En las universidades mexicanas, uno de los conflictos internos más extendidos (aunque no uno de los más visibles) es el choque generacional entre profesores. La envejecida planta docente de las instituciones de educación superior[1] y las reducidas oportunidades para los profesores jóvenes han creado dos grandes problemas: 1) la falta de relevo generacional y 2) pugnas —latentes y manifiestas— entre los académicos de vieja guardia que llevan décadas en sus puestos de trabajo y los pocos recién llegados que han encontrado una plaza de tiempo completo.[2]
El envejecimiento de la planta académica se acentúa más en las instancias de investigación que en las de docencia, pues para la docencia es más común la contratación de jóvenes en puestos eventuales (que son los trabajos más precarizados). En la UNAM, por ejemplo, en las escuelas y facultades —donde se realiza el grueso de las actividades docentes— el 13.6 % de los académicos tienen más de 65 años de edad y 15 % ha acumulado más de 30 años de antigüedad laboral en la institución. Por su parte, en los institutos de investigación, 22 % de los investigadores tienen más de 65 años de edad y 31 % han acumulado más de 30 años de antigüedad, poco más del doble que en las facultades (Dirección General, 2021, p. 41).
A pesar de ser unidades heterogéneas, pensar en términos de generaciones es útil porque la vivencia generacional produce experiencias comunes entre personas que no necesariamente han tenido contacto directo entre sí. Como con la clase y el género, esas experiencias comunes les permiten a los miembros de una generación compartir rasgos de una forma de ver y valorar el mundo (Mannheim, 1993). Esto incluye, también, compartir puntos ciegos e idealizaciones (como la consabida “En mis tiempos había valores que los jóvenes ya perdieron”).
Esto no implica que las generaciones académicas piensen y se comporten siempre según la cultura y las prácticas imperantes en su etapa formativa. Es equivocado sostener, por ejemplo, que los jóvenes actúan de manera agresiva porque se formaron en la “cultura de la competencia” y que la vieja guardia se comporta de forma solidaria porque se formó en la “cultura del trabajo colegiado” (como alegan algunos de sus miembros). Primero, es errado suponer que la cultura con la que se tuvo un contacto temprano permanece inmutable a lo largo de las trayectorias personales. Segundo, es igualmente erróneo suponer que las acciones de las personas se guían mecánicamente de acuerdo con ciertas normas adquiridas en su proceso de socialización profesional; quienes abanderan esta concepción conciben a los actores sociales como “idiotas culturales” (cultural dopes), según la famosa expresión de Harold Garfinkel (1967, p. 68).
Para entender las dinámicas generacionales es más acertado optar por un enfoque procesual y relacional: ¿cómo van cambiando las generaciones con el paso del tiempo?, ¿cómo se constituyen y reconfiguran las distintas generaciones por medio de su mutua interacción y de las cambiantes posiciones de sus miembros en el campo académico?[3]
Haciendo un trazo con brocha gorda, podemos dividir a los académicos en dos bloques generacionales: 1) la “vieja guardia”, que se corresponde aproximadamente con los baby boomers (los nacidos entre 1946 y 1964), que empezaron a trabajar en las universidades durante los años de expansión de la matrícula y cuando contrataban como académicos de tiempo completo a personas que apenas habían terminado la licenciatura; 2) los baby doctors, que encontraron alguna de las pocas plazas disponibles en las últimas dos décadas, usualmente después de haber terminado un doctorado y contando ya con varias publicaciones en su haber.
La dinámica general entre baby doctors y baby boomers se parece a un pasaje de El general del ejército muerto, de Ismaíl Kadaré, donde conversan dos militares italianos —uno joven y el otro un veterano de la Segunda Guerra Mundial— que se miran con mutuo recelo: “el uno porque se encontraba frente a un general vencido, el otro porque tenía delante de sí a un general de tiempos de paz” (1997, p. 76). En nuestro caso, grosso modo, los baby doctors ven a los baby boomers como personas enquistadas en el sistema universitario, que a pesar de haber tenido durante décadas seguridad laboral y buenas condiciones de trabajo en su mayoría han sido escasamente productivos y han destacado poco en el ámbito de la investigación. También recelan de los veteranos, porque para contratarlos les exigen a los jóvenes una cantidad de credenciales que ellos mismos nunca obtuvieron. Por su parte, la vieja guardia ve a los baby doctors como mozos engreídos “que llegan con papel de doctorado, pero que carecen de conocimiento de la institución y de habilidades docentes” (Garay, 2016, p. 81).
Si entre los militares la definición de la propia valía depende mucho de la oportunidad de demostrar destreza en la guerra, entre los académicos las oportunidades de realización dependen de contar con un espacio donde dedicarse plenamente a enseñar, investigar y escribir. Cuando hay un número reducido de espacios, se vuelven más frecuentes los conflictos.
Robert Merton describió esto con claridad cuando analizó la ambigüedad en la relación entre maestros y discípulos en tiempos de desempleo académico: el aprendiz estima a su maestro y lo toma como modelo, pero al mismo tiempo aspira a reemplazarlo; al cabo de cierto tiempo, el maestro es visto como un estorbo. Esta ambivalencia, decía Merton, es producto de
diferencias sistematizadas en la estructura de sus relaciones y en la estructura de su campo de actividad. […] La relación entre maestro y aprendiz en el mundo de la ciencia puede depender de que, por razones estructurales, como la escasez de puestos de importancia en ese campo, el aprendiz “no tendrá dónde ir” una vez que termine su formación básica, con la excepción de la posición que su maestro sigue ocupando. Éste es uno de los tipos de situación estructural que lógicamente puede dar lugar a una actitud ambivalente. Pero si la estructura de la sociedad proporciona puestos en abundancia y algunos de ellos tenidos en tan alta estima como el que ocupa el maestro, el aprendiz puede verse menos impulsado por esas razones estructurales a desarrollar una actitud ambivalente hacia su maestro. Y por los mismos motivos el maestro, en esta reciprocidad de relaciones, se verá menos motivado para crear una actitud ambivalente hacia el aprendiz que en estructuras menos amplias podría ser considerado como su “prematuro sucesor”.
(1980, pp. 17-18).
Para comprender la forma en que se miran entre sí las generaciones en las universidades, es necesario considerar la trayectoria y posiciones institucionales que han seguido los académicos de esas generaciones.
Aunque desde el punto de vista de los veteranos los baby doctors aparezcan como sucesores prematuros que se comportan agresivamente, en realidad uno de los rasgos más visibles en los jóvenes académicos (en particular aquéllos que tienen una posición poco consolidada) no es la tendencia hacia disputas agrestes. Más conspicua es su propensión a la sumisión, a evitar el enojo o la sospecha de los profesores establecidos. Actúan así porque su posición marginal en el sistema de relaciones académicas les ha enseñado que una mala impresión o una opinión negativa pueden aniquilar sus prospectos laborales. Están más preocupados por agradarles a los establecidos que por descalificarlos. Parte de su estrategia de supervivencia ha sido agachar la cabeza, aguantar ninguneos, mostrarse agradecidos por “recibir la oportunidad”. Los profesores establecidos viven con comodidad esta dinámica. Aunque algunos dicen extrañar “los tiempos en que sí había trabajo colegiado”, su actitud hacia los jóvenes tiende más a la condescendencia que a la camaradería. Cuando los jóvenes intentan comportarse ante ellos como iguales los empiezan a ver como altaneros —como “igualados”—. Y cuando los baby doctors empiezan a tener éxito y a adquirir posiciones y recursos que antes controlaban exclusivamente los establecidos, éstos empiezan a decir que los jóvenes son “demasiado competitivos”.

Aquí está uno de los meollos de la tensión intergeneracional: un nuevo grupo de personas ha entrado a la competencia por las recompensas materiales y simbólicas del campo. Y lo hacen, muchas veces, armados con instrumentos más eficaces que los de la generación precedente.
Esto se explica por las condiciones estructurales que le dieron forma a cada generación. Para la mayoría de los miembros de la vieja guardia fue relativamente fácil encontrar una plaza; pero muchos de ellos se toparon con dificultades cuando la política científica empezó a enfatizar la “profesionalización” y se implementaron los programas de estímulo a la productividad. Esto hizo que se esperara que los académicos tuvieran posgrados y publicaciones científicas. Esta situación impuso a muchos veteranos una tarea para la que no habían recibido un entrenamiento adecuado. Para los baby doctors, por su parte, los retos se han presentado a la inversa: les resulta complicado encontrar un trabajo fijo, pero una vez que lo hallan pueden poner en práctica un entrenamiento diseñado para tener éxito ante la demanda institucional de ser productores incesantes de publicaciones arbitradas. Esto implica que, aunque son todavía un grupo minoritario, ejercen una presión palpable en la disputa por adquirir visibilidad, estímulos y premios.
Contrario a una difundida idea, la desigualdad no es en sí misma una condición particularmente inestable. Son conocidas numerosas instituciones altamente desiguales que operan durante décadas o siglos sin fricciones significativas. Acostumbran ser más conflictivos los momentos en los que se reducen las desigualdades, cuando los estratos superiores que disfrutaban de numerosos privilegios empiezan a ver invadido su espacio de confort por el ascenso de miembros emergentes de las capas inferiores (Elias, 2006, pp. 104-107). Los conflictos se van fraguando cuando los establecidos ven reducidas sus prebendas; por ejemplo, cuando las mujeres entran a espacios históricamente construidos como masculinos, cuando los afrodescendientes consiguen trabajos antes monopolizados por los blancos, cuando los jóvenes comienzan a ocupar puestos que antes les estaban vetados, etcétera. El inicio de los conflictos usualmente proviene de parte de los establecidos; la inesperada competencia los lleva a acentuar ataques y estigmas contra los subordinados: “las mujeres son muy sentimentales”, “los afrodescendientes son poco disciplinados”, “los jóvenes son demasiado competitivos”.
En el medio académico una disputa particularmente aguda es aquélla por controlar los medios de evaluación, pues son el instrumento institucionalmente sancionado para validar jerarquías y distribuir recursos. Aquí también los establecidos ven la llegada de los marginados como una intromisión indeseable. Los nuevos métodos de evaluación —que miden la labor académica de modo predominantemente cuantitativo, recompensado las publicaciones por encima de la docencia (Vera, 2017)— favorecen un perfil profesional que es más cercano al de los baby doctors. Éstos, igualmente, son hábiles para utilizar y manipular las métricas de evaluación, como el número de citas, factor de impacto de las revistas, etcétera. Esto es un marcado contraste con los procedimientos de evaluación de antaño, donde pequeños comités —o directamente las autoridades— distribuían discrecionalmente las plazas y las promociones.
El uso exclusivo de los sistemas de evaluación y medición ha sido una de las más viejas y duraderas atribuciones del poder. En la Edad Media, por ejemplo, los señores feudales eran los únicos que podían definir y ejecutar, en sus respectivos feudos, los estándares de medición empleados para cobrar los impuestos en especie. Esto les garantizaba impunidad para cometer fraudes: usaban una medida grande para recibir las tributaciones y vendían los granos en el mercado con una medida pequeña. Fue por esto que una demanda popular a inicios de la Revolución francesa fue “¡Un solo rey, una sola ley, una sola medida!” (Kula, 1999, p. 366). Los campesinos querían que los instrumentos de medición fueran públicos, de uso universal y que permanecieran a la vista de todos. La principal fuerza opositora a la idea de democratizar las medidas era, por supuesto, la aristocracia. Fue hasta la eliminación de los derechos feudales (en agosto de 1789) cuando se abrió la puerta para la creación de medidas públicas y universales: el sistema métrico decimal.
Mutatis mutandis, los aristócratas de la vieja guardia académica actúan como los señores feudales. Mientras ellos controlaban los sistemas de evaluación, a sus ojos todo marchaba bien. Cuando los jóvenes comenzaron a apropiarse de esos métodos, entonces la situación se volvió menos grata (para los aristócratas). A los ojos de los establecidos esto rompió con una manera de evaluar comúnmente aceptada.
Mientras los establecidos en el campo académico tengan el control de la puerta de entrada y de los recursos institucionales, y mientras lo que escuchen de parte de los marginados sean muestras de agradecimiento, todo irá bien (para ellos) y la fiesta marchará en paz. Pero ese equilibrio no puede mantenerse indefinidamente.
Los establecidos se acostumbraron a disfrutar de una prolongada fiesta donde eran al mismo tiempo los cadeneros y los invitados de honor. Pero esa larga fiesta poco a poco cobra tintes de celebración de despedida. Ven que algunos entre el grupo que llegó temprano a la fiesta empiezan a formar una bolita junto a la puerta de salida. Como en El ángel exterminador, de Luis Buñuel, no quieren seguir en la fiesta, pero tampoco se pueden ir —porque no tienen medios de salida (no hay jubilación digna)—. Mientras tanto, el grupo de los que llegaron tarde a la fiesta poco a poco va creciendo. Abriéndose paso a empujones empiezan a ponerse cómodos, escuchan su propia música, bailan a otro ritmo. Los veteranos ya no los ven como los chavitos a los que les “dieron chance” de entrar; éstos se tornaron incómodos. Es previsible que los jóvenes recién llegados seguirán sufriendo sobajamientos. Y la vieja guardia seguirá caminando lenta y angustiadamente el trayecto que va de la pista de baile a la puerta de salida. Es una situación que no es completamente agradable para nadie, pero en la que todos están atrapados.
Previsiblemente las tensiones se harán más fuertes conforme aumente el número de jóvenes que ingrese a la fiesta y disminuya el número de veteranos. El tenso equilibrio entre baby boomers y baby doctors no durará por siempre; pero tampoco se desvanecerá pronto. Unos, por la falta de jubilaciones dignas, seguirán por varios años en las universidades viviendo la desazón de la permanencia involuntaria. Los otros vivirán el desgarramiento de no poder ejercer a plenitud una profesión para la que se prepararon por muchos años. Como en las líneas del poeta soviético Yevgueni Yevtushenko (1973), ellos sólo exigen un papel que desempeñar:
¡No hay papeles!
Sin un papel
la vida es una lenta putrefacción.
En el útero, todos somos genios.
Pero los genios potenciales se convierten en idiotas
si no tienen un papel que desempeñar.
¡Sin exigir la sangre de nadie,
exijo
un papel!
Notas
[1] El envejecimiento de la plaza académica es observable en las universidades, mas no en el sistema educativo en general. Considerando a todos los trabajadores que en México se dedican a labores docentes (incluidas la educación básica, media básica y superior), el promedio de edad es de 40 años y sólo 24 % del total son mayores de 50 años. Por su parte, en la universidad más grande del país (la UNAM), el promedio de edad de los académicos de carrera es 14 años más alto (54 años) y 48 % del total de académicos son mayores de 50. Cf. Instituto Nacional de Estadística y Geografía (2015). “Personal docente en México”; Universidad Nacional Autónoma de México (2022). “Edad y permanencia del personal académico”. En Agenda estadística UNAM.
[2] Lo que planteo a continuación está informado por mis investigaciones y entrevistas a profesores universitarios de distintas universidades mexicanas. Muchos de mis juicios, sin embargo, están coloreados por mi experiencia de profesional ocupando distintos roles en la UNAM (profesor de asignatura, posdoctorante e investigador). Si bien la situación de la UNAM no es equiparable punto por punto con la de otras universidades, su situación, estructura (envejecimiento de la planta académica y falta de oportunidades) y sus efectos son equiparables.
[3] Sobre el enfoque procesual y relacional en las dinámicas entre grupos, véase: Elias, N., y Scotson, J. (2016). Establecidos y marginados: Una investigación sociológica sobre problemas comunitarios. México: Fondo de Cultura Económica; Bourdieu, P. (1990). “Algunas propiedades de los campos”. En Sociología y cultura. México: Conaculta, 1990, pp. 135-141.
Referencias
Dirección General de Asuntos del Personal Académico (2021). Estadísticas del personal académico. México: UNAM.
Elias, N. (2006). Sociología fundamental. Barcelona: Gedisa.
Garay Sánchez, A. de (2016). “Aspectos relevantes para el futuro de la educación superior en México”. En J. M. Ocegueda et al. (coords.), La responsabilidad social de la universidad mexicana a mitad del siglo XXI. México: Porrúa.
Garfinkel, H. (1967). Studies in Ethnomethodology. Englewood: Prentice Hall.
Kadaré, I. (1997). El general del ejército muerto. Madrid: Anaya & Mario Muchnik.
Kula, W. (1999). Las medidas y los hombres. México: Siglo XXI.
Mannheim, K. (1993). “El problema de las generaciones”. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, núm. 62, pp. 193-244.
Merton, R. K. (1980). “Ambivalencia sociológica”. En Ambivalencia sociológica y otros ensayos. Madrid: Espasa-Calpe.
Vera, H. (2017). “El homo academicus y la máquina de sumar: profesores universitarios y la evaluación cuantitativa del mérito académico”, Perfiles Educativos, núm. 155, pp. 87-106.
Yevtushenko, Y. (1973). “Monologue of a Broadway Actress”. En Stolen Apples, St. Albans: Panther Books, pp. 151-153.