Roma, mayo 2020

Desde los primeros días de la emergencia sanitaria, en Italia muchos balcones, puertas y ventanas asomaron carteles en los que el dibujo infantil de un arcoíris recitaba “Andrá tutto bene” [todo estará bien]. Hace dos semanas se levantó el confinamiento en este país. Comparando con lo que pasó en España, por ejemplo, hay que decir que las medidas de distanciamiento social —que se instalaron en toda Italia el 8 de marzo con el decreto Io resto a casa [Yo me quedo en casa] y se endurecieron el 22 de marzo con el decreto Chiudi Italia [Cerrar Italia]— nunca implicaron una veda total del espacio público. Sin embargo, durante los últimos dos meses el uso del espacio público se modificó sustancialmente. La calle era solo un medio, un lugar que se podía utilizar siempre y cuando fuera para algo: ir al súper, a la farmacia o a tirar la basura; regresar a casa, pasear al perro o hacer ejercicio. Y ese para tenía que notarse. Durante estos meses aprendimos a vestirnos y a movernos de tal modo que quedara claro qué estábamos haciendo en la calle: nunca demasiado arreglada, mejor con ropa deportiva y mejor aún con audífonos; bolsas de mandado o de basura; pasos cortos y apresurados; gesto que diera a entender sin lugar a equívocos que teníamos una razón de peso para estar ahí.

En un par de ocasiones que salí con mis hijos para ir a la tienda, nos apartamos del protocolo. La primera vez, porque los hice posar para tomarles una foto en la plaza vacía; la segunda, porque iban echando carreritas. En ambas ocasiones nos atajó la policía. Y nada, no pasó de que me pidieran el formato de autocertificación que durante estos dos meses fue obligatorio portar y que me escoltaran a la puerta de mi casa para verificar que estuviéramos en los alrededores de nuestro domicilio. No pasó de eso, pero algo se nos quedó en el ánimo. Después de ese segundo episodio, los niños no volvieron a acompañarme a la tienda y sólo salían, siempre nerviosos, siempre de prisa, para ir y venir de casa de su papá.

Desde el lunes 4 de mayo podemos salir sin ningún para: podemos no portar la autocertificación, podemos caminar lento, juguetear en la calle y sentarnos en las bancas a ver pasar a la gente. Podemos hacerlo, la pregunta ahora es si sabremos hacerlo: ¿sabremos volver a ocupar el espacio público como un fin en sí mismo?

Cuando empezó el confinamiento era invierno y hacía frío; este lunes 4 salimos a la calle y  todo era verde, había flores por todos lados, el termómetro marcaba 22 grados y estaban regresando las golondrinas. Fue pues como salir de haber hibernado durante meses, aletargados, entumidos y con hambre, con muuucha hambre. Quizás por eso lo primero que hicimos fue correr al café, la pizzería o la tavola calda del barrio. 

Los de esa semana fueron días de un regreso torpe y temeroso a las calles, plazas y parques. Un poco porque los espacios no son lo que eran cuando los dejamos. El lunes 4 de mayo a primera hora alistamos el mantel de picnic y salimos a almorzar en el parque; pero el pasto nos llegaba a la cintura porque durante la cuarentena se suspendieron los trabajos de jardinería. Otro tanto porque los rituales asociados a la emergencia sanitaria no sólo nos vistieron las manos con guantes y el rostro con cubrebocas, sino que se nos volvieron cuerpo, nos vistieron los gestos y los movimientos. Estos días nos ha costado no ir a toda prisa y nos hemos llevado un par de buenos sustos porque habíamos perdido el hábito de mirar a los lados antes de atravesar la calle. Conforme las aceras volvieron a habitarse, empezó a ser difícil mantener uno de los rituales más distópicos de estos meses: cambiar de acera cuando a lo lejos veías a otra persona acercarse en la dirección opuesta. Al inicio de esa semana, la gente lo seguía intentando; no obstante y felizmente, conforme las calles volvieron a poblarse, se empezó a multiplicar un absurdo zigzaguear entre banquetas que terminó por desaparecer. Un tanto más porque nos acostumbramos, por terrible que sea, a que la policía pudiera fiscalizar nuestros movimientos cotidianos e indumentaria. Ese lunes, cada vez que la patrulla pasaba a nuestro lado en el parque (la policía vigila que en los lugares de convivencia se respeten las medidas de distanciamiento entre núcleos familiares, que la gente porte su mascarilla y que no haga uso de los juegos infantiles), mis hijos dejaban de hacer lo que estuvieran haciendo, se acomodaban la mascarilla y comenzaban a actuar con disimulo, como si tuvieran algo qué esconder. 

Hoy en las plazas había decenas de adultos y niños volviendo a aprender a habitar el espacio público. Los únicos que los hacían como si lo hubieran hecho desde siempre son los que hace poco dieron sus primeros pasos; los niños más pequeños, los que no tienen miedo ni entienden de protocolos. Ellos no incorporaron los rituales de la cuarentena, son los únicos que no llevan mascarilla, no sólo porque no las hay tan pequeñas, sino porque no las aguantarían más de 30 segundos sobre la cara; ellos son los únicos que, ante la mirada avergonzada de sus acompañantes, hablan con extraños y, peor aún, los tocan.

No será sino hasta en los siguientes días cuando se sabrá si la luz al final de túnel se hace más grande y nítida o si, como algunos temen, el levantamiento parcial del confinamiento conducirá a una segunda oleada de contagios en las regiones del país que se vieron menos afectadas durante los pasados tres meses. Por lo pronto, el gobierno ha pedido actuar con cautela y se ha decidido que el ciclo escolar se cerrará en modalidad a distancia y que no será sino hasta después de conocer los efectos del relajamiento de medidas que se evalúe el ritmo y la prelación que podría tener la reapertura de otras actividades productivas y comerciales. 

Más allá del modo en que quedó evidenciado el desmantelamiento del sistema de salud y de cuidados para la tercera edad; más allá de la brutalidad con la que este periodo golpeó a los más precarios entre los precarios (los migrantes, los sin techo, las mujeres violentadas), Italia camina hacia lo que parece una salida con más 30 mil muertes en dos meses. Muertes de las que pesa no sólo el cuánto sino el cómo. Muertes sin despedida, sin funerales, sin abrazos ni sentidos pésames, muertes que se lloraron a solas porque el llanto produce secreciones y las secreciones son contagiosas.

Andrà tutto bene?

 

 


Foto: Teresa Rodríguez

Foto: Teresa Rodríguez