Ensayo a cuatro manos (con el corrector ortográfico)

En estos días somos testigos de una nueva entrega de la saga Pandemia de Pasiones: corazón polarizado. En esta ocasión, los protagonistas —al menos los más vistosos— se confrontan sobre la pertinencia de contar con una instancia como Conapred, los límites de la libertad de expresión y las formas como los medios confrontan la diversidad sociocultural por sus pantallas.

Quiero argumentar, como hipótesis de trabajo, que nos enfoquemos no sólo en los componentes coyunturales más prominentes en la configuración de este relato, sino que ubiquemos cómo éste opera en relación con procesos políticos de más larga duración que funcionan como metarrelato, reforzando a su vez tendencias interpretativas sobre el mismo, y que, por lo tanto, orientan los posicionamientos sustantivos en la correlación de fuerzas constitutivas de nuestra realidad nacional actual. En particular, quiero enfatizar cómo el metarrelato sobre la polarización se monta en dinámicas de interacción social cuya complejidad trasciende por mucho el reduccionismo implícito en la caracterización binaria de las pugnas de poder actual en México.  

Por supuesto, esta afirmación de carácter preliminar no niega la existencia de disyuntivas bipartitas que generen auténtica polarización. Sin embargo, éstas existen en virtud del modo en que son narradas de forma excluyente —por actores y organizaciones— bajo una lógica binaria respecto a la cual las audiencias (internautas) deberían optar, ya sea por una posición X o una Y. Por ejemplo, si, en este caso, hemos de optar por A) la existencia del Conapred o bien su extinción; B) si suspender/reubicar del aire un programa de HBO es o no es censura; C) si la autorregulación implica, o no, sucumbir al régimen de lo Políticamente Correcto (PC). No obstante, como espero poder ilustrar, aunque sea de forma muy básica, burda y pelada, en su conjunto, esas disyuntivas binarias, son reduccionistas y son, cuando se les plantea cómo únicas opciones en las distintas esferículas públicas nacionales, constitutivas del efecto de polarización y no, en última instancia, un atributo esencial de la coyuntura actual. Aclaro que, dado el formato de este espacio, no es posible atender en esta versión los muchos puntos sustantivos que se derivan de cada inciso aquí enunciado. Sólo puedo sintéticamente afirmar que estoy claro que esta administración federal ha cometido muchos errores, expresado muchas contradicciones al tiempo de estar teniendo aciertos históricos. 

 

Episodio 1: pandemia de pasiones

El episodio comenzó el jueves 18 de junio pasado con un clásico —cold open— en que Andrea Macisse presenta su renuncia como titular de Conapred después de que el presidente López Obrador manifestara la necesidad de revisar la conveniencia de contar con diversos organismos descentralizados tal como el Consejo fundado por Gilberto Rincón Gallardo, que en algunas instancias podrían resultar redundantes para la eficientización estatal. 

Dos días antes, el Conapred tomó la constructiva iniciativa de armar un conversatorio con distintos personajes de la escena artística y mediática nacional (Tenoch Huerta, Maya Zapata y Alejandro Franco y Chumel Torres) para dialogar —pues no comparten las mismas perspectivas— en torno al tema de la discriminación (racismo y clasismo) en México. El foro fue suspendido por la misma institución anfitriona argumentando que dadas las criticas en Twitter y otros medios contra la presencia del influencer en tal mesa, el ejercicio resultaba insostenible. Entre las varias voces que airearon su desaprobación por medio de tweets respecto a la composición del foro se encontraba la primera dama, Beatriz Gutiérrez Müller. La presencia de Chumel Torres en dicho espacio resultó —comprensiblemente— disonante para Gutiérrez Müller pues el influencer llegó a referirse al hijo menor de la pareja presidencial como “chocoflan”. 

Para el día 17 de junio el presidente López Obrador intervino en el hilo de la conversación pública al cuestionar la pertinencia de la participación de CHumel Torres (CHT) en dicho conversatorio: “Es como si para un foro de derechos humanos se invita a un torturador, es el colmo que esto suceda». El día 18 añadió: “Claro que se tiene que combatir el racismo y se tiene que combatir la discriminación. Pero no crear un organismo para cada demanda de justicia: un instituto para adultos mayores, un instituto para personas con discapacidad, un instituto para la radio y la televisión, un instituto para la regulación energética, otro instituto para regular el gas, otro instituto para la transparencia […]”.

Interesante, pero no: el grueso de la atención pública se encontraba fijada en el otro pliegue de nuestra historia.

 

Epsiodio 2: “Al poder nunca le voy a pedir perdón”

Como reacción a los múltiples señalamientos hacia el YouTuber de ser apologista de la discriminación, el viernes 20 de junio, HBO argumentó en un comunicado de prensa que mantendrá fuera de sus pantallas al conductor mientras realiza una investigación para determinar la veracidad y gravedad de las acusaciones. Y agrega “HBO Latin America es reconocida por llevar a la pantalla producciones que generan reflexión y promueven la discusión de temas cruciales en nuestra sociedad, como la diversidad, la inclusión y la no-discriminación”. El gesto de HBO es adecuado, aunque tardío y francamente desconcertante. 

Una revisión somera del estilo y sentido de las intervenciones habituales de ese comentarista deja en claro que en su perfomance juega imprudentemente al combinar crítica social —en muchos casos legitimas y relevantes— con descalificaciones ad hominem —de corte clasista, machista y racista— que suelen potenciar la punch line de su discurso humorístico. Buena parte de ese discurso moviliza ecos residuales de la humorística nacional que invoca desde el chacoteo de arrabal, hasta referencias a la obra de Héctor Suarez, el Caballo Rojas, Polo Polo, Víctor Trujillo o Eugenio Derbez. 

Está de más señalar que el elemento presumiblemente transgresor de ese discurso reside precisamente en las connotaciones homófobas, misóginas y racistas que produce. Sentidos que son constitutivos de su encanto y el gozo catártico que pueden producir. Sin embargo, en el trabajo de los escritores de Chumel, el programa de HBO, no es posible reconocer en pleno, ni el ingenio, ni la inventiva o maestría que despliegan esos comediantes en sus elaborados chistes: o sea las observaciones sagaces, sutiles, a veces inusitadas, sobre las muchas contradicciones que la modernización nacional impuso sobre las diversidades socioculturales en México. Estos chistes también movilizan disruptivamente una carga afectiva que participa de la normalización de prejuicios y odios que se proyectan como la celebración denigrante y nostálgica de una ordenanza que nunca fue y que reifica el orden jerarquizante de las identidades, según el mandato de un ethos heteropatriarcal (¿criollo? ¿mestizo?), incluyendo por supuesto la auto percepción de los sujetos del performance

Parte del éxito Chumel radica en el balance precario que logra en sus rutinas al invocar eficazmente los ecos de la picardía nacional y actualizarlos con una suerte de sensibilidad millenial que se debate entre las ruinas aún destellantes de Televisa, los parques emergentes de diversión en línea como YouTube o Tik Tok y las fantasías del entrepreneurismo aspiracional (“¿del qué?”).

Y claro, la legitimidad en ese espacio difícilmente es alcanzable sin transcodificarse en pro-diversitario (¡seas mamón!), o sea, hacerse pasar por alguien inclusivo, respetuoso de la diversidad así como de la diferencia identitaria, al tiempo que mantiene la convicción de que el carácter racista, clasista o misógino en varios componentes de su discurso es un efecto de la imaginación de quienes —como el Conapred— montan cacerías de brujas, pues se consideran policías de lo políticamente correcto por el puro gusto de sentirse moralmente superiores al vulgo. “Si se ofenden, no es mi pedo. Échenle ganitas, la libertad de expresión está de mi lado” se infiere de sus posturas. Claro, esto tiene el efecto de validación que le permite exhibirse como un paladín de la causa liberal que lucha en la cruzada contra la tiranía de lo políticamente correcto. En el anuncio promocional de la actual temporada del late night, Chumel decía:

“Dejando a un lado lo políticamente correcto, y siempre respaldado por una investigación profunda, los temas que Chumel analizará durante la nueva temporada generarán más debate y controversia, siempre a través del humor”. HBO

 

Episodio 3: ¡Genial HBObebé! Pero sigo esperando la investigación profunda y sobre todo, el humor.

Llámenme amargado o miope, pero por más que busco reírme con Chumel como me he reído con Chris Rock, Dave Chapelle, Sarah Silverman, Wanda Sykes, Nora Huerta, Víctor Trujillo, Ricky Gervais, o por qué no, el monumental sentido del humor de Nannette, no lo logro. 

Me temo que las contradicciones malabaristas del programa de Chumel —la inconsistencia de los valores de producción manifiestos en una rutina humorística persistentemente ramplona y de pastelazo— juegan ahora en su contra y devienen en un retozo difícil de mantener de forma legítima. Especialmente en esta coyuntura marcada por pandemia de SARS-CoV-2. Una coyuntura convulsa en la que se articulan formaciones emergentes de interdependencia sanitaria y crisis política global. Un momento en la que se exacerban las diferencias y con ello la injusticia de los intercambios desiguales entre Norte-Sur y Sur-Sur. Pero también una situación en la que se exacerba el hartazgo generalizado con la dinámica histórica en la que el infortunio de muchos ha venido produciendo el privilegio de unos cuantos. Sobre esa dinámica se monta complementariamente la violencia simbólica que las prácticas humorísticas reproducen —las más de las veces— de forma irreflexiva y que en el caso del talkshow de HBO se hacen insostenibles. Fundamentalmente por razones de carácter pragmático y, en menor medida, de carácter ético.

Warner Media (HBO, TNT, CNN, Warner Bros, etc.) sabe bien que con la irrupción de #Soy132, la #MeetToo, la Ola Verde y las protestas trasnacionales del #BlackLivesMatter de las últimas semanas, la tarea de recalibrar y alinear —local y globalmente— sus políticas de producción de contenidos acorde al Zeitgeist emergente se convierte en un deber capital.

Los ejecutivos de HBO —campeones del interculturalismo corporativo de las industrias culturales —están claros sobre la necesidad estratégica de consolidar su marca en el mercado latinoamericano tal y como lo ha hecho en otras latitudes desde que surgió en NY en los años 70. Es decir, vinculando su marca con atributos como la calidad en sus valores de producción audiovisual, la vanguardia estética y la inclusión de visiones progresistas, basada en la provisión de servicios a nichos Premium y A/B, más que con agendas estructurales de corte redistributivo o de justicia social (ver CNN). Concretamente, sus centros de operación estratégica ubicados en el triángulo Buenos Aires, Sao Paolo y CDMX han fungido como la matriz de contenidos y series de ficción que epitomizan lo sueños húmedos de la intelligentsia metropolitana de la regiónEpitafios, Mandrake, Filhos do Carnaval, Pi, Alice, Capadocia, Sr. Ávila, entre otros. 

Todas estas series recogen y expanden el trabajo de extensas redes regionales de artistas, productores y gestores que, aprovechando el boom de la economía naranja, pudieron potenciar el trabajo histórico de organizaciones de la sociedad civil que a nivel local posicionaron agendas reformistas en las políticas culturales de corte inclusivo y ecológico. Entramados temáticos singulares y estéticas originales irrumpieron en espacios donde cinematografías y dramaturgias marginales habían incursionado formando foros minoristas que dieron visibilidad a relatos en los que personajes femeninos, indígenas, afro, queer y trans son protagonistas de la lucha por el derecho a la vida digna en contextos donde dictaduras y gobiernos neoliberales normalizaron la discriminación, el despojo y la impunidad. Si bien el programa de Chumel ha jugado nominalmente una posición equivalente a la del comentarista y comediante inglés John Oliver o Bill Maher, en la práctica bajo ningún parámetro racional podrían equiparárseles. Por ejemplo, en términos formales, los programas de Oliver y Maher son, por mucho, superiores:  consideremos 1) la suprema calidad de la escritura, 2) la profundidad del análisis coyuntural, 3) la sofisticación de la sátira, 4) el espectro amplio de temáticas comentadas, 5) la capacidad argumentativa e histriónica para entablar entrevistas, diálogos y discusiones con interlocutores de primer nivel intelectual, 6) Incluso la capacidad de hacer mofa real de sí mismos, 7) etc. Además, en este ejercicio de comparación habría que considerar los contrastantes esquemas mediáticos que responden a configuraciones histórico-culturales distintas que dieron cabida a regímenes de libertad de expresión muy disímiles. El corolario: “Chumel is not HBO, its old rotten TV, bebé”

Pandemia de Pasiones: Gone with the wind

Actores nacionales se confrontan sobre el affaire Chumel, a unos días que HBO anunciara la reubicación, al interior de su esquema programático, del clásico filme de 1939 —y la película más taquillera de la historia— Gone with the wind. Esto a partir de los señalamientos del escritor John Ridley, guionista de Twelve Years a Slave, quien al enfatizar que esa película “[…] glorifica e ignora los horrores del esclavismo […] y perpetúa algunos de los más dolorosos estereotipos sobre la gente de color”, sugirió sacarla temporalmente de las plataformas de HBO. De acuerdo con la revista Wired las aireadas respuestas de la alt-right norteamericana no se hicieron esperar tras el anuncio de HBO. Breitbart News declaró: “STOP the censorship, you Orwellian statists!” “The Woke Taliban have won”. Como respuesta a esta petición, HBO expresó que:

These [racist] depictions are certainly counter to WarnerMedia’s values, so when we return the film to HBO Max, it will return with a discussion of its historical context and a denouncement of those very depictions, but will be presented as it was originally created, because to do otherwise would be the same as claiming these prejudices never existed.” 

Habrá que esperar para ver cómo termina por estabilizarse este diferendo. Por lo pronto, resulta fascinante vislumbrar las formas en que las mediaciones digitales facilitan ciertos tipos de procesos de correspondencia transnacional. En México y en la región, el affaire Gone with the wind tambien produjo reverberaciones que reavivaron el debate en tono a la censura, el arte, la libertad de expresión y lo polícamente correcto. En el escenario nacional, diversos actores —tanto progres, liberales y conservadores— expresaron de inmediato por Tweeter y FaceBook su adscripción por la defensa de la libertad de expresión, alineándose con el sentir de liberales y neoconservaores norteamericanos, quienes vieron en el gesto de HBO la indefectible evidencia de los excesos nocivos del régimen PC (Políticamente Correcto). Aquí la chiripa —la alienación de intereses emblemáticos de campos políticos opuestos— sin duda es irónica, aunque no necesariamente monstruosa y mucho menos inusitada. La extrema derecha, progres y liberales —cuando los astros lo permiten— comparten un enemigo en común: lo políticamente correcto (PC). 

La piñata de lo Políticamente Correcto

Stuart Hall en los años ochenta relata haber escuchado por primera vez con mucha fuerza el término PC en el ámbito universitario norteamericano. La historia sobre los usos de la etiqueta en ese país es fascinante. Los organizadores de una conferencia que él impartiría le advirtieron que fuera cauteloso pues recién electo Reagan, la derecha había formado comités de monitoreo en ese campus con la finalidad de observar a los conferencistas y tomar nota y vigilar no se manchara el halo de la Constitución Norteamérica. En ese contexto, “lo políticamente correcto fue sin duda parte y pedazo del contragolpe que los ochenta dieron a los sesenta. La derecha y la mayoría moral trataron de prescribir lo que podía ser pensado y dicho en los salones de clase. Para Hall el terror comenzó cuando constató en carne propia que “los herederos de la libre expresión y del radicalismo liberal de los sesenta [¿la izquierda, acaso?] apropiaron estrategias asociadas a la derecha radical, a la seguridad de Estado o a la izquierda autoritaria. Los únicos argumentos en contra vinieron de la fracción más endeble del liberalismo clásico.”

 Y aquí lo más sugerente: “lo políticamente correcto parece ser típico de las sociedades en las cuales se han erosionado los partidos de masas como forma política, ha disminuido la participación en movimientos políticos de masas y se ha debilitado la influencia y el poder de los `viejos´ movimientos sociales de la clase obrera y la mano de obra industrial. La gente se ha vuelto más `políticamente correcta´ en aquellos lugares donde la política se ha desplazado hacia los `nuevos movimientos sociales´, suelo fértil donde lo políticamente correcto florece. Estas cosas nos hablan de una transformación sísmica en toda la topografía política.” Lo políticamente correcto, dice Hall es, también característico de la emergencia de las “políticas de la Identidad”. Una emergencia que anuncia inflexiones socio políticas cruciales en el mundo anglosajón y que también codicien con la consolidación institucional del feminismo, el antirracismo y el giro lingüístico en las humanidades y ciencias sociales: “lo personal es político” sería el estandarte que encapsula el axioma central de esas políticas.  Orientaciones que fueron centrales en la popularización de la demanda de igualdad y justicia más allá de la categoría de clase, pues esta obturó por demasiado tiempo las inequidades producidas históricamente por el heteropatriacado blanco. Todo esto al ritmo de Michael Jackson, las risas provocadas por Eddie Murphy y Bill Cosby; y las lágrimas que nos robaron Whoppie Wolberg y Oprah Winfrey. El neoliberalismo también trajo muchas lindas y coloreadas sorpresas.

No hay espacio aquí para abundar sobre las múltiples consecuencias que ese cambio paradigmático en lo político representó para muchas esferas de la vida occidental y para las modalidades en que la globalización —de las industrias y políticas culturales anglosajonas— exportó las imágenes y sonidos de las políticas afirmativas al estilo MTV y CNN. Tal y como una hamburguesa de McDonald’s, la etiqueta de lo Políticamente Correcto no viaja bien, y mucho menos si tiene que atravesar el desierto de Sonora. 

Digamos que lo PC no habría tenido demasiado éxito con Cárdenas, Vasconcelos o Bonfil Batalla: especialmente cuando el tema de la discriminación era codificado ambiguamente entre un clasismo pigmentado y la diferenciación entre el origen urbano vs el rural. Tizoc, Cantinflas, Memín Pinguín, la India María, María Isabel, María Mercedes y el Negro Tomás son imágenes emblemáticas del estado de las políticas de la interculturalidad en México cuando lo PC fue entregado por DHL o cablevisión.

A 35 años de la popularización de esa etiqueta, lo PC ha sido expuesto a todo tipo de hibridaciones y reconfiguraciones. Puede significar muchas cosas, pero a juzgar por los muchos indicios que he podido observar, y que han estado patentes en las controversias recientes sobre Roma y Yalitza Aparicio (por nombrar un caso de muchos), lo políticamente correcto en México tiende a significar de forma negativa vigilancia y control nominalsustantivista. O sea, el ímpetu vigilante de las buenas conciencias que buscan acusar el menor resbalón lingüístico de cualquier bien intencionado liberal o progre para sentenciar: “!RACISTEE¡ ¡MISÓGINIX! ¡HOMÉFEB@!”. El gesto, por supuesto, es cordialmente devuelto con un dilapidante “PINCHE CHAIRA PATARAJADA TORTILLERA ARDIDA, PONTE A TRABAJAR”. 

¿Suena familiar? Sólo dense una vuelta por Twitter para apreciar en franco esplendor la batalla campal entre los detractores de Chumel contra sus incondicionales y aliados. Quienes, además, están convenidos que (“no me consta pero qué raro que”) AMLO levantó el teléfono para dar la orden a AT&T para que expulsaran a Chumel de HBO.

Verán, en esas plataformas, cómo el discurso sobre la polarización fagocita estas conflictivas interacciones, reforzando la idea de que el país está dividido —en esta instancia singular— por meras sutilezas del lenguaje. En ese marco se tiende a confundir (A) las demandas legítimas y necesarias de re-dignificación identitaria mediadas por el uso militante del lenguaje con (B) un afán autoritario y censor —que si bien puede aparecer en algunas expresiones minoritarias— no es la regla en muchos de las colectivas y grupos que organizan sus demandas de justicia ambiental, económica y laboral bajo el eje identitario. De forma análoga a como en Estados Unidos los liberales más recalcitrantes tienden a pensar lo PC como sinónimo de censura y/o autoritarismo, en México qué mejor piñata del autoritarismo en ciernes que Andrés Manuel López Obrador. Para los “vengadores de la democracia (sin adjetivos)” y la “izquierda moderna” (a cabrón) el performance de AMLO es esencialmente autoritario, regresivo, ignorante, ingenuo y por qué no, pendejo. (¡Oye apá, si AMLO es pendejo ¿EPN como qué sería tónces? A fucking genius, my son! A fucking genius).

El punto nodal es señalar la impostura del discurso que quiere confundir a las postulaciones legítimas antidiscriminatorias, anti-racistas, anti-machistas- anti-transfóbicas, anti-homofóbicas y anti-clasistas, con el lado oscuro y retrógrado de lo políticamente correcto, estigmatizando a los actores y a sus demandas que son diversas y heterogéneas. Ese discurso produce estereotipos destructivos, maniqueos, simplistas, pero sobre todo, violentos (“Sí, pero ella me dijo fifí primero.” “Aaaaaah, okei!”). Aunque con muchos matices, concuerdo con Braulio Peralta: no es Chumel Torres, es México. La petición por una auto regulación empática a la vez estratégica es legítima cuando se le exige a HBO a repensar sus políticas de producción. Leer el gesto sólo en clave de censura, es miope por decir lo menos.  (“¿Me estás diciendo ciego, idiota?”)

Nos encontramos viviendo, todes, en un momento extremadamente delicado. En el plano nacional, México no ha logrado superar las múltiples convulsiones históricas que la conformaron como nación. Uno de los ejes más traumáticos de esa implosión está íntimamente vinculada con el machismo y con el racismo, prácticas que estructuran el lenguaje con el que le damos sentido a nuestra vida. La espiral de violencia sistémica de la que han sido partícipes, el Estado, la iniciativa privada, el crimen organizado y muchas otras organizaciones y comunidades sociales en México ha sido realizada desde la articulación persistente que la discriminación habilita en el ejercicio cotidiano del poder en todas las esferas de la vida nacional. Es crucial que trascendamos el reduccionismo lingüístico —el anverso de PC— que simplifica al discurso de odio sólo a la enunciación de palabras y entendamos de una vez por todas la dimensión performativa del lenguaje: es decir, las complejas relaciones que existen entre el decir y hacer, las implicaciones éticas que esto involucra para la praxis tanto de la democracia como de la justicia, es decir de la ciudadanías que necesitamos si hemos de producir una normalidad realmente nueva en los próximos días. 

Hoy no basta con decir “defiendo el derecho de X, aunque no esté de acuerdo con él, a profanar a comunidades y grupos enteros de personas que históricamente han sido sobajadas”, cuando es ese discurso el que constituye a las practicas violentas de odio.  El discurso que defiende esta postura no le hace ningún favor al liberalismo en su conjunto y mucho menos al liberalismo radical que tanto nos urge desplieguen quienes abogan por la libertad de expresión. Ese valor supremo, es una abstracción inútil cuando se deja en los blogs, en las discusiones y en los rituales de salón. Toma, sin embargo, trascendencia cuando somos capaces de ponderar de manera contextual y coyuntural, no si se ha de aplicar la censura excluyente, represiva y autoritaria, sino más bien cómo y desde dónde se ha de permitir y validar la elocución performativa del discurso de odio. 

Yo defiendo la libertad de Chumel, y también la de muchos otros personajes públicos, para decir lo que quieran y puedan. Pero lo que ha dicho y cómo lo ha dicho no es cualquier cosa. No en un país y en una región donde las prácticas de odio nos han costado tantas vidas, tanto sufrimiento y tantos recursos. Si la emergencia del neozapatismo, el triunfo electoral de Morena, así como las muchas otras rebeliones existentes en nuestro territorio, no nos dice algo sobre el hartazgo acumulado respecto a las micro y macro violencias sistémicas, la crisis entonces es mucho más profunda de lo que convencionalmente imaginamos. Entonces, no confundamos las prácticas ortodoxas, tanto de la derecha como de la izquierda, históricamente vinculadas a la etiqueta “Políticamente Correcto” con las políticas progresistas estereotipadas con ese término que —con contradicciones importantes— han generado cambios radicales en el ordenamiento global. Si nos referimos a la primera acepción, entonces sí que “chingue a su padre lo políticamente correcto”.