La biopolítica es el lugar común de nuestra época. La mirilla por la cual asumimos que tenemos la mejor explicación para el mundo. El aparato crítico que nos motiva a pensar la catástrofe sin riesgo epistémico. Paradójicamente, la biopolítica es una forma teórica sofisticada, con profundas implicaciones empíricas, que no permite contaminación alguna, que no posibilita un afuera de mundos circundantes. La biopolítica no piensa el virus. Los virus nos aterran. Nos aterran, entre muchas razones, porque borran rápidamente la frontera entre el hogar y el territorio. Por consiguiente, no existe mayor comodidad epistémica que explicar la pandemia como efecto biopolítico de la modernidad. No existe mayor compensación antropológica que suponer que los virus pueden morir, huir o cambiar; cuando, acaso, son capaces de mutar.
La biopolítica reina, pero no gobierna. Aunque algunos intelectuales han insistido en trazar los límites explicativos que tiene este estilo de pensamiento o de dibujar las implicaciones que supone aceptar su verdad, la biopolítica sigue siendo el tono con el cual está construyéndose una opinión pública mundial. ¿Qué tiene de fascinante o de productivo explicar las pandemias en tonos biopolíticos? ¿Por qué existe una compulsión por hacer de la vida el objeto último de la política? ¿Puede la izquierda universitaria no reproducir el vocabulario biopolítico? Responder estas cuestiones de manera escéptica permite abrir una discusión oscura pero necesaria: debemos abandonar la biopolítica. Abandonemos la biopolítica como modelo explicativo. Abandonemos la biopolítica como forma de regular nuestros cuerpos y nuestra estructura psíquica. Abandonemos, finalmente, la biopolítica como una política sobre los vivos, como si el problema fuese trabajar con poblaciones, la biologización de lo político o la negación de los virus como seres vivos.
Quizá por su rápida propagación discursiva, pocos, algunos —los menos avisados o los más reaccionarios— ponen en duda las intuiciones que planteó Michel Foucault en la década del setenta. Estas disputas por la “verdad” de la biopolítica llegan a tal paroxismo que la crítica se ha convertido en una continua diatriba teológica. Modos de corrección o de comentario al gran texto biopolítico: Paul Preciado corrige Roberto Esposito; Esposito enmienda a Nancy, Nancy a Agamben, Agamben a Foucault y así sucesivamente, hasta que cualquiera de nosotros, un lector promedio, termina por aceptar que el virus es producto del biopoder. Sin embargo, si detenemos un poco el tiempo del acontecimiento, si damos un paso atrás respecto de la demanda totalizadora de la biopolítica, podremos atisbar que el vocabulario biopolítico no permite un afuera ni una salida. Como buena teoría compensatoria, la biopolítica es diagnóstico antropológico. Como buena teología, la biopolítica sustantiva la vida y secuestra a su propio objeto de conocimiento: la vida, ya sea la vida propia, la vida de los demás o la vida en su caducidad constitutiva.
Probablemente exagero y no toda biopolítica es un encierro. Probablemente la demanda de confinamiento es compatible con la vida ingobernable. Es más, quizá la intensificación del control absoluto sobre la vida apenas comience a configurar un nuevo orden mundial. Cada crisis civilizatoria tiene sus propias dudas, exageraciones y profecías. Pero las crisis son, igualmente, medidas de tiempo, indicadores, umbrales. La pandemia es un umbral, sin duda. Un umbral que no abre futuro, pues sobre el futuro no tenemos opciones o decisiones, ya que es el modo del tiempo que está hipotecado en este momento. El problema, entonces, es que si la biopolítica es definida como la administración soberana de la vida es precisamente porque, en el fondo, la vida no puede ser administrada. La soberanía del cuerpo es una ilusión liberal. La vida es siempre ingobernable. Como hilo de Ariadna, la biopolítica teje sus argumentaciones soberanas para confeccionar el traje del encierro.
Por lo anterior, la biopolítica instala una subjetividad en guerra permanente: una subjetividad articulada como phármakon capaz de portar el mal tanto como la salvación. Una subjetividad gnóstica. Una subjetividad que cura y envenena. Una subjetividad que dispone de amigos y enemigos. Una subjetividad que está en guerra consigo misma y contra el mundo, pues al aislarse “salva vidas” y al “contaminarse” no tiene más remedio que sobrevivir. Que en cada uno de nosotros habite la posibilidad del virus implica que cada uno es portador de la muerte acelerada, de los otros y de nosotros mismos. La biopolítica nos convierte en la máscara roja de Allan Poe o en el Bartleby de Melville: formas de la angustia que arropan la pulsión de muerte. La biopolítica es siempre una necropolítica.
La biopolítica ocluye el derecho a la muerte. La biopolítica asegura que la vida como la muerte es un acto político, que enterrar a nuestros muertos es una actividad política y, en esta captura total de la existencia, radica uno de los mayores obstáculos para volver a vivir. Ni los muertos están a salvo del ejercicio de la soberanía. Los muertos merecen salir de la confiscación estadística. Por esta razón, no se equivocó Giambattista Vico —el filósofo de la peste napolitana de 1656— quien afirmó que, sin importar si son bárbaras o civilizadas, cada forma humana posee religión, matrimonio y sepultura. La pérdida del rito fúnebre es la ganancia de la biopolítica. El número en lugar del nombre. El derecho a enterrar a nuestros muertos es la primera y la última clave contra el encierro biopolítico. La tumba es el último testimonio de la vida, de nuestra vida. De tal manera que no se puede usar la biopolítica para salir de la Biopolítica. No podemos caer en la tentación biopolítica del olvido de Antígona, pues, como nos recordó María Zambrano, “la tumba de Antígona es nuestra propia conciencia oscurecida”. La biopolítica no permite aprender a vivir con los espectros, con lo “no-vivo”, con lo “muerto” o con lo “ni vivo ni muerto”, pues su interés en gobernar la vida entera atraviesa la fantasía de que lo más importante es la vida y no la muerte: la muerte del cualquiera, la muerte de los conocidos, la muerte de los desconocidos. En definitiva, la biopolítica no está interesada en tumbas, sino en morgues, no imagina panteones sino fosas, no proyecta vidas y cuenta muertes.
Por último, como estructura psíquica, la biopolítica no está en condiciones de gobernar la vida ni de generar sentido de supervivencia. Como teoría, la biopolítica no explica cómo es posible la vida de los muertos ni la importancia de la sepultura para la vida, acaso la política de la muerte como extensión estadística de las poblaciones. La biopolítica no concibe un afuera donde no toda la vida sea politizable ni toda muerte sea un asunto político. La biopolítica es, finalmente, el modo universitario del confinamiento. Por esta razón, quizá un poco frágil e intempestiva, la biopolítica es una compensación de la izquierda universitaria para no mirar su propia tumba y darse cuenta que, desde hace tiempo, habita en ella el virus de las pasiones tristes.