1

Es casi un lugar común: a pesar de sus defensores y opositores a ultranza, el gobierno de la autoproclamada Cuarta Transformación ha tenido tanto errores como aciertos. El inventario de unos y otros puede variar según consideraciones ideológicas, pero aquí me importa más pensar en lo intrincados que son los procesos de acción política, más allá de la propaganda, en pro o en contra, maniquea y reduccionista por naturaleza. Entre otras cosas, me preocupa que algunas decisiones gubernamentales sean tomadas, al menos en apariencia, con mucha celeridad y con un afán efectista. Me preocupa, pues, que en su ansia transformadora el gobierno actual reduzca la complejidad de ciertos fenómenos con tal de proponer soluciones que, sin resolver necesariamente los asuntos de fondo o considerar de lleno sus matices e implicaciones, le otorgan una victoria fácil. Un ejemplo, a mi ver, fue la sonada eliminación de fideicomisos, sin que pareciera haber una revisión caso por caso, para ver en cuáles esa figura legal y fiduciaria era realmente útil o pertinente, y no un espacio desregulado de malas praxis económicas. 

Parte de los aciertos de la 4T se relaciona con su intención —genuina, según creo— de mejorar las condiciones apremiantes de la clase trabajadora. Una medida que apunta hacia esa dirección es el combate al outsourcing, y en general a toda forma de empleo que busque encubrir la relación laboral, de manera que el empleador se vea librado de cumplir con sus obligaciones, como otorgar a sus trabajadores todas las prestaciones establecidas por la ley (seguridad social, vacaciones pagadas, aguinaldo, etc.). La imagen de ese empleador desleal, según se desprende del discurso gubernamental, es la del empresario ambicioso, que se opone a las reformas necesarias porque atacan directamente sus intereses, imagen de la que es fácil encontrar notorios ejemplos entre los detractores de la 4T. La cosa es que también entre sus aliados, como Ricardo Salinas Pliego, o dentro del gobierno mismo, algo que se reconoce sólo con dificultad, y mientras se culpa a las administraciones pasadas. En ese panorama, había que tomar al toro por los cuernos y ponerle fin a esas prácticas, dentro y fuera del Estado. Todo muy bien, aunque habría que estar muy pendientes de la aplicación efectiva (y sin excepciones selectivas, motivadas por alianzas políticas) de tales reformas. Con todo, algo que no parece haber sido tomado en cuenta es que podían existir situaciones —y quizá no tan escasas— en las cuales la contratación fuera de nómina pudiera ser beneficiosa para el trabajador mismo. Que hubiera casos incluso en que la cancelación de esa posibilidad tuviera duras consecuencias para la estabilidad económica de algunos trabajadores.

2

Mi madre trabajó durante los últimos catorce años en la UACM. Conjugar el verbo en pasado me produce extrañeza: a menudo la gramática va por delante nuestro. No la reconozco en el pretérito, porque mi madre es de esas profesoras entregadas a su labor, y en la UACM encontró el mejor cauce para esa tenacidad. Antes de llegar allí —antes siquiera de que la Universidad existiera—, trabajó por 30 años en la CECyT Luis Enrique Erro, la vocacional núm. 14 del Poli. A pesar de ser aún bastante joven, decidió jubilarse, no con la idea de dejar de trabajar, sino para cambiar un poco de aires. El ambicioso (y necesario) proyecto de la UACM, naciente en ese entonces, fue ese oxígeno. Como era jubilada, al igual que varios profesores más que se integraban a la Universidad, se les ofreció la alternativa de unirse al equipo docente, con las prestaciones pertinentes y con contrato de por medio, pero sin homologarlos con el resto de los profesores de nómina. Esto quiere decir que sus pagos se realizaban mediante recibos de honorarios, y que no se les ofrecía, por ejemplo, seguridad social, en el entendido de que gozaban ya de ella en tanto jubilados, aunque sí otras prestaciones. Las dos partes se veían beneficiadas por ese acuerdo: la UACM pudo contratar así a profesores con mucha experiencia, que contribuyeron enormemente a la cimentación de su proyecto educativo; ellos, a su vez, encontraron —además de una mayor estabilidad económica que les permitió, en el mejor de los casos, planear una vejez más digna o más gozosa— un espacio donde continuar sus proyectos de vida. 

En la cancelación a rajatabla de toda contratación por tiempo completo en cualquier esquema semejante, mi madre y varios de esos profesores tuvieron que tomar una decisión difícil: o renunciar a la Universidad o poner en suspensión las pensiones para poder ser contratados «plenamente» (cómo hacer el trámite correspondiente, en los tiempos demandados, y en medio de una pandemia, es otro tema). En un mundo neoliberal, confío en no tener que decir mucho, o casi nada, para explicar por qué todos los abogados consultados por mi madre le desaconsejaron enfáticamente la segunda opción. Sin embargo, más allá de peligros legales y burocráticos, para mi madre allí también se jugaba algo simbólico: esa pensión fue algo por lo que trabajó ya 30 años; ponerla en suspensión parecía darle un poco la espalda a ese trabajo. No sé si hizo bien o hizo mal en términos absolutos. Confío en que fue la mejor decisión para ella, aunque habrá otros profesores, en situaciones distintas, que hayan optado por la opción contraria. Más allá de eso, sí tengo algunas certezas: que la Universidad, por ejemplo, no debió permitir que esos profesores, a quienes les debe tanto, afrontaran una situación así en medio de la crisis que estamos viviendo. De alguna forma, intuyo, lo saben las autoridades. Quizá por ello actuaron con esa frialdad burocrática, con esa aséptica celeridad, con esa cortedad impersonal de oficios enviados por e-mail, toscos y sin apertura al diálogo, sin un gramo de solidaridad. 

3

La UACM opera bien distinto a las grandes universidades públicas de esta ciudad y este país. Sin examen de ingreso, considera que todos los aspirantes registrados deben contar con las mismas oportunidades. A pesar de ello, puesto que no puede acoger a todos aquellos que solicitan matricularse, hace un sorteo ante notario público, el cual arroja los nombres de los aceptados. Quienes se quedan fuera son anotados en una lista de espera y tienen la oportunidad de ingresar en el siguiente ciclo. En parte por lo anterior, las élites del mundo académico tienden a menospreciar su nivel educativo: a la ciudad letrada le incomoda una universidad así, donde la meritocracia parece de entrada tener menos espacio. Además, no existen métodos coercitivos para obligar a los estudiantes a terminar la carrera en un tiempo determinado. Ello ha resultado, es cierto, en un bajo índice de egresados (aunque habría que pensar bajo qué criterios se emiten esos juicios, y comparar ese índice con los de otras universidades en sus primeras décadas de vida), exasperante para esas personas preocupadas porque sus impuestos sean muy bien empleados, y más si van a usarse en algo como la educación pública. No sé si sean pocos o muchos los egresados de la UACM, pero me consta que sus «peculiaridades», si bien buscan crear lógicas alternas a las dictadas por la productividad neoliberal, con la idea de volverse un espacio más democrático y hospitalario, no implican, en lo absoluto, que tales egresados posean un bajo nivel académico. Una afirmación de ese calibre no puede sino ser falaz, puesto que nace del prejuicio. En cambio, es momento de que valoremos el más grande proyecto de enseñanza pública a nivel superior que se ha impulsado en el país en las últimas décadas, uno que además ha sido fundamental como proyecto social, no sólo por lo que representa para su estudiantado y sus comunidades, sino por otros proyectos que ha impulsado (como el de brindar educación superior a presos).

Errores ha habido, qué duda cabe, unos compartidos por tantos proyectos de autonomía educativa que no desean jugar el mismo juego autoritario de siempre, otros presentes en casi toda estructura necesariamente burocratizada, otros que son nuevas apariciones de los viejos fantasmas de la educación pública. La Universidad, presionada por la nueva administración, está haciendo un gran esfuerzo por enmendar esas y otras situaciones, y sé que la nueva rectora tiene un gran respaldo de la comunidad por su compromiso en esa dirección. Con todo y la buena ventura que le deseo, vuelvo a dejarle mi reclamo: por más duras que puedan haber sido esas presiones, existían otras maneras, si ya no de proteger, al menos de acompañar a esos profesores.

4

En uno de sus poemas más conocidos, «Digging» («Cavando»), Seamus Heaney traza una genealogía familiar del trabajo, a la vez continuada y rota por él y su pluma. Mientras escribe, con esa prótesis dactilar y entintada, escucha a su padre cavando, y rememora toda la tierra que esa otra prótesis, paterna y muscular, ha removido de su sitio en busca de papas —un símbolo, tan andino como irlandés, de lo nutricio y lo modesto—. Su padre y una pala. Y el padre de su padre: cómo sacaba turba la pala de su abuelo, nos dice. Así cierra el poema (la traducción es mía): 

El frío olor de las papas, de su moho, el chapaleo 
en la turba ensopada, la brusquedad del filo
tajando las raíces, me vuelven a la mente. 
Mas yo no tengo pala 
para seguir a hombres como ellos. 
Entre el pulgar y el índice 
descansa la pesada pluma. 
Voy a cavar con ella.

El trabajo intelectual como un trabajo que puede, si dedicado a lo nutricio, compararse con las labores que nos dan sustento. Esa es, entre otras, la lección de Gramsci: la importancia fundamental que el trabajo intelectual tiene en nuestras sociedades. El trabajo intelectual no es completamente abstracto. Si así fuera, estaría completamente disociado de la vida social; en cambio, el trabajo intelectual, al menos según Gramsci, opera al nivel mismo de la infraestructura: transforma, para bien o para mal, las potencias humanas que dan forma a la sociedad. 

En un mundo donde el trabajo intelectual, en manos de un cognitariado precarizado que, en busca por la supervivencia, se engancha en las dinámicas avasallantes del neoliberalismo (y sirve a ellas), la educación —cierto tipo de educación— es quizá uno de los pocos sitios donde el trabajo intelectual puede seguir siendo un espacio de encuentro y de futuro compartido.

5

Más de una vez, mi madre me ha dicho que no supo del todo construir la vida profesional que hubiera deseado. «Pasaron y pasaron los años, y yo sólo me dediqué a dar clases». Por un lado exagera. Ahí están su bello libro sobre Villaurrutia, sus trabajos sobre Revueltas, o su constante participación en las mejoras de planes educativos, en el Poli y en la UACM, entre muchas otras cosas que el «sólo dar clases» no incluye en lo absoluto. No obstante, al mismo tiempo sus palabras, más por venir de alguien tan comprometida con su trabajo, son un reflejo triste de cómo valoramos socialmente el trabajo educativo. 

Una vida dedicada a enseñar a leer; a enseñar a escribir. Una vida dedicada al crecimiento de los otros. Una vida que crece en esa dedicación.

6

Yo no tengo padres o abuelos que empuñaran palas. Mi historia familiar —al menos la reciente; al menos esa donde encuentro una genealogía como la de Heaney— es más un pizarrón que un campo de labranza. Un pizarrón rayado por las manos de mi abuela, que fue normalista y trabajadora social, y que dio clases de primaria hasta sus casi setenta años. Rayado por las manos de mi padre, que dio clases de Historia, a veces a siete grupos por semestre, cada tarde durante más de tres décadas, a veces mañana y tarde; que dio clases de Historia en resistencia a un mundo más y más tecnocrático, en busca devolverles a las generaciones que pasaron por sus aulas una agencia, cada vez más difícil. Rayado por las manos de mi madre, durante casi 50 años de trabajo docente.

Un pizarrón. Cavar en él.