El presidente de la República recientemente ha reiterado su opinión sobre la necesidad de anular los exámenes de admisión a la educación media superior y superior para garantizar justicia educativa a todos los jóvenes. Sus declaraciones son consistentes, cuando menos en términos discursivos, con sus promesas de campaña y con la idea de que los estudios universitarios deberían ser para todos. En esto sus propuestas no hacen sino recoger de modo parcial una bandera distintiva de las izquierdas de todas las tonalidades, sobre las que hay una suerte de acuerdo tácito: la educación es un eje fundamental para el desarrollo social en todos sus planos. Se comparte la idea de que la educación es quizá el último resquicio de esperanza de movilidad social, de desarrollo individual y colectivo, además de ser el camino de construcción de una ciudadanía con un mayor caudal cultural, lo que de suyo fortalece la vida democrática y crea sujetos críticos.

Sin embargo, entre la izquierda, las formas de concebir la educación, y sobre todo su operación por parte del Estado, no son tan claras, más allá de enormes generalidades. Así, por ejemplo, bajo una perspectiva social de la función del Estado en materia educativa, estamos de acuerdo en que se debe invertir un presupuesto que garantice que las instituciones educativas cuenten con los recursos necesarios para sus labores sustantivas, además de que se pueda incrementar su oferta, tanto como se garantice que ésta llegue a los sectores más desprotegidos. Por otra parte, se entiende también que la formación de profesionales especializados es necesaria para cualquier proyecto que implique crecimiento económico, vida institucional y desarrollo y autonomía técnica y científica. Sin embargo, hay también algunas ideas que en las últimas décadas se han aceptado sin demasiado debate ni análisis; tal es el caso de algunos de los juicios en torno a los exámenes de admisión que hoy replica el representante del ejecutivo.

El punto clave es que la conclusión a la que se llega —esto es, eliminar los exámenes—, supone un enfoque sesgado que, si bien hace sentido ante el rechazo de miles jóvenes que buscan un lugar para estudiar, toma el efecto por la causa: eso que los filósofos llaman falacia de causa cuestionable, pues parece sustentarse en varios mitos. El primero de ellos es que los exámenes de admisión son el mecanismo que concreta de forma efectiva la desigualdad de oportunidades educativas en nivel medio y medio superior. En términos generales y ante la evidencia empírica, esta idea parece irrefutable, sin embargo, los propios datos de los exámenes de admisión a licenciatura de la UNAM, la UAM o el IPN, o los del examen único a la educación media superior, Comipems, muestran que el problema es mucho más profundo y que los exámenes son sólo el eslabón final de una política educativa que, en especial en las últimas décadas, no sólo muestra su rotundo fracaso, sino que es la causa efectiva de que los jóvenes en edad de hacer estudios superiores no presenten los conocimientos mínimos y básicos, ya no sólo para acreditar dichos exámenes, sino, sobre todo, para desempeñarse de manera exitosa en las aulas universitarias y formarse como profesionistas. Los malos resultados en los exámenes no son la causa de la exclusión sino su consecuencia.

Así, por ejemplo, si se atiende a un somero análisis de tipo cuantitativo, las cifras resultan esclarecedoras. El número de rechazados de este año por la UNAM, en uno de sus exámenes, muestra que cerca del 90%, de los más de 150 mil aspirantes, fue rechazado. Otro dato estrujante es el puntaje promedio de la totalidad de los aspirantes que ronda los 50 o 60 aciertos, de un total de 120 reactivos. En esto es importante saber que las instituciones nunca publican con anticipación cuántos aciertos solicitarán por carrera, pues esto se resuelve en términos de oferta y demanda, es decir, los puntajes mínimos se establecen por los datos que arrojen las estadísticas de quienes ya aplicaron el examen. Si hay 20 lugares para medicina, los ocuparán los 20 mejores puntajes, y si ese año por azar 20 alumnos obtuvieron un examen perfecto, entonces, el puntaje mínimo para ingresar será 120 aciertos, no menos. De modo que en las últimas décadas los mínimos de ingreso han ido en aumento porque la demanda ha aumentado, pero no así la oferta, o no en la misma proporción, por lo que la creciente complejidad para obtener un lugar no está relacionada con que el examen se haya vuelto más complejo —de hecho, no ha cambiado mucho en 25 años—, sino a que, ante mayor demanda, los niveles mínimos de ingreso se incrementan.

Esto demostraría que el problema para el ingreso a las universidades públicas de este país no deriva de los exámenes sino de la creciente necesidad de espacios y la incapacidad de las más grandes instituciones públicas de educación superior para satisfacerla. Puesto al revés, si los más de 150 mil aspirantes tuvieran exámenes perfectos, se tendrían que ponderar otros factores para que de todas formas sólo ingresara el 10% de ellos. Eliminar los exámenes no eliminaría los rechazados. Y, claro, habría que cuidar otra conclusión posible sobre la que no ahondaré ahora: la UNAM, la UAM o el Poli, no pueden aceptar a ese número de estudiantes, pues ni su presupuesto ni su infraestructura se los permiten, pero, sobre todo, sus estructuras educativas no están hechas para eso. Imaginarlo supone una profunda transformación de sus programas educativos o la creación de otros mecanismos semejantes al pase automático, que garanticen que esas mismas instituciones serían las responsables de la formación inmediata anterior al nivel al que se aspira.

Ahora bien, en una breve consideración de orden cualitativo, que en última instancia es la más importante, se debe desmontar otro mito que también se ha aceptado sin más: la idea de que toda evaluación es excluyente. Esta conclusión es el efecto de cierto empirismo que permea al pensamiento de izquierda. Éste dicta que si los resultados demuestran que los bajos niveles educativos están asociados a la pobreza y a la exclusión, entonces, para hacer justicia educativa a los más desprotegidos, habría que eliminar los exámenes. A esto habría que responder con claridad: hay la posibilidad de explorar otras formas de evaluación menos desequilibradas, pero se debe aspirar a que la educación dé herramientas para que los jóvenes estén en condiciones de acreditar sus conocimientos al ser evaluados.

Asociada a esta última idea, está otra que ha ganado terreno y que asume que en tanto las diferencias socioeconómicas y culturales orientan la experiencia y construyen la visión de mundo de los sujetos y las comunidades, entonces, las políticas educativas no sólo deben reconocer esas especificidades, sino que incluso deben renunciar al espíritu universalista de la educación, al que se asocia con el dominio y la homogeneización del pensamiento. De forma no pocas veces simplista, se acepta que decolonizar la educación pasaría por eliminar los contenidos de los conocimientos instituidos para, presuntamente, darles un giro radical. En esto habría que tener cuidado, porque nada parece más reformista y corto de miras, que renunciar a una de las ideas más radicales del humanismo ilustrado, a saber, que todo sujeto tiene el derecho a desarrollarse en condiciones que le permitan hacerse de lo más valioso del conocimiento humano en todos sus campos. De modo que producir una educación que cumpla con las más ambiciosas políticas de justicia educativa, debería partir del principio de que toda persona tiene el derecho a una educación de calidad y del más alto nivel, lo que no excluye que se pluralicen los saberes, que se reconozcan los cocimientos ancestrales y que se sitúen los contenidos a las realidades concretas. Lo más radical sería ofrecer una educación con una perspectiva universalista, capaz de nutrirse y de volver hacia las fuentes locales en las que se construyen las subjetividades.

Por otra parte, no deja de ser interesante que el proyecto educativo que se aplicó a la educación básica desde hace algunas décadas y que ha seguido el modelo pedagógico de las competencias, en su aplicación efectiva, coincide en parte con las premisas anteriores: se asumió que los malos resultados eran producto de una educación que enseñaba demasiado y enseñaba cosas inútiles para la vida productiva. Más allá de que dicho modelo ante un ojo crítico resulte atractivo —pues, entre otra cosas, valora la dimensión activa del proceso de enseñanza-aprendizaje—, en la aplicación efectiva es fracaso indefendible, pues redujo la educación al presupuesto desarrollo de habilidades vaciadas de contenido, lo que implicó una serie de reformas que han empobrecido a la educación básica. Así lo demuestran los datos que arroja México en materia educativa, y, precisamente, los resultados de los exámenes de admisión. Si la reforma educativa —no la de Peña Nieto, sino la que se operó desde el gobierno de Fox—, hubiera presentado alguna mejora sustancial, esto se reflejaría en los procesos de ingreso a la educación superior.

De modo que en las últimas décadas tenemos una educación de peor calidad, burocratizada y presta a la simulación, en tanto que no se han creado más opciones de educación superior; esto ha producido un embudo que parece insostenible. El camino más sencillo, por supuesto, es pensar que los exámenes deben ser eliminados sin más. El más radical, y el que deberíamos demandar a un gobierno que se asume de izquierda, es una verdadera reforma educativa, no una de orden laboral en la que se ponga a discusión el modelo de la educación por competencias. Más bien, se trataría de una reforma en la que se debata y se visualice quién y cómo se educa a los educadores, y no sólo quién asigna sus plazas; en la que se convoque a las universidades para diseñar opciones viables y justas para los exámenes de admisión, por ejemplo, exámenes diferenciados que garanticen una relativa equidad y disminuyan las brechas que abre la educación pública frente a la privada. Todo esto supone un proyecto educativo nacional que no se limite a las ocurrencias del caso. En caso contrario, el discurso se vuelve demagogia y permanece lejos de construir un nuevo horizonte para las generaciones venideras en materia de educación.


*Los datos sobre los exámenes de admisión los debo al profesor Jorge Morales Santamaría del Instituto Coapa y al profesor Alfonso Reyes Ventura, adscrito al Centro de Estudios Sociológicos de la FCPyS de la UNAM.