. La definición más corta de la alt-right sería la de “ultraderecha con internet.”

Gran parte de la eficacia de la derecha alternativa ha consistido precisamente en su uso de las redes sociales. Andrew Marantz, redactor de The New Yorker y autor del popular libro Antisocial: Online Extremists, Techno-Utopians, and the Hijacking of the American Conversation, sostiene que la alt-right se ha hecho muy efectiva por medio de diferentes foros en línea que ayudan a difundir sus mensajes, planes de acción, marchas, mítines, etc. Según una reseña del libro en el Washington Post escrita por Susan Benkelman: “Las redes sociales eran el medio perfecto. Les dieron cobertura cuando querían permanecer en el anonimato, un medio de amplificación cuando querían fomentar caos y conflicto, y un vehículo a la medida para sus bromas internas y memes con cara de rana que transportaban bilis con un guiño y un gesto de asentimiento.” Sin las facilidades que brindan los foros en línea, la extrema derecha no habría podido organizar manifestaciones masivas y mítines como el de “Unite the Right” de Charlottesville de 2017, que reunió a decenas de hordas de neofascistas y nacionalistas blancos. 

La alt-right emplea estrategias y métodos similares al fascismo clásico. Por ejemplo, usar una forma particular de vestimenta y lenguaje simbólico para causar intimidación y ostentar la cohesión del grupo; difundir mentiras y teorías de la conspiración de forma sistemática; hacerse pasar como defensores del orden y encarnación del auténtico patriotismo y mostrar disposición a ejercer la violencia en cualquier momento. Ellos son la continuación de un movimiento que desde hace décadas se ha negado a morir y ha tenido resurgimientos recurrentes. A diferencia de otras coyunturas donde la ultraderecha se ha sumergido en lo underground, esta nueva ola no muestra signos de disiparse en un futuro próximo. Por el contrario, defenderán a toda costa su permanencia en la esfera pública y sus cuotas de poder político. Esto se debe a que el nacionalismo blanco, el nativismo y la xenofobia no son una anomalía histórica ni un fenómeno de coyuntura, están profundamente arraigados en la sociedad, el sistema político y las instituciones, son tan estadounidenses como el apple pie.

La historia de la supremacía blanca es parte sustancial de la historia de los Estados Unidos. Sus expresiones más visibles fueron la esclavitud y sus legados, como las leyes de Jim Crow (1865-1968) en los estados sureños que habían formado la Confederación (esclavista) durante la guerra civil (Carolina del Sur, Carolina del Norte, Virginia, Mississippi, Tennessee, Arkansas, Alabama, Georgia, Florida, Louisiana, Texas y Arizona). Estas leyes estaban destinadas a marginar a la población afroamericana, privándola de derechos políticos, civiles y económicos. Con ello se buscaba fomentar la segregación racial, mantener a las comunidades negras en estado de pobreza y atraso y provocarles desmoralización para que aceptaran la superioridad blanca. Con la protección de las fuerzas del orden y los sistemas políticos locales que eran profundamente corruptos, los miembros del grupo reaccionario de racistas blancos Ku Klux Klan (KKK) aterrorizaron, lincharon y asesinaron a miles de afroamericanos. 

La violencia extrema contra los afroamericanos perduró hasta muy entrado el siglo XX. Por ejemplo, en los sesenta, los delitos por motivos raciales se convirtieron en algo muy común en el estado de Mississippi, debido al activismo a favor de los derechos civiles de los afroamericanos. En 1964, dos activistas judíos y uno negro que trabajaban en la campaña “verano de la libertad” para registrar a los votantes negros, fueron brutalmente asesinados por el KKK. El crimen conmocionó al país y el FBI abrió el expediente “Mississippi Burning”. Aunque los estados sureños fueron los que experimentaron más fuertemente el terror blanco, éste se expandió también a otras regiones a donde los negros habían huido en busca de refugio. Malcolm X, el activista afroamericano que saltó a la fama durante el movimiento por los derechos civiles en la década de 1950 y 1960, recuerda que cuando era niño en Omaha, Nebraska, los miembros de KKK aterrorizaban a su familia como consecuencia del activismo social de su padre en las comunidades negras. 

Por su parte, las tendencias nativistas alcanzaron su primer cenit en medio de la inmigración masiva europea a finales del siglo XIX y principios del XX. Aunque a diferencia de las etnias indígenas, los angloestadounidenses no eran nativos, actuaron como si lo fueran para hacer valer sus reclamos territoriales frente a lo que percibían como la amenaza inmigrante. Así, impusieron leyes y políticas que convirtieron a los inmigrantes en ciudadanos de segunda clase. Los italianos, los judíos y los irlandeses se encontraban entre los migrantes más discriminados, pobres y explotados y emprendieron luchas y sacrificios no sólo por ganarse el sustento sino por el derecho a la movilidad social. 

 El libro de Daniel Okrent, The Guarded Gate: Bigotry, Eugenics and the Law That Kept Two Generations of Jews, Italians, and Other European Immigrants Out of America, ofrece una perspectiva de la angustiosa experiencia de los inmigrantes europeos y los mecanismos que el gobierno y la sociedad civil estadounidense utilizaron para contener lo que consideraban una “invasión.” En la actualidad, con la notable excepción de la comunidad judía, algunos de los descendientes de inmigrantes de diversos orígenes forman parte de la extrema derecha, replicando a los individuos que condenaron al racismo y la segregación a sus antepasados. A pesar de que los miembros de la alt-right son descendientes de inmigrantes, usualmente esquivan la pregunta de porqué son tan anti-inmigrantes a pesar de sus orígenes. Afirman tramposamente no ser anti-inmigrantes, sino estar en contra de la inmigración ilegal. Sin embargo, esta afirmación se puede refutar fácilmente al analizar la mentalidad nativista, etnocéntrica y xenófoba que conforma su plataforma política.

La extrema derecha se ve a sí misma como protectora y baluarte de la civilización occidental. En su imaginario ahistórico, hubo una “América” que alguna vez fue sólo blanca y cristiana, a la que evocan con profunda nostalgia; de ahí su lema: make America White again (hacer América blanca de nuevo). Ven la inmigración, no importa si es legal o no, como una amenaza seria que pone en riesgo su preciosa identidad americana. Desde su perspectiva reaccionaria e intolerante, los inmigrantes representan lo peor de cualquier sociedad y no son más que criminales o bárbaros con el potencial para destruir las bases de la civilización occidental. Por ejemplo, es común leer en los foros ultraderechistas un llamado a detener la invasión de los “frijoleros” (beaner invasion) –como se refieren despectivamente a los mexicanos y centroamericanos que intentan cruzar la frontera sin documentos–, cuya sola presencia contamina el espacio vital blanco con su inferioridad racial y cultural.

Ya que no tienen una conexión directa con su pasado ancestral, debido a que asimilaron la ideología oficial del melting pot –la creación de una cultura “americana” única que borra las particularidades de cada grupo étnico o nacional–, los ultraderechistas muestran odio y rechazo a aquellos que manifiestan algún tipo de orgullo étnico o cultural por sus orígenes, ya que con ello demuestran su desapego a la identidad puramente estadounidense. Es fácil identificar a un nativista, pues usualmente se distancian de su propia herencia cultural, utilizando estrictamente la etiqueta de “americano” como marca de exclusividad y ejemplo de que sus antepasados asimilaron la cultura dominante, a diferencia de las comunidades de descendientes de migrantes blancos que resisten esa presión. A los descendientes de migrantes no blancos los perciben como extranjeros.

La alt-right también basa su rechazo a los migrantes no blancos en la teoría de la conspiración que propone que hay un complot liberal (o judío) para provocar el reemplazo poblacional y el genocidio de los blancos (White genocide) a partir de la migración de grupos no-blancos, la integración racial-espacial, los matrimonios interraciales, la promoción de tasas de fertilidad altas para los no-blancos y bajas para los blancos, el aborto y otras formas de asimilación forzada al multiculturalismo. Si la alt-right pudiera imponer leyes segregacionistas, sin duda aceptaría el aborto para los grupos no-blancos, pero no así para los blancos.

Ilustración: Robolgo

Sin embargo, los grupos de la alt-right son diversos también y no todos son homogéneamente “caucásicos.” No es sorprendente ver en los mítines de Trump asistentes afroamericanos o hispanoamericanos que, sin ser blancos, aceptan el discurso de la ultraderecha blanca. Uno de los casos más interesantes al respecto y que muestra una dicotomía en el pensamiento de la alt-right es el del líder de los Proud Boys (los Chicos Orgullosos, un grupo ultraderechista de hombres heterosexuales), Enrique Tarrio. Tarrio es de ascendencia afrocubana y antes de cumplir la mayoría de edad, ya tenía antecedentes delictivos. Su primera incursión en la política de extrema derecha tuvo lugar en 2017, cuando asistió a un evento de Milo Yiannopoulos y fue reclutado para los Proud Boys. En 2019 se convirtió en su líder.

Tarrio ha negado vehementemente que los Proud Boys sean una organización racista, usándose a sí mismo como prueba de la “tolerancia” del grupo a otras razas. ¿Cómo podría un grupo de extrema derecha permitir a alguien que no es blanco, no sólo estar en sus filas sino ser su líder? Los Proud Boys simulan no tener tendencias racistas; se presentan como nacionalistas que únicamente abogan por el amor a la patria y los valores tradicionales y apoyan las iniciativas de “America First” (Estados Unidos primero). Los Proud Boys son una creación del canadiense cofundador de Vice Magazine, Gavin McInnes. De acuerdo con la Liga Anti-Difamación (The Anti-Defamation League), McInnes describe a los Proud Boys como una fraternidad (como las fraternities estudiantiles) que celebra todo lo relacionado con la cultura occidental. Después de ser expulsado de la revista, McInnes se dedicó de tiempo completo a actividades neofascistas. 

El nombre de los Proud Boys proviene de una canción, Proud of Your Boy, que fue descartada de la película de Disney “Aladdin.” McInnes escuchó la canción durante un recital escolar de su hija, creyendo que la letra sugería que Aladdin se estaba disculpando con su madre por ser un niño, lo que consideró ridículo, de ahí quiso reivindicar el orgullo de ser niño. Los Proud Boys conectan esta situación con la supuesta cultura liberal de los Estados Unidos que obliga a los estadounidenses blancos a sentir culpa por lo que sus antepasados o la civilización occidental, en general, ha causado al mundo. Debido a que los Proud Boys no se centran en la pureza racial blanca, McInnes abandonó el grupo etiquetándolo como “alt-lite” (“derecha alternativa ligera”) en oposición a la “alt-right.”

Desde su inicio, los Proud Boys han destacado en el seno del movimiento de la alt-right y han creado una red altamente sofisticada de aliados. Se aparecen frecuentemente en manifestaciones progresistas y de izquierda como provocadores y a menudo incitan a la violencia, a pesar de que se hacen las víctimas y acusan al movimiento antifascista (antifa) de ser los verdaderos perpetradores de la violencia. También están en guerra contra los medios de comunicación, que los abordan con desconfianza y limitan sus esfuerzos de difundir su mensaje de odio. Sin embargo, Donald Trump les dio una gran cobertura al mencionarlos en su debate presidencial con Joe Biden el 30 de septiembre pasado. El presidente se negó a condenar a los grupos de supremacistas blancos, culpó a antifa y la izquierda por la violencia social y pidió a los Proud Boys que “retrocedieran y se mantuvieran listos” (stand back and stand by).

Para la alt-right, las universidades y el sistema educativo en general por mucho tiempo han usado esos espacios para presentar una historia distorsionada que se centra en la devastación causada por los estadounidenses blancos y el gobierno de los Estados Unidos, haciéndolos sentir avergonzados de ser blancos. Su propaganda sostiene que las universidades han sido invadidas por liberales, socialistas y marxistas que adoctrinan a los estudiantes y los enseñan a odiar a su país y cuestionar los valores tradicionales. Creen que los departamentos de estudios étnicos (chicanos, latinx, afroamericanos, asiáticos) son bastiones radicales donde los estudiantes aprenden la teoría crítica que les crea resentimiento contra la raza dominante. Así, consideran a estos departamentos como un ejemplo de institucionalización del racismo contra los blancos. Algunos ultraderechistas argumentan que si a los grupos minoritarios se les permite tener estudios étnicos, los estudiantes deberían tener la oportunidad de tomar clases sobre “estudios blancos.” Algunas universidades han creado cursos que hablan sobre la identidad blanca, aunque éstos más bien sirven el propósito de desmantelar las nociones de genocidio blanco y del racismo contra los blancos, al demostrar que el grupo que está en la cúspide de la jerarquía racial es el que define la racialización de los otros y, por consiguiente, el único capaz de ejercer el racismo.

La alt-right basa su argumentación falaz en la negación de su poder racial y de clase. No se comporta como el grupo racial mayoritario de los Estados Unidos, que históricamente ha monopolizado el poder político y económico y ejercido el terror contra los no blancos, sino como si fueran un grupo amenazado y en peligro de extinción. Afirman que, al igual que otras razas, sólo se preocupan por su gente y se agrupan como Black Lives Matter y otras organizaciones nacionales y locales dirigidas por minorías. Como parte de su autovictimización, se quejan del doble estándar de la sociedad liberal y progresista que respeta la creación de organizaciones minoritarias, pero que etiqueta a los grupos blancos como entidades supremacistas blancas.

La ultraderecha, el nacionalismo blanco y el neofascismo no colapsarán después de que Trump deje el cargo. Creer que la elección de Trump generó estas tendencias es ignorar los precedentes históricos y la larga tradición de supremacismo blanco, racismo y xenofobia institucionales que definen la historia estadounidense. Si en la era post-Trump, la sociedad es capaz de tomar medidas drásticas contra estos grupos, sólo los empujarán de vuelta a la clandestinidad, donde será mucho más difícil monitorearlos y contrarrestarlos. La extrema derecha, la derecha alternativa y la “derecha ligera” llegaron para quedarse y, al igual que sus predecesores, no caerán fácilmente. Su causa ha encontrado expresión en otros movimientos de extrema derecha en Europa y América Latina y viceversa. Este no es sólo un problema de Estados Unidos, es la verdadera pandemia mundial que no se puede curar con una vacuna.