Los ciclones tropicales son viejos conocidos en la Península de Yucatán; azotaban, según cuenta Stuart Schwartz en Sea of Storms, las costas del Atlántico desde mucho antes de que estas fueran habitadas por los primeros humanos. A lo largo del tiempo, las sociedades que han poblado estos territorios se han adaptado, con mayor o menor fortuna, a su paso cíclico. No obstante, el cambio climático y la industria porcícola que de unos años para acá ha sentado sus reales en la Península de Yucatán plantean nuevos riesgos al paso invariable de estos fenómenos naturales.  

A principios de junio de 2020, el paso de la tormenta tropical “Cristóbal” por la Península de Yucatán y las copiosas lluvias que trajo consigo –llovió en aquellos días casi la mitad de lo que llueve durante todo el año– encendieron las alarmas de las probables afectaciones al agua de los pueblos mayas. La posibilidad de que las lagunas de oxidación, usadas en las megragranjas porcícolas para verter los desechos de los cerdos, pudieran haberse desbordado por el paso del meteoro era una preocupación real, como lo informó Greenpeace una semana después del paso de “Cristóbal”. Los pobladores de Kinchil, Maxcanú y San Fernando, pueblos ubicados en el poniente del estado de Yucatán y en cuyo territorio se han instalado megagranjas porcícolas, se encontraban a la espera de poder acceder a sus zonas de cultivo para verificar las posibles afectaciones producidas en caso de que estas lagunas se hubieran desbordado, contaminando los suelos agrícolas con amonio y nitratos, presentes en los desechos de los cerdos. 

Las afectaciones por el paso de fenómenos hidrometeorológicos en lugares en donde se han instalado granjas porcícolas están lejos de ser un problema exclusivo de la Península de Yucatán. Los huracanes y tormentas tropicales no respetan las fronteras y límites que han creado los humanos. Como señala Matthew Mulcahy en Hurricanes and society in the British Greater Caribbean 1624-1783, estos han recorrido el Gran Caribe desde hace siglos dando forma a las ideas que tienen las sociedades caribeñas sobre la naturaleza y ciencia. De esta manera huracanes y tormentas tropicales no solo suelen impactar islas como Trinidad, Jamaica o Barbados, sino la costa este de Estados Unidos. En Carolina del Norte, una zona en donde también hay una boyante industria basada en granjas de cerdos, el paso de los huracanes del siglo XXI ha dejado tras de sí el desbordamiento de lagunas de oxidación liberando con ello al medio ambiente heces fecales y peligrosas bacterias resistentes a los antibióticos. Así sucedió con el huracán Florence que alcanzó la categoría 4 en la escala Saffir-Simpson y que en septiembre de 2018 dejó como saldo daños estructurales en seis lagunas de oxidación y otras 33 desbordadas. Los riesgos en el Caribe por el paso de estos fenómenos hidrometeorológicos parecen aumentar: recientemente investigadores de la UNAM advirtieron en una publicación aparecida en Climate Change de la posibilidad de que, producto del cambio climático, los huracanes pudieran intensificar su potencia y con ello provocar mayores afectaciones en la Península de Yucatán, algo que ya  habían señalado investigadores de la misma institución el año pasado.

Como ha sido expuesto por diversos estudios históricos, las condiciones sociales, económicas y políticas para que un fenómeno natural se convierta en un desastre se construyen a lo largo de tiempo. Paola Peniche documentó cómo la dependencia en el trabajo indígena y una red de camino precaria que hacían difícil la comunicación con la capital provincial Mérida, provocó que el paso de un huracán en 1785 por Bacalar se convirtiera en un desastre. El impacto del meteoro fue de tal magnitud que mermó las posibilidades españolas de defensa del enclave ante el avance de los madereros ingleses, quienes, mediante un tratado firmado entre España e Inglaterra al año siguiente, ampliaron sus permisos de explotación forestal y de esta manera consolidaron su presencia en la actual Belice. Según lo visto con el reciente paso de “Cristóbal”, los pueblos mayas se encuentran en una posición de vulnerabilidad que se ha construido en el pasado reciente a base de instalar megagranjas porcícolas, sin haber ningún diálogo de por medio, sin obtener el consentimiento previo y sin brindar la información precisa de los riesgos que esto implica; el impacto de los huracanes y sus posibles afectaciones no es algo que se haya discutido al interior de los pueblos mayas para poder tomar una decisión. 

En Sea of Storms, Schwartz también mencionaba la forma en que el sistema económico del Caribe en el siglo XVIII, basado en la agricultura de plantación, aumentaba la vulnerabilidad de las poblaciones al concentrarlas en las tierras bajas y cerca de los ríos, zonas que solían inundarse tras el paso de un meteoro. En aquellos tiempos eran los sectores más empobrecidos, principalmente las personas esclavizadas que trabajan en las plantaciones, quienes sufrían los impactos más severos y enfrentaban el “día después” con menos recursos. Esto parece hallar continuidad en la Península de Yucatán en tanto los pueblos mayas no sólo son marginados a la hora de tomar decisiones, sino que, en este modelo extractivo, serían ellos también quienes se verían más afectados por las consecuencias de esta acumulación de riesgos. La posible contaminación de sus aguas por el desbordamiento de las lagunas de oxidación es un riesgo inédito en la larga historia entre los mayas peninsulares y sus recursos hídricos.