En Twitter y Facebook aprendes sobre lo que incomoda a la gente, lo que la pone contenta, lo que la indigna. Y en este sentido, me intrigan los recientes comentarios que se han escrito en redes sociales respecto a Blonde, el último filme sobre Marilyn Monroe que Netflix produjo. En particular, me llama la atención la recurrencia con la que los detractores de la película invocan una supuesta oposición entre ficción y realidad para subrayar que se trata de un guion basado en la novela biográfica de Joyce Carol Oates. Y como una novela es, claro está, un relato de ficción, la película no podría guardar relación alguna con la realidad del sujeto biografiado. «No es una biopic!!! Está basada en un libro de ficción!!» es el grito que leo en casi todos los comentarios sobre la película, como si la conciencia de saberse ante una ficción preservara las imágenes sublimadas que los decepcionados espectadores tienen sobre el personaje. 

Estos comentarios no sólo sugieren que la biopic es un formato cercano a la realidad (si algo es biográfico, hay verdad [histórica] en ello), sino que la ficción con la que asociamos a las novelas automáticamente las coloca en el plano de la invención, en un sentido más cercano a la mentira, en franca oposición a la realidad. Hasta donde yo sé, filmes históricos y biográficos se estrenan todos los años, pero pocos generan respuestas tan contundentes en relación a sus fuentes de origen y a sus atribuciones de verdad. ¿Existen películas menos verdaderas que otras? ¿La novela y la biografía son incompatibles? ¿Será que invocamos a la historia y a la verdad cuando nuestras ilusiones se ven amenazadas? ¿O será, acaso, que el choque entre nuestras expectativas sobre el sujeto histórico y las imágenes incómodas de Blonde es lo que provoca este tipo de respuestas sociales? 

Curiosamente, la biopic, ese subgénero cinematográfico que los internautas reivindican como el opuesto de la novela, es un producto cultural directamente ligado con la literatura y sus convenciones. Recordemos que si la historiografía tiene atribuciones de verdad, es porque deliberadamente se separó de la tradición literaria para constituirse como disciplina científica y positivista. Antes del siglo XIX, la historia era un género que cualquiera podía practicar porque no había distinciones claras entre lectores y escritores. Todos podían escribir relatos sobre el pasado histórico porque la literatura es compatible con todos: surge de la necesidad humana de expresar y compartir experiencias que nos ayudan a crecer, a aspirar, a vivir. Escribir en cualquier tiempo verbal era, pues, una práctica común y no regulada, y que sólo empezó a cambiar cuando la noción de historia se sometió a cuestionamientos epistemológicos que se alejaban del impulso poético y creativo de la literatura: ¿Cómo los historiadores pueden saber cosas sobre el mundo del pasado? 

Así, la institucionalización de la historia no sólo se desmarcó de las prácticas que le permitieron nacer, sino que su legitimación como «ciencia» prescribió metodologías y objetos de estudio autorizados, es decir, sujetos apropiados para el estudio de la historia. En este sentido, la historia comenzó a centrar sus investigaciones en la manera en la que la acción de los grupos sociales instigaba el cambio histórico, y el relato sobre las vidas individuales se relegó a la literatura, más adecuada para imaginar las motivaciones de los sujetos. De ahí que hasta la fecha, las biografías, si no están en el estante de historia en librerías, suelen hallarse en las secciones de ficción, junto a las novelas, históricas o no.

Pero imaginar no es algo que la literatura haga y la historia no. A fin de cuentas, el pasado histórico es algo perdido —algo que ya pasó y desapareció— y que los historiadores sólo pueden reconstruir a través de huellas e indicios que de ese pasado quedan. Historiadores como Robin George Collingwood (2004), por ejemplo, reflexionan sobre la necesidad de recrear en la mente la experiencia de esos otros que ya no existen, si acaso queremos obtener un conocimiento de tipo histórico. Situar la evidencia en el contexto en el que se produjo es un ejercicio de empatía e imaginación porque, si bien la experiencia original nunca podrá ser replicada, la recreación ofrece un marco similar a dicha experiencia, y nos ayuda a entender mejor las motivaciones y acciones de los sujetos. Lejos de fusionar pasado y presente, la conciencia de estar recreando un contexto histórico (de estar reconstruyendo y habitando algo ajeno a nosotros) engendra esta brecha temporal, y es lo que nos permite pensar históricamente. 

Esta distancia entre pasado y presente queda evidente en la forma de la propia historiografía, algo que Hayden White (1992), como ningún otro historiador, ha insistido en reconocer. Sencillamente, dice White, la historia se construye con los mismos artificios literarios que todos los días empleamos para contar historias. Los acontecimientos históricos no tienen un principio ni un final: son procesos que «inician» de maneras insospechadas, y que continúan hasta el presente de formas que a veces ni siquiera hacemos conscientes. Y sin embargo, los relatos historiográficos narran el pasado con una estructura que integra un principio, un desarrollo con su clímax, y un final; lo mismo que hace una novela o una película como Blonde. Y sobra decir que esto se hace siempre desde el presente, por lo que todo relato histórico está siempre imbuido de los intereses, valores e ideologías que atraviesan al historiador. Incluso los prejuicios se cuelan, y sólo un ejercicio ético de explicitarlos hace coherente la reconstrucción que hacemos sobre cualquier pasado histórico.

En otras palabras, lo que Hayden White nos dice es que la forma de un relato le da sentido a su contenido, y que todos estos productos culturales que nos permiten contar historias —novelas, biografías, cuentos, filmes, ensayos— utilizan convenciones y recursos de lo que llamamos ficción. Decir esto no es afirmar que la historia son relatos que los historiadores se inventan, sino que el acto creativo de imaginar y de empatizar es inherente a nuestra necesidad de contar historias, vengan de donde vengan. El problema, pienso, es la manera en la que seguimos pensando a la ficción como sinónimo de falsedad, de invención descarada, y que esta sólo se permite cuando los sujetos y acontecimientos narrados nunca existieron. Por el contrario, la ficción es algo con lo que vivimos todos los días, y es tan real como nuestra propia existencia. El filósofo Jacques Rancière la define de la siguiente manera: 

La ficción en general no es la historia bella o la mentira vil que se oponen a la realidad o pretenden hacerse pasar por tal. La primera acepción de fingere no es “fingir” sino “forjar”. La ficción es la construcción, por medios artísticos, de un “sistema” de acciones representadas, de formas ensambladas, de signos que se responden (2005, p.182).

La biografía (literaria, histórica, cinematográfica) es, entonces, un ejercicio de ficción, sin que eso signifique tergiversar la realidad de manera deliberada. Blonde, tanto la película como la novela, son biografías porque toda biografía es un intento por descubrir verdades personales y subjetivas, y que suelen quedar por fuera de la historiografía convencional, habituada a reconstruir grupos sociales y acontecimientos que transcurren en el espacio público. De hecho, la biografía es un esfuerzo por valorar el legado de una persona en su paso por las esferas públicas y privadas de su vida, pues no sólo examina las acciones y el contexto de su vida personal, sino las estructuras de sentido que sostienen a cada identidad. 

Fotograma de Blonde, de Andrew Dominik, 2022.

En el caso particular de Marilyn Monroe, sucede que su mera existencia como significante, como símbolo sexual de una época, es consecuencia de una idealización de su cuerpo en el espacio público. La mayoría de las cosas que sabemos sobre ella provienen de imágenes y anécdotas atravesadas por las relaciones de poder de una época particularmente misógina, y que secuestró los afectos de muchas actrices. Para muchos, Marilyn fue y sigue siendo sólo una mujer hermosa, y prueba de ello es la producción ininterrumpida de calendarios y posters en donde la actriz aparece mostrando su cuerpo para un disfrute masculino, junto al desconocimiento colectivo del nombre de las películas que protagonizó. Marilyn es un enigma para muchos, precisamente porque su vida interior poco importó mientras estuvo viva, y porque una cultura machista y patriarcal ha perpetuado una imagen edulcorada de una mujer devenida en mito. 

Y aquí es donde entra el dilema de la biografía: ¿qué hacer cuando las vidas interiores de los sujetos históricos dejaron pocas huellas o indicios para comenzar a reconstruirlas? Tómese en cuenta que incluso las cartas y testimonios que ella dejó están regulados por su propia subjetividad, producto de un entorno androcéntrico en donde las mujeres se acostumbraban a complacer a los hombres. En este contexto histórico, Blonde imagina, ficciona, o ensambla —como diría Rancière— las piezas ausentes de un rompecabezas que no es posible armar con hechos documentados. El cine, además, con esta capacidad de recrear la realidad en su percepción sensible, nos permite aprehender otro tipo de conocimiento que va más allá de lo fáctico, y lo fáctico lo asociamos con la verdad. Pero, ¿a qué tipo de verdad nos referimos? ¿A la verdad de los hechos? ¿A la verdad emocional? ¿A la verdad psicológica? 

En una secuencia en donde Joe DiMaggio le pregunta a Marilyn cómo se inició en el cine, Andrew Dominik —guionista y director— yuxtapone breves escenas, apenas unos fragmentos, de cómo un productor la violó alguna vez. Marilyn se hace la desentendida («¿Inicios de qué?» le contesta el ex beisbolista), quizás para ganar tiempo y planear una respuesta adecuada. La protagonista permanece un rato en silencio, pero en el rostro de Ana de Armas comienzan a inscribirse el shock del recuerdo, la impotencia de tener que ocultarlo, la ansiedad de mentir una vez más, la presión de tener que actuar fuera de pantalla, y el reconocimiento de que sabe perfectamente cómo se inició en la industria, cuando nunca debió de haber sido así. Y todo al mismo tiempo. Me parece que este tipo de imágenes nos acercan a una verdad psicológica del sujeto biografiado que resulta imposible de rastrear en el mundo de hechos y datos históricamente comprobados. Como dice Robert A. Rosenstone, «en la pantalla, la historia debe ser ficticia para ser veraz» (1997, p.85). Si el pasado es algo perdido —algo irrecuperable que sólo se reconstruye—, entonces, no puede haber literalidad fílmica… ni escrita.

En esta dirección, la forma de Blonde es crucial para entender el tipo de verdades que la ficción histórica nos puede ofrecer. Si la forma le da sentido al contenido, la película nos sumerge en una suerte de pesadilla que transmite la vulnerabilidad y el dolor por el que la protagonista pudo haber pasado. Jugando con distintas perspectivas, música ominosa, claroscuros, rostros deformados, y cambios entre el color y el blanco y negro, Domink construye imágenes surreales que nos alejan del paradigma realista con el que asociamos a los filmes históricos, y nos hace conscientes de la intención de reconstruir estados mentales y afectivos que no se sienten en las biografías convencionales, y que sólo la ficción posibilita. Incluso el juego de relación de aspecto (la proporción del ancho y el alto de la pantalla) constriñe la imagen y hace palpable la sensación claustrofóbica de Monroe, siempre limitada en su capacidad de agencia. 

Señalar esto no es reducirla a un sujeto pasivo (la película muestra varios momentos en los que ella se impone y marca la línea), sino reconocer que, si el director seleccionó los momentos más tortuosos en la vida de su protagonista, es porque esos momentos la definieron. Y esos momentos, precisamente porque nunca se tradujeron en imágenes o anécdotas que circularon de forma masiva, es lo que permite subvertir la memoria colectiva de una mujer que hasta la fecha continúa siendo Marilyn Monroe, y no Norma Jeane, una identidad que ella —sugiere la película— hubiese preferido. En este sentido, las críticas sobre la supuesta revictimización que de ella hace la película me parecen poco reflexionadas, considerando que la manera en la que se nos presenta estas imágenes nos aleja de una estética realista, y ese alejamiento convierte al dolor menos en un placer voyerista, que en un intento por instigar compasión ante ella, y por socavar la idealización que permitió, en primer lugar, la violencia física y simbólica hacia Marilyn Monroe. Estar conscientes de esa diferencia, de esa separación entre mi realidad histórica y la del otro —la recreación de la que habla Collingwood—, es la condición para construir conocimiento histórico, y un ejercicio de empatía que nos permite entender las motivaciones ajenas. Blonde incomoda, y ese es el punto. 

Como vemos, la biografía, la ficción y la historia están menos desvinculadas de lo que a veces pensamos, pues en cada una de ellas la idea es acercarnos a distintos tipos de verdades cuyo impacto dependerá del medio o la forma en la que se transmite. Que Blonde recree los hechos inventados de una novela no nos aleja de la «verdadera» Marilyn Monroe, pues no existe una Marilyn única y definitiva, sino representaciones diversas que a veces dialogan, se complementan o se enfrentan, y con las que intentamos comprender una vida desde hace tiempo perdida. A fin de cuentas, lo que el espectador (literario, cinematográfico, teatral, etc.) reconoce como humano —y por lo tanto, como real— no es tanto el cúmulo de hechos en los que todos estamos inmersos, sino las motivaciones que nos empujan a actuar de la manera en la que lo hacemos. Nuestra existencia no se narra con sólo detallar acciones y sucesos que nos afectan, sino mostrando la dirección en la que las pasiones y los afectos nos propulsan. Me parece que las biopics, como afirma Rosenstone (2012), lejos de ser retratos completos de vidas idealizadas, tendrían que ser vistas y comprendidas como trozos de vida, intervenciones en discursos particulares, y metáforas extendidas que sugieren más de los que sus marcos temporales pueden expresar. Una nueva película de Marilyn Monroe feliz y empoderada no le haría justicia a su memoria, y menos en una época marcada por el conocimiento de que el acoso y los abusos sexuales continúan siendo moneda corriente en la industria cinematográfica. 

En una escena entrañable Marilyn/Norma compara el montaje cinematográfico con el tipo de actuación teatral a la que aspira: «En las películas te cortan en pedacitos», dice la actriz. «Corte, corte, corte. Es un rompecabezas. Pero no eres tú el que vuelve a unir las piezas». Supongo que cuando morimos, la historia, la memoria, la biografía, o cualquier otra manera de reconstruir el pasado, nos condenan eventualmente a ser recordados como un conjunto de piezas, de imágenes fragmentadas que forman parte de un retrato incompleto. Blonde es el retrato incompleto de una mujer desdichada que no sobrevivió a su tiempo, y que reúne fragmentos que sugieren por qué. Las piezas de ese retrato siempre podrán reordenarse, una vez más, para hallar otro tipo de verdades.  


Referencias

Collingwood, R. (2004). Idea de la historia. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Rancière, J. (2005). La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción en el cine. Barcelona: Paidós.

Rosenstone, R. (1997). El pasado en imágenes. Barcelona: Ariel.

______. (2012). La historia en el cine. El cine en la historia. Madrid: Ediciones Rialp.

White, H. (1992). El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Barcelona: Ediciones Paidós.