Las declaraciones del presidente de la república en las últimas semanas han motivado el regreso del debate sobre los exámenes de admisión que hoy regulan el acceso a la educación superior y media superior. “Deberían de quitarse los exámenes de admisión y garantizarse a todos la posibilidad de estudiar, porque no sólo es el nivel académico, es que la escuela es el segundo hogar para los jóvenes”, dijo AMLO el 12 de septiembre. Con esas palabras el presidente se atrevió a proponer un lugar de discusión que me interesa, porque va más allá del necesario análisis estadístico sobre los costos de la obligatoriedad y gratuidad de la educación, e invita a discutir la concepción misma de la educación y los espacios educativos. Comenzar a discutir estos temas me parece un avance respecto de lo ocurrido en los últimos años.

En la misma conferencia, AMLO señaló que los centros educativos son comunidades en donde es posible la comunicación, y dijo que su participación en las mismas ayuda a los adolescentes que tienen problemas por la desintegración de sus familias. Se trata de un ejemplo más de esa sutil combinación de elementos conservadores y radicales que ayudan a entender el éxito que AMLO tiene en los espacios populares. Reivindicó la dimensión comunitaria de los espacios educativos, pero pareció adjudicarle a dichos espacios una función similar a la que, en otros ámbitos, le ha adjudicado a la familia: el crimen es consecuencia de la pobreza y la desigualdad, pero también de la manera en que la pobreza ha pervertido al pueblo pobre, causando desintegración familiar y pérdida de los valores. Las escuelas son un espacio fundamental en la reconstrucción del tejido social porque ayudan a restaurar esa familia ampliada llamada México. Ayudan a que la gente se mantenga “buena”, y en ese sentido son la base de la ciudadanía. Probablemente por eso dijo AMLO en la misma conferencia que la visión tecnócrata de la educación está deshumanizada, y que sus autores están muy desinformados.

Al mismo tiempo, sus planteamientos reivindican esa concepción de la educación como esfuerzo civilizatorio que conforma lo fundamental del pensamiento pedagógico mexicano en el Romanticismo y el liberalismo social, y que hizo decir a José Vasconcelos que los profesores debían imaginarse a sí mismos con el aura que en otras épocas estaba reservada a los santos. Los profesores debían ser algo más que meros empleados del Estado desempeñando un trabajo: eran defensores de su comunidad, guías en un proyecto de construcción de justicia social que tenía su eje en la escuela, pero iba mucho más allá. Invitaban a que los hombres dejaran de tomar alcohol, pero también ayudaban a construir carreteras y a elaborar museos que rescataban la historia de su comunidad; se enfrentaban con los caciques locales y enseñaban a escribir para que cada habitante pudiera pedir la restitución de sus tierras. Todavía hoy muchos profesores de enseñanza pública se sienten así, y ese sentimiento les ayuda a soportar condiciones indignas.

En un excelente comentario a este tema, Diana Fuentes alertó sobre los peligros de ofrecer acceso completo a todos los aspirantes a la educación media superior y superior sin antes ayudar a que los centros educativos funcionen en las condiciones mínimas que permitirían hacerse cargo de ese mandato. No deja de ser curioso que, al mismo tiempo que las declaraciones del presidente crean presión pública para la apertura de cupos, AMLO afirme que no cederá a chantajes por parte de las 25 universidades que están en paro por falta de recursos necesarios para cumplir con sus obligaciones administrativas. El tema en México es viejo, y no puede achacarse únicamente a la evidente corrupción que impera en algunos de estos espacios, o al uso político de esta huelga por parte de ciertos partidos que tienen capturadas esas universidades. Muchas de las instituciones que entraron al paro participaron en el cuantioso desvío de recursos llamado “Estafa maestra”, al mismo tiempo que sus profesores se quedaban sin pensiones, veían retenidos sus salarios y observaban cómo se esfumaban los programas de apoyo a la investigación que han funcionado como complemento al salario desde el periodo neoliberal. Así, el máximo dispendio y la más obscena corrupción fue de la mano del ahogamiento presupuestal y la introducción de una concepción de “calidad educativa” que no estaba definida en términos académicos y muchas veces se vinculaba al mandato de “hacer más con menos dinero”, propia del neoliberalismo, y que también parece ser el lema de la 4T.

Hugo Aboites ha estudiado de manera ejemplar la evolución de esa concepción de la “calidad educativa” y ha mostrado que en la imposición de la misma jugaron un papel fundamental los exámenes y otros mecanismos de evaluación. Por eso la sugerencia del presidente sobre la eventual eliminación de los exámenes de admisión tiene tal poder de resonancia. Hace eco de un diagnóstico construido por muchos actores sociales, pero también tiene el riesgo de hacer olvidar que el problema auténtico tendría que estar en recuperar la dimensión pedagógica de la evaluación educativa.

A principios de siglo XX, el pedagogo anarquista Francisco Ferrer elaboró una reflexión pionera sobre la manera en que los exámenes estandarizados proyectaban una suerte de darwinismo social en las relaciones que los estudiantes tenían unos con otros. El examen no demostraba el conocimiento, pero enseñaba a los jóvenes a dividir el mundo entre personas geniales, personas anodinas y personas idiotas. En las últimas décadas, la abundante bibliografía sobre evaluación educativa ha demostrado la ineficiencia del examen estandarizado. Diana Fuentes ha recordado que la cantidad de puntos que piden universidades como la UNAM para ingresar a sus licenciaturas nunca es una cantidad fija, pues depende del volumen de aspirantes y la cantidad de espacios abiertos. En dichos contextos el examen no tiene un valor pedagógico. No mide los conocimientos mínimos necesarios para cursar una licenciatura. Es una mera herramienta administrativa que permite regular el ingreso. Desde ese punto de vista, su existencia me parece indefendible. ¿No será posible evaluar de otra manera? Habría que discutir con seriedad sobre cuáles son los saberes necesarios para la entrada al nivel superior, y a partir de ellos elaborar estándares capaces de evaluar dichos saberes, al mismo tiempo que mecanismos que permitieran que los grupos desaventajados pudieran prepararse para ejercer su derecho a la educación.

En todo caso, ¿a cuál universidad deberíamos garantizar el acceso? Cierro con algunas reflexiones dedicadas a este tema. A principios de los años ochenta, J. M. Esteve publicó un libro pionero llamado El malestar docente. Se trató del primer libro en nuestro idioma dedicado a analizar el desgaste emocional de los maestros y maestras: habló de la tristeza, de la frustración, de la pérdida de vocación, y elaboró un diagnóstico que alejaba dichas dolencias del plano individual y las situaba en las transformaciones de la sociedad de la que los maestros formaban parte, así como en las transformaciones de su profesión. Maestros y maestras que participaban del deseo por transformar el mundo a través de las aulas súbitamente se veían parte de un sistema educativo burocrático, donde las rúbricas y las reuniones se interponían en su trabajo y los hostigaban permanentemente; en donde les pedían “hacer más con menos”, al mismo tiempo que los volvían responsables de cosas que estaban fuera de su control: la delincuencia, la violencia de las calles, los problemas familiares de los estudiantes…

El colmo estaba en que los maestros estaban obligados a contarle a sus estudiantes una mentira: los examinaban rigurosamente con la excusa de que el mundo académico no era para los mediocres, y aseguraban que los genios tenían reservado un brillante porvenir… Pero los pocos que lograban pasar dichos exámenes salían a un país en recesión económica. La propuesta de Esteve es extraordinaria: en esas condiciones no sirve de nada mantener la exclusión; habría que convertir a las universidades en centros culturales abiertos, sin examen de admisión, en donde la construcción de saber estuviera desligada de la certificación laboral, y autodidactas y profesionales colaboraran juntos en la elaboración de una curiosidad compartida. Allí se certificarían saberes, pero cada quien podría aprender a su ritmo y quedarse el tiempo que quisiera. Los profesores no tendrían mejores salarios, pero trabajarían en condiciones menos indignas: dejarían de ser hostigados y de sentir que la razón de sus malas condiciones de trabajo está en su poca “calidad”.

Ésa, me parece, es una utopía real: una desburocratización de las instituciones, una visión más abierta del proceso educativo, y un recordatorio de que cambiar el mundo es una responsabilidad que no sólo le compete a los maestros, sino al conjunto de la sociedad.