Pero el apoyo que esos científicos necesitarían habría que saber merecerlo, lo que no ocurriría si no son capaces de entender y tomar en serio las cuestiones y las objeciones que hoy remiten con demasiada frecuencia a una opinión “que no comprende la ciencia”.           

Isabelle Stengers, Otra ciencia es posible

Desde que conozco la Revista Común la he considerado un lugar idóneo que me permite pensar con otras más allá de las ideas oficiales o hegemónicas. Personalmente, además, me ha proporcionado un espacio para compartir algunas de las obsesiones que me invadieron durante la pandemia. Ahora me otorga su confianza al invitarme a formar parte del Consejo Editorial y ofrecerme una columna. Lo hace en un momento de dificultad para sostener la autogestión de un proyecto autónomo cuyo objetivo es impugnar el sentido común dando cabida y voz a distintas sensibilidades de la izquierda. A la vista de todas estas circunstancias, no se me ocurre mejor forma de empezar a responder a la generosidad que este espacio ha mostrado conmigo que escribiendo sobre la importancia que tiene la construcción de relaciones mutuas de confianza en momentos de crisis. Porque una de las grandes paradojas de nuestro tiempo se expresa en la constatación de la gran complejidad de nuestros problemas y el déficit de confianza en los otros con los que los enfrentamos.  Y es que el carácter paradojal de esta situación reside en que las relaciones de confianza se construyen, precisamente, para gestionar la complejidad y reducir las incertidumbres. Mostraré cómo se manifiesta esta paradoja en el ámbito de la ciencia a la luz de las desconfianzas suscitadas durante la pandemia y trataré de señalar por qué hemos perdido algunas oportunidades de construir relaciones de confianza mutua entre sistemas expertos y sociedad con las que poder lidiar mejor con los siguientes problemas que nos sobrevendrán. 

Desde el comienzo de la crisis provocada por la propagación en humanos del coronavirus Sars-Cov-2, la confianza en las instituciones sufrió un varapalo. Los titubeos, las incertidumbres, los errores y las contradicciones en la información, generaron constantes críticas hacia las autoridades políticas y epistémicas. Recordemos un par de ejemplos: el 4 de mayo de 2020, López Gatell  declaraba su escepticismo al respecto de la posibilidad de disponer de una vacuna efectiva contra la enfermedad antes de pasados 5 años. Sólo unos meses más tarde, cuando ya se habían aprobado diferentes vacunas con carácter de urgencia, se lanzaba la consigna de que lo importante era vacunarse independientemente de la vacuna con la que se hiciera.  Un ejemplo, quizá más dramático, fue el protagonizado por el alter ego de Gatell en España, Fernando Simón. Cuando Wuhan entraba en una fase de transmisión comunitaria y se empezaban a detectar casos aislados en diferentes países, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad del Gobierno Español, declaraba, el 31 de enero de 2020, que España sólo tendría algún caso diagnosticado y que era posible que la epidemia ya estuviera remitiendo (dos años y medio después de estas declaraciones el país tiene 12 millones de casos y 150 mil muertes confirmadas). 

El fenómeno de las informaciones cambiantes, contradictorias y erróneas se ha dado en casi todos los temas relevantes de la pandemia. La eficacia del cubrebocas para reducir contagios,  la gravedad de las variantes delta u omicron,  la utilidad de los cierres en los aeropuertos o la viabilidad de la inmunidad de rebaño son sólo algunos de los muchos asuntos sobre los que la comunidad experta emitió diferentes opiniones y respecto a los cuales se solicitaba una actitud de confianza en la ciencia.  Sin embargo, nadie pareció pensar en las consecuencias que tendría apelar a la confianza en un contexto en el que las muchas voces que se declaraban expertas decían una cosa y su contraria, a veces en un lapso de tiempo menor de 24 horas.  Esta situación constituyó el mejor caldo de cultivo para que proliferaran todo tipo de conspiracionismos y negacionismos. Si los expertos no podían dar respuestas inmediatas y unívocas, seguramente era -pensaron algunos- porque intencionalmente pretendían mantener oculta la verdad de una lamentable situación que ellos mismos, en contubernio con otras instancias en el poder, habían provocado. Por otra parte, nuestros sistemas de comunicación tampoco ayudaron a reducir el clima de desconfianza. Las redes sociales se llenaron, bajo la lógica del clickbait y la polarización,  de información errónea, maliciosa o no verificada que proporcionaba grandes réditos a la economía de la atención pero que resquebrajaba las condiciones de posibilidad de la comprensión y el conocimiento. 

Ante esta situación, el sistema experto cometió dos grandes errores. El primero de ellos fue no haber hecho un mayor esfuerzo para que la sociedad entendiera que la ciencia no podía dar certezas al ritmo que le exigíamos. La taxatividad con la que se lanzaron algunos pronósticos que no se cumplían hicieron que se  expresaran cada vez más dudas sobre la autoridad, sinceridad y legitimidad de las decisiones que habían de tomarse sobre los muchos fenómenos inéditos que estaban en marcha. El segundo error fue no otorgar un mínimo de confianza al mismo público al que se la estaba exigiendo. Ante cualquier duda o inquietud, por más razonable que fuera, se contestaba con una acusación de irracionalidad e ignorancia. Esto sucedió, por ejemplo, en el caso de las reacciones que provocó la vacuna en algunas mujeres. 

Después de la aplicación de la vacuna se empezaron a recabar cada vez más testimonios de alteraciones menstruales. Esta circunstancia puso de manifiesto varios problemas. El primero es el de no haber tenido en cuenta los sesgos de género en los estudios sobre la vacuna. Al no considerar la especificidad de algunos fenómenos biológicos sexualmente diferenciados resultaba difícil detectar algunos efectos secundarios. El segundo es el del desprecio a los testimonios. En la consulta clínica se menospreciaban las experiencias de mujeres con cambios en su ciclo menstrual. Al fin y al cabo, no sólo eran consideradas simples legas sin conocimiento de medicina, sino también mujeres y, por tanto, más vulnerables a la aprensión y el histerismo. Las siguientes palabras que me escribió una persona de mi entorno después de acudir a consulta tras la aplicación de la vacuna resultan muy reveladoras: 

“Yo tuve desarreglos y el médico me dijo que era porque estaba sugestionada por la información de los trombos y a continuación se me explicaba lo ignorante que era por no entender de estadística. Mis desarreglos menstruales causados por un medicamento derivan en el imaginario colectivo de mi incapacidad femenina de comprender la estadística y del estrés. Cuando conté que sufría hemorragias de ir a urgencias me diagnosticaron ignorancia o inestabilidad emocional. […] así que todo era debido a la sugestión, el desconocimiento y la estupidez inherente a mi condición femenina. Lo más sorprendente fue que me llegaron a preguntar que cómo podía saber que mi menstruación era más abundante de lo normal.”

Mujer, 44 años

Este, por supuesto, no es un testimonio aislado. En México, un conocido médico, el doctor Alejandro Macías, publicaba orgullosamente en sus redes la imagen de una escueta conversación que tenía con una paciente. Cuando ella le escribía para comentarle que había sentido sus menstruaciones más pesadas después de vacunarse, él le contestaba que simplemente serían ideas suyas. El sesgo de género y el androcentrismo transitaban así del espacio experimental al consultorio y a twitter. ¿Es sensato exigir a quien recibe una acusación de irracionalidad que tenga confianza en el experto que la desprecia o en la vacuna que puede estar produciéndole un efecto que se ignora? 


En definitiva, lo que este ejemplo muestra es que estamos fracasando en nuestros intentos de construir relaciones de confianza para tratar de reducir las incertidumbres que derivan de la complejidad de nuestros problemas. No nos cansaremos de decir que es necesario aumentar la confianza pública en la ciencia, pues ésta constituye una de las mejores herramientas para comprender el mundo y afrontar los retos que nos impone. Sin embargo, parece que es contraproducente desconfiar sistemáticamente de aquellos a quienes se les exige confianza. La confianza pública en las instituciones científicas debería ir acompañada de un aumento en la confianza de los expertos hacia la sociedad. Parece necesario tomarse en serio las preocupaciones del público y asumir que parte de sus desconfianzas son producto de errores de comunicación o fruto de actitudes cuestionables de quienes hacen parte de los sistemas expertos. 

Por último, me gustaría recordar que cuando se nos otorga confianza interiorizamos las expectativas de aquellos que han confiado nosotros. En este sentido, como dice Luhmann, la confianza nos educa, nos hace vincularnos identitariamente con dichas expectativas y nos hace comprometernos en acciones conjuntas que reducen las incertidumbres en momentos de crisis. Si esto es cierto, o al menos plausible, merecería la pena que empezáramos a pensar en cómo construir espacios de mutua confianza. Mi hipótesis es que aumentaríamos nuestra confianza en la ciencia si ésta se muestra dispuesta a revisar algunas de sus actitudes. En esta columna que recién estreno trataré de satisfacer las expectativas que ha puesto en mí la revista mostrando en diferentes publicaciones que otra ciencia, merecedora de toda nuestra confianza, es posible.