Antes de salir de casa, calculo. Son cinco kilómetros para llegar a mi cita, es decir, diez de ida y vuelta. La ida es fácil, porque el camino es de bajada, pero de regreso hay que subir y subir hacia Butte Montmartre. Después de las 5pm, baja la noche, aunque no la oscuridad; se prenden las luces navideñas y las vitrinas se animan y el camino se hace menos largo. Hace 3 grados y llueve, esa lluvia tupida, pequeña, persistente, lluvia de París en diciembre. Pienso otra vez si vale la pena salir. Puedo quedarme a trabajar en casa.

El París en huelga pone de manifiesto muchas cosas. Ocho días sin transporte público —o con la gran mayoría de las líneas y las estaciones del metro cerradas— muestran qué implica poner en marcha una ciudad de este tamaño. Dejo de dar por sentado que las cosas funcionan porque sí; que el metro corra depende de una configuración precisa y densa de gestos, prácticas, personas y cosas: de los ingenieros que coordinan los horarios de cada tren, de los conductores, del vendedor de boletos, de quienes llegan a alimentar las máquinas automáticas con boletos, de quienes recogen la basura día tras día. Incluso los dos metros automáticos, que funcionan sin conductor, son, ante todo, artefactos humanos. No han dejado de correr estos días, pero no hay ninguna certeza hasta cuándo seguirán porque alguien tiene que dar mantenimiento a las vías.

El metro es la columna vertebral de la ciudad, le da soporte, la articula, la contiene y distribuye a cada uno de sus habitantes. Sin el metro, las cosas se vuelven difíciles. Hay cierta desesperación y hartazgo, sobre todo en las horas pico de la mañana y la tarde. En las dos líneas que corren, se llenan los andenes y hay riesgo de que la gente se caiga a las vías. En las calles arriba el tráfico se vuelve caótico, unos cuantos autobuses atiborrados, pero, sobre todo, un mar denso de carros pitando, conductores exasperados. Quien tiene carro, lo usa. Un ejército de bicicletas y patines del diablo zigzaguea en todas las direcciones, entre carros, en sentido contrario, se palpa la impaciencia por llegar al semáforo antes de que cambie, o simplemente por pasarse el alto. Olas espesas de peatones caminan por las banquetas estrechas. Los bistrós y las brasseries están llenos, como siempre cuando cae la tarde. La vida sigue, adentro y afuera.

Foto: Miruna Achim

Estas son escenas —esbozadas desde la mirada de alguien que está de paso, que no tiene que estar en ningún lado a ninguna hora en particular—. Llegué a París a mediados de noviembre para dictar un seminario de posgrado. Pero las universidades se cerraron, una tras otra, una vez que estalló la huelga. Muchos alumnos y profesores viven demasiado lejos para llegar. Me encuentro así en una especie de cápsula, una burbuja de tiempo y espacio en mi cuarto en Montmarte. Me llegan de pronto, de lejos, las quejas, las preguntas, las interrogantes. Lo más difícil es no saber hasta cuándo durará la huelga.

Pero, más allá de estas expresiones —esperadas— de incertidumbre o molestia, hay algo que me sorprende: la solidaridad con la huelga. La gente se queja de que no hay metro, de que tiene que salir una hora más temprano para llegar al trabajo en la mañana, pero no se queja de que hay huelga. De hecho, más de 60% de los franceses apoyan la huelga que estalló el 5 de diciembre, ante la testarudez de un gobierno liberal que insiste en reformar el sistema de jubilaciones y pensiones. Los franceses tienen el mejor sistema de retiro en Europa: trabajan hasta los 62 años y hay quienes ejercen trabajos duros y se jubilan antes. Édouard Philippe, el primer ministro de Emmanuel Macron, pretende extender la edad del retiro y bajar los montos mensuales de las pensiones. La reforma al régimen de retiros es parte de una política más amplia que busca cambiar las leyes laborales en Francia, hacer de éste un país más amigable con las empresas transnacionales, menos contestatario ante las artimañas e impaciencias del capital.

Fueron los sindicatos de transportistas (metro y trenes) quienes llamaron a huelga. Pero, ante la percepción compartida por muchos sectores de que el estado francés del bienestar respecto a sus servicios públicos se ha ido erosionando a lo largo de las últimas décadas, muchos escucharon el llamado de los transportistas y se presentaron a desfilar el 5 de diciembre en todo el país. En París, la manifestación salió de la Gare de l’Est para llegar a la Place de la Nacion. Los gilets jaunes (chalecos amarillos), quienes han encabezado la resistencia contra Macron desde hace más de un año, trabajadores de la industria aérea y del servicio postal, bomberos, médicos y otros trabajadores del sector médico, maestros y estudiantes marcharon al son de consignas y batucadas, burlando un despliegue policíaco numeroso e intimidante. Entre los manifestantes, muchos llevaban pegadas etiquetas blancas con bordes rojos alrededor de un juego de palabras: “RÊVE GÉNÉRALE” —es decir, “sueño general”—, en vez de “GRÊVE GÉNÉRALE” (“huelga general”). El llamado de los transportistas es un sueño general, compartido por la gran mayoría de la sociedad francesa, el derecho a una vida y un retiro dignos. Como el metro que, por lo general, corre sin mayor perturbación, la huelga viene a poner de manifiesto que el estado de bienestar no es algo que se pueda dar por sentado o se pueda dejar para ser resuelto por las máquinas o los burócratas: requiere de la presencia y las respuestas críticas y situadas de muchos. Y de la decisión y el compromiso de pensarse como colectividad, tal como lo han hecho tantas veces.

Foto: Miruna Achim