[…] pensar que el acontecer humano habrá de hacerse más comprensible si se extrema el pensamiento causal en términos de soluciones, como pretende la educación pública americana, es tan monstruoso como pensar que una jaqueca se soluciona cortando la cabeza.

Rodolfo Kusch

Afirmación polémica sobre la escuela americana, si las hay, ésta de Rodolfo Kusch en 1968. Sin embargo, por estos días, su resonancia cobra inusitada fuerza. No tanto porque el año pasado se haya cumplido el centenario del nacimiento de ese estudiante minucioso del sentipensar argentino en el fondo americano, sino, sobre todo, porque la releo en el horizonte del actual resquebrajamiento que hace crujir la escuela. Y que, superando la profunda fragmentación característica del sistema escolar —que nos mostrara Cecilia Bravslavsky (1985) hace casi 40 años— afecta, sin dudas, a todas las escuelas: a las que atienden a los más pequeños, o a las que se encargan de enseñar a adolescentes y adultos; a las que reciben a los estudiantes que ocupan los lugares más desfavorecidos en la estructura social, o a aquéllas que brindan su servicio a quienes Carla del Cueto llamó Los únicos privilegiados (2007).

Mientras que en la Argentina el debate mediático se circunscribe a discutir acerca de la (im)probidad de la repitencia o repetición —forma regulatoria del pasaje de poblaciones escolares por el sistema de enseñanza oficial y cuya ineficacia a los fines de contribuir a los aprendizajes ha sido demostrada (Diker y Terigi, 2023)—, los últimos años de labor pedagógica, sobre todo aquéllos signados por la excepcionalidad de la pandemia, nos han dejado algunas experiencias y reflexiones que quisiéramos rescatar para seguir pensando acerca del quehacer educativo, sus sentidos y sus fines.

Porque de eso se trata: de pensar con profundidad con qué sentido(s) y con qué fines educamos a los que van llegando al mundo, en un contexto en el que la hondura de la crisis dificulta la posibilidad de estabilizar algunos saberes y rehúsa las formas ya conocidas para dar respuesta a los interrogantes de siempre. Esto suscita la oportunidad de imaginar otros caminos a sabiendas de que, como afirma Tenti Fanfani (2022), las dificultades de lo educativo no se resuelven con debates acerca de los medios. 

En otros términos, la creciente insignificancia de la actividad educativa —desplegada predominantemente en formatos escolares—, la sostenida deslibidinización de sus prácticas, el olvido de su fundamento político y la fractura de su relación con lo público (Frigerio y Diker, 2010) no son propiedades que puedan enfrentarse con la incorporación de nuevos métodos de enseñanza, materias que tematicen contenidos más actuales, o con la simple reposición a la fuerza de formas más rigurosas de lo escolar que “antes funcionaban”. ¿Cómo imaginar, entonces, senderos que devuelvan potencia a lo educativo, partiendo de la suspensión de las certezas que vivimos durante la pandemia y cuyos sedimentos seguimos viendo?

Posición liminal

Se avizora por lo menos difícil disponerse a enfrentar dicha cuestión desde saberes disciplinados; desde modos únicos de definir lo pensable o maneras exclusivas de establecer relaciones (y comprensiones) con la vida. Quisiéramos aquí asumir una posición liminal, de frontera, de margen, indisciplinada. Una que sostenga la incomodidad de situarse en el “entre”: entre la calle y la escuela, entre la institución y el movimiento, entre la historia y la etnografía, entre la filosofía y la política, para evitar una formulación tan abstracta de lo deseable, tan alejada de la concreción de los cuerpos y la novedad en sus relaciones, que ofrezca un corte de cabeza como remedio a la jaqueca, triturando la heterogeneidad de lo real, de lo social histórico, tomado tal como efectivamente existe. Situarse en el “entre”, para mirarlo cuidadosamente, con múltiples prismas, para captar la experiencia educativa en su organización, en su estar siendo en y más allá de los formatos escolares, en su hacerse a través de la actividad conjunta, del trabajo en su sentido más lato.

Los párrafos que compartimos a continuación han sido escritos como parte de una investigación en curso, que aspira a sostenerse en una mirada atenta sobre cómo el movimiento de la sociedad argentina atiende lo educativo. Ese movimiento que acontece en la urgencia por vivir, en los márgenes de las instituciones consolidadas o en algunos de sus intersticios. La atención está puesta en fenómenos educativos que crecen e insisten en desplegarse, incluso a pesar de la poca consideración con que los alojan las políticas públicas y las agendas mediáticas. Entre las actoras y actores de esas experiencias, acrecentadas, más no iniciadas, durante la pandemia del COVID-19, un sintagma circula profusamente y las hilvana: educación popular. Nombre que, lejos de ser de acuñación reciente, se ha utilizado repetidamente desde las primeras décadas del siglo XIX en toda Latinoamérica. Su reactivación, entonces, atraviesa las circunstancias puntuales en las que acontece, haciendo resonar viejas consideraciones sobre lo educativo que desafían los sentidos imperantes.

Entre la calle y la escuela

Foto: Fanpage del Movimiento Evita, junio de 2021.

El barrio como escenario. Aire libre obligado. Barbijo insoslayable. Reunión en el territorio para que circulen las voces. La ronda, reminiscencia indígena, como gesto que ordena, organiza, sostiene la relación que amortigua la pérdida y desvía la caída estrepitosa en el abismo del sinsentido. Brazos morenos, plebeyos, que se entrelazan: convencidos de ofrecer así alternativas, frente a una inexorable situación indefensa en un mundo de individuos dejados a su suerte, llevado a su paroxismo en tiempos de pandemia. 

Una mirada nueva, de ojos oscuros y profundos, que indaga más allá, fuera de encuadre. Quién sabe dónde. Quizá, se afana en la búsqueda de lo que sabe precioso, aunque aún extraviado. Y por ahí, en el azar mismo que supone la fijación minuciosa del instante, algunas palabras en el centro que hacen eco en la memoria del observador: “Evita”, “Educación”. Se confunden en ese embrollo temporal que es la existencia, recreando un pasado, anhelando un futuro, desde un presente incierto que reclama comunidad, que construye difherencia (Sperling, 2018) porque “Nadie se salva solx”. 

Entre la institución y el movimiento

Foto: Fanpage del Movimiento Evita, junio de 2021.

Nuevamente el barrio humilde, suburbano: por la amplitud del espacio y la presencia imponente del tendido eléctrico. Las pecheras de las mujeres permiten leer “Organización comunitaria en educación popular. La mesa está servida y los pequeños, sentados en torno a ella, concentrados. Dibujan o pintan con colores. El sol se cuela entre las ramas del árbol que resguarda el convite y registra su presencia a través de las sombras, en los brazos del niñx protagonista de la escena. Es la expresión de su rostro lo que convoca la atención: su mirada absorta en la tarea que lo interpela; su gesto, convencido de la importancia de lo que hace. Transmite esperanza. Replicada en el atisbo de sonrisa de quien oficia de maestra. Más allá de las credenciales, al margen de los edificios, a pesar de la pandemia: es la educación del pueblo que se organiza especialmente para ello. Son mujeres plebeyas quienes la sostienen.

Educación popular, un concepto político

Las fotos aquí elegidas son sólo algunas, entre otras muchas, que podríamos haber seleccionado para mostrar cuál fue la dinámica de organización que tuvo lugar en las barriadas populares en Argentina para enfrentar y dar respuestas a las dificultades que la pandemia ocasionó entre sus habitantes. En los primeros meses de 2021, las organizaciones sociales mayoritarias (Barrios de Pie, Movimiento Evita y Corriente Clasista y Combativa) lanzaron el programa Organización Comunitaria para la Reconstrucción Argentina. Se trató de una iniciativa, federal y situada, de intervención integral sobre los ámbitos de la vida social que, luego de un trabajo de indagación por medio de encuestas en los barrios de todo el país, emergieron como urgencias: fortalecer la salud comunitaria con especial hincapié en los beneficios de la vacunación; prevenir la violencia de género; desarrollar centros educativos populares para acompañar y dar continuidad a los aprendizajes de los pibes y las pibas, incluso en su vuelta a la escuela cuando fuera necesario. Es este último tópico, organizado bajo el sintagma educación popular, el que se retrata en las fotos arriba expuestas y el que aquí nos interesa. Sintagma que, lejos de manifestar un sentido claro y preciso, refiere a ideas e imaginarios siempre polémicos, que disputan de manera continua el sentido del concepto de educación popular

Ahora bien, en nuestros días, la educación popular, según lo expresan algunos de sus actores y referentes, aparece asociada a experiencias que, desde dentro o desde fuera de la estructura de enseñanza estatal, utilizan distintos formatos, incluido el escolar, para cuestionar el sentido de lo público con el cual se ha tramado la matriz liberal del sistema educativo (Gluz, 2013). 

Quisiéramos aclarar, sin embargo, que a pesar de lo que establece cierto sentido común, dista de ser obvio que la educación popular se despliegue en función de un cuestionamiento de los sentidos preponderantes acerca de lo público. Al menos, no siempre ha sido así. 

En efecto, en los orígenes del sistema educativo moderno en Argentina, educación popular fue el nombre de aquella experiencia mediante la cual se construyó lo público, haciendo realidad, sobre la base fundamental del quehacer de la institución escolar, el imaginario liberal que sostuvo el concepto de representación política. Es decir, la escuela pública se dedicó a formar ciudadanos que sólo podían realizarse como miembros plenos de la comunidad política en el momento preciso en que consumaban su participación electoral, a partir del gesto de emitir su voto. Esa escuela pública desplegó entonces una formación cívica que desestimó las formas de lo político que existían antes de la imposición de los mecanismos representativos de la república moderna. Al mismo tiempo, despreció los valores, las costumbres y los saberes sociales que se habían conformado de acuerdo con las lógicas anteriores y distintas a las que se impondrían a partir del establecimiento del moderno aparato estatal. En otros términos, educación popular, en la Argentina de fines del siglo XIX y buena parte del siglo XX, fue el nombre del proceso educativo por el cual se difundieron las creencias necesarias para que la Nación política adquiriera forma y lograra perdurar en el tiempo. 

Pero no sólo eso, pues la educación popular está impregnada por una densidad histórica difícil de captar. Esto lo podemos inteligir gracias a la historia conceptual y su radical fundamento en la comprensión de que los conceptos políticos están constantemente en controversia. Por ello se dice que contienen historia; justamente, en la medida en que la tienen, muestran el desenvolvimiento de los conflictos sociales. Intentamos aquí reponer una parte de esa densidad histórica, propia del concepto de educación popular

Por lo tanto, no seguiremos los avatares de la educación popular suponiendo una especie de entidad propia e inmanente al sintagma, ajena a las experiencias institucionales en las que circuló y circula. Más bien, al contrario, intentaremos captar los sentidos disputados en algunas de aquellas múltiples experiencias que respondieron a ese nombre. Así, trabajar lo que hay de historia en la educación popular, o cómo operó el concepto en el pasado, es en realidad también una pregunta por el presente de los gestos y las prácticas que se siguen nombrando con ese sintagma. Se trata entonces de hurgar en el pasado para inteligir qué hay de él (y qué se ha olvidado) en las tendencias y en las aspiraciones sociales sobre lo educativo que nos ligan con el futuro.

En los orígenes, el desacuerdo

Desde los primeros intentos americanos por darse instituciones propias, una vez quebrado el orden colonial, en torno de la voz educación popular se estructuró un desacuerdo político radical (Rancière, 2007). Lo que se disputaba era el lugar y la forma de lo educativo en la tarea de llevar adelante el orden constitucional de la Independencia. Dicho desacuerdo dio lugar a la emergencia de una de las disputas político-educativas más importantes de la historia de las instituciones pedagógicas argentinas, la cual se volvió difícil de aprehender, justamente porque, en principio, las sostenidas controversias en torno a los sentidos asociados al concepto parecían sustanciarse sobre un supuesto acuerdo anterior y fundamental que vinculaba a la educación con la política. Entonces, así como hubo contextos en que las crisis de las instituciones liberales permitieron que aquel desacuerdo se explicitara, cobrando cuerpo y palabras, hubo otros en los que esa disputa quedó ocultada. 

Vaya como ejemplo de ese ocultamiento el debate Coincidencias para la Educación en el Gobierno Constitucional, producido en la Argentina de 1983, con el propósito de esclarecer la orientación de las políticas públicas favorecedoras de la educación popular por venir. Esas jornadas, organizadas por la Asociación de Graduados en Ciencias de la Educación (AGCE), tuvieron lugar en la ciudad de Buenos Aires en el contexto de la campaña para las elecciones generales del 30 de octubre (Bravslavsky y Riquelme, 1984). En ese marco, especialistas técnicos y políticos en educación, sostenían distintas posiciones acerca de cómo reconstruir la institucionalidad educativa luego de los inconmensurables daños provocados por la dictadura militar. Las diferencias respecto del futuro quehacer, sin embargo, se sostenían todas íntimamente ligadas a la noción de pueblo. Parecía entonces existir un acuerdo mínimo, primordial: educar era desplegar una actividad que estaba vinculada a la tarea de construir el pueblo. Ahora bien, más allá de estas aparentes coincidencias, surgidas tal vez por el efecto de la utilización de las mismas palabras, una escucha atenta de los discursos producidos en dicha ocasión repone la emergencia del desacuerdo; pone de manifiesto que las voces educación, pueblo, Nación argentina, entre otras, lejos de dar cuenta de un significado claro y compartido por los interlocutores allí presentes, revelan la existencia de una profunda dislocación de sentidos, protagonista de una pertinaz contienda. Este conflicto, sin embargo, no expresa una novedad surgida en tiempos del auge democrático, sino que actualiza una antigua polémica acerca de cómo instituir lo educativo que puede rastrearse ya en las primeras décadas de las independencias latinoamericanas.

A continuación, tematizamos algunas de las formas en que dicho desacuerdo se expresó en los comienzos del proceso de instauración de las repúblicas modernas americanas. Para ello, trataremos de adentrarnos en la comprensión de una de las constelaciones en que la educación popular fue significada: como actividad que aglutina y transmite las características sociales, culturales y políticas, propias de un grupo humano, aquéllas que lo hacen ser ese grupo y no otro, las que constituyen su singularidad, y por eso mismo, no logran resolverse en parámetros universales; aquéllas contras las que, justamente, los valores considerados urbanos y civilizados (o sea, modernos y occidentales) se han erigido. La constelación de sentido que aquí expondremos no ha logrado convertirse en preponderante en la tradición escolar; sin embargo, las recientes experiencias sociales arriba consignadas reponen su actualidad. 

En los párrafos que siguen nos concentraremos en Simón Rodríguez, a quien tomaremos a modo de personaje conceptual. Así, a partir de un análisis de algunos de los fragmentos de su escrito Sociedades Americanas (2015), abordaremos un conjunto de tópicos correspondientes a esa educación popular subalterna, antagónica a la que, expresada por Sarmiento, fundó las bases de la institucionalidad educativa oficial en varios países latinoamericanos.

Simón Rodríguez, una clave de acceso a los términos de la disputa

¿Dónde iremos a buscar modelos?…
La América Española es original = ORIGINALES han de ser sus instituciones
y su Gobierno = y ORIGINALES los medios de fundar uno y otro.
O inventamos o erramos.

Simón Rodríguez

Simón Rodríguez, maestro y amigo de Bolívar, ha dejado una obra que nos ofrece algunas claves para pensar la simiente de esa otra educación popular; aquélla que se funda en la intención de formar a los hombres y mujeres entendiendo que sus trabajos, sus días y sus vidas no pueden desligarse del carácter de la sociedad de la que son miembros. Formar a los hombres y mujeres americanos, respetando a la vez su singularidad y su pluralidad, es para Simón una tarea de la que depende estrechamente el éxito de la Constitución política de las nuevas naciones americanas —no tanto en su aspecto jurídico y formal, sino sobre todo en su desenvolvimiento efectivo, material, en lo que hace a la posibilidad de que los pueblos americanos vivan de acuerdo a cómo quieren vivir—.

Su obra, construida con base en aforismos, cargada de guiños e ironías hacia sus interlocutores, refleja su convicción de que la transformación social, la urdimbre de la vida republicana, se consigue atendiendo con verdadero esmero la política del saber. Por eso mismo, se proclama muy crítico de los fenómenos revolucionarios abruptos, sostenidos por consideraciones que hacen de la política un escenario de guerra. Así, establece una distancia respecto del proceso de la Revolución francesa, al que condena por su declinación imperial. Pues, en Europa, Napoleón, encerrado en sí mismo, o sea, sin saber, quiso gobernar al género humano. Su caracterización de la experiencia francesa es la que permite hilvanar, por comparación, su propuesta original para América. Afirma que el problema de la Revolución de Francia es que, habiendo sido conducida por el Imperio napoleónico, devino luego monarquía constitucional. En esa estructura social, el gobierno es ejercido por las clases medias burocráticas —ministros y empleados—, el rey es un guardasellos y el pueblo, todo pobre ignorante, es nada y obedece(2015, p. 87).

Según Rodríguez, no puede, entonces, allí, forjarse una verdadera República. Pues, en definitiva, no se realiza un buen gobierno sin integrar plenamente en su proyecto político a los hombres y mujeres de la sociedad que quiere gobernarse, a los que verdaderamente la construyen con su actividad cotidiana. Dicha integración no sucede en tanto tablas rasas a modificar, sino a partir de incorporar sus conocimientos, experiencias, trucos y tradiciones, en el proceso de formación sistemática concerniente a la fragua de la vida en común de las nuevas y verdaderas repúblicas (2015, p. 90).

Simón está convencido y, además, realiza un esfuerzo de educador por transmitir esa convicción: un buen proceso de constitución política requiere de una relación íntima, interna podríamos decir, con el esfuerzo de transmisión de Saber. La lengua y el gobierno, refiere, son elementos estrechamente vinculados. Por eso, ocuparse de la lengua de los americanos, entendida en términos muy amplios, como sinécdoque de sus instituciones, es una forma de ocuparse de su gobierno. Quien gobierne, entonces, para Rodríguez, tiene la responsabilidad de cumplir una función simbólica que no debe traicionar: la de interpretar la lengua hablada de los hombres y mujeres americanos, la de contribuir a la expresión y despliegue de su singularidad. Es esto mismo lo que expresa Rodolfo Kusch con la metáfora del corte de cabeza como solución impropia. El gran fracaso de las instituciones educativas americanas dominantes en la modernidad es que han ofrecido estrategias de formación que no tienen en cuenta las características de los pueblos que buscan educar: al contrario, se afanan por erradicarlas. 

En Sociedades Americanas, Rodríguez expresa claramente la necesidad de una alteración en la jerarquía de los asuntos de los que deben ocuparse las escuelas verdaderamente republicanas. La instrucción a la que debe dedicarse el esfuerzo educador no es la de producir letrados que consigan fácilmente empleos provechosos, puestos distinguidos con los que ubicarse convenientemente y acomodar también a su descendencia. La verdadera educación republicana, en cambio, debe ocuparse de forjar el “saber de las obligaciones sociales(2015, p. 52).

El “saber de las obligaciones sociales”: el saber de la parte del trabajo

Así, el objeto precioso de la tarea educativa que corresponde a la otra educación popular quedó plasmado en ese viejo texto, en el que Rodríguez decidió enfrentarse a las formas dominantes que estructuraron los modernos sistemas de enseñanza en el siglo XIX latinoamericano. Educar, para Simón Rodríguez, implicaba alterar la agenda de los asuntos escolares que se estaba estableciendo en las sociedades americanas de las que era contemporáneo. Comportaba transformar los principios, las instituciones y las prácticas que buscaban consolidar a la Nación de la representación política para atender, en cambio, las demandas de la Nación conformada en la constancia del trabajo compartido, de la carga común.

Transmitir el saber de las obligaciones sociales era la clave con la cual Rodríguez definía la justicia del quehacer educativo. De eso debía ocuparse la enseñanza en una verdadera república. De favorecer, acompañar, ampliar el proceso de subjetivación de los hombres y las mujeres de las sociedades americanas, que no podía entonces ser abstracto e indeterminado, sino que debía permitirles comprender sus historias, sus vidas y las de su gente; las de los grupos de los que formaban parte; conocer sus potencias y sus dificultades; advertir la singularidad de aquello que los mantenía unidos:para consultarse sobre los medios de satisfacer sus deseos, porque no satisfacerlos es padecer(2015, p. 92).

Transmitir el saber de las obligaciones sociales para evitar que, en el mero pasaje de puros conocimientos “sacados de la Enciclopedia por una sociedad de gentes de letras en Francia, y por hombres aprendidos en Inglaterra(2015, p. 116), las mujeres y hombres del pueblo permanecieran ignorantes de sí mismos, renegados de sus instituciones efectivas y de sus historias traumáticas. Ese saber: singular, variable, heterogéneo, que precisaba del momento de la instrucción y el de la técnica, pero parecía no alcanzar a resolverse en ellas. 

¿Será acaso ese mismo saber el que actualiza el trabajo constante de los movimientos sociales que sostienen las vidas de la mayoría en la Argentina contemporánea? ¿Será tal vez la naturaleza de ese saber —su singularidad, su heterogeneidad y variabilidad— lo que mantiene su insistencia, lo que impide su detenimiento en el tiempo en tanto lleva consigo el destino de los nuevos y la perdurabilidad de los grupos de los que son parte, de la parte del trabajo de la Nación? 


Bibliografía

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