Este artículo se publicó originalmente en Jacobin y se reproduce aquí con su autorización.


La presidencia de centroizquierda de AMLO en México ha prometido acabar con la corrupción y afrontar la desigualdad. Pero, en lugar de cobrar impuestos a los ricos para financiar sus muy necesitados programas de transferencias directas de dinero en efectivo, está recortando los programas culturales del país.

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Cuando Andrés Manuel López Obrador (AMLO) anunció que se postularía en la elección presidencial del 2018, muchos miembros de las comunidades científicas y artísticas de México apoyaron su campaña con entusiasmo. Después de doce años bajo mandatos incompetentes y neoliberales —primero con Felipe Calderón (2016-2012), del derechista Partido Acción Nacional (PAN), responsable de desatar uno de los periodos más violentos en la historia contemporánea del país, y después con el priista Enrique Peña Nieto (2012-18), quien gobernó de manera escabrosa a lo largo de seis años de corrupción e incrementos en los niveles de desigualdad— había mucha esperanza. En un país donde el 10 % más rico es dueño del 65 % de toda la riqueza y más del 50 % vive por debajo de la línea de bienestar, la tercera campaña presidencial de AMLO y el recién formado partido MORENA prometían justicia económica, acabar con la corrupción y ponerle un “hasta aquí” a las élites políticas y económicas. Quienes trabajan en las artes y las ciencias anticipaban que parte del proyecto obradorista —conocido como “cuarta transformación”— consistiría en fortalecer las esferas culturales y científicas de México para crear una sociedad más equitativa, educada y progresista.

Esta esperanza y apoyo se transformaron rápidamente en decepción. En cuanto tomó posesión en diciembre del 2018, en lugar de apoyar a estos sectores, AMLO comenzó a usarlos como chivos expiatorios, refiriéndose a ellos como parte del sistema corrupto que había criticado a lo largo de toda su campaña. En el año y medio que lleva en la presidencia, sus recortes presupuestales han estado dirigidos, de manera desproporcionada, hacia las artes y las ciencias. Además, en repetidas ocasiones, AMLO ha calumniado a miembros de estos gremios, incluso cuando algunos de éstos trabajan para el gobierno o en programas financiados por apoyos gubernamentales.

 

Austeridad republicana 

Como parte de su mensaje “por el bien de todos, primero los pobres”, AMLO ha desarrollado un programa de transferencias en efectivo para los más necesitados, incluyendo los adultos mayores, la juventud desempleada, y pequeños propietarios rurales. Sin embargo, en vez de aumentar los impuestos a los ricos para financiar estos programas, o de fortalecer las instituciones existentes, AMLO ha recortado fondos, eliminado programas sociales ya existentes y disminuido el presupuesto, ya de por sí insuficiente, de varias instituciones, incluyendo el Instituto Nacional de Migración (INM) y la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT), entre otras. Ahora, con la excusa de financiar la respuesta del gobierno al COVID-19, AMLO está incrementando estos ataques económicos y, desde el brote de la pandemia, anunció que eliminará o retirará los fondos de aproximadamente cien fideicomisos y programas sociales, entre los cuales está el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA).

Las políticas presupuestarias de AMLO —pilares del programa político al cual bautizó como austeridad republicana y que, a pesar de estar impulsado por principios ideológicos diferentes a las medidas de austeridad de sus predecesores, sigue indudablemente promoviendo la austeridad— están aparentemente dirigidas a terminar con la corrupción y la desigualdad, producto de décadas de nepotismo y neoliberalismo desenfrenado. Estas políticas presupuestarias han polarizado al país y han generado críticas poco sorprendentes (y poco originales) por parte de los conservadores y la clase alta (dentro de las cuales se han incluido comparaciones con Trump, por un lado, y con el comunismo, por el otro).

Estas críticas frecuentemente resultan ser una parodia de sí mismas, por ejemplo cuando ciudadanos de clases acomodadas organizan manifestaciones desde sus autos en algunas de las colonias más adineradas del país, mostrando consignas anti-AMLO desde las ventanas de sus lujosos automóviles. Estas protestas son, por decir lo menos, tercas, equívocas y reaccionarias; AMLO ha establecido en repetidas ocasiones que protegerá la propiedad privada y privilegiará el crecimiento económico. Pero, incluso figuras públicas progresistas que en su momento promovieron su candidatura ahora retractan su apoyo y plantean preocupaciones en torno a sus medidas de austeridad. Las políticas, así como las reacciones a ellas, plantean cuestionamientos fundamentales sobre quién queda fuera de las políticas obradoristas en favor de los pobres y qué clase de Estado mexicano busca crear la actual administración.

 

Ataques a la comunidad científica y cultural del país 

AMLO está en lo correcto cuando dice que la corrupción dentro de los establecimientos políticos y económicos del país es una de las principales causas de la desigualdad. Pero sustituir programas gubernamentales por depósitos en efectivo puede, de manera perversa, replicar lógicas neoliberales: deshacer programas e instituciones públicas de bienestar social implica responsabilizar enteramente a los individuos de su propio bienestar y de mantenerse a flote en medio de una economía de mercado competitivo. Aunque estos programas son directos y hacen que el dinero llegue rápidamente a los más necesitados, al final no queda claro si esto realmente mejora las condiciones materiales de los pobres; algunos estudios sugieren que recortar los fondos de múltiples programas de bienestar social suele costarle a los pobres más de lo que los depósitos en efectivo les proporcionan, lo cual resulta en una pérdida del valor neto de los beneficios que proporcionaban los programas sociales.

Si bien las comunidades científicas y culturales cuyo presupuesto está recortando AMLO pueden tener prestigio cultural o habilidades científicas que se acercan a la línea del conocimiento tecnócrata, la mayoría de los miembros de dichas comunidades no son ricos. Al contrario, muchos de ellos viven al día. Con la excepción de un puñado de artistas de renombre y con éxito comercial, la mayoría de los miembros del ampliamente definido mundo de las artes son freelancers o trabajan bajo contrato, suelen vivir al día y sin prestaciones básicas de seguridad social como salud pública o fondos de retiro.

Esto ocurre también con los científicos del país, la mayoría de los cuales depende de los estímulos económicos y becas que ofrecen el CONACYT —la institución que financia la ciencia y tecnología— y los centros de investigación. Actualmente, sólo el 0.3% del presupuesto federal se destina a las artes y solo el 0.48% a la ciencia, una cantidad menor al monto ya escaso otorgado en los sexenios anteriores y que representa un gasto menor para el presupuesto total del Estado.

Todo esto, quizá, podría entenderse como parte de un proyecto que se enfoca en la política de clase y que busca reducir la desigualdad económica si no fuera porque AMLO insiste en llevar a cabo proyectos costosos que le aseguren un legado por su cariñosa y cada vez más evidente cercanía a las elites económicas que tanto critica. Aunque despotrique en contra de estas élites, AMLO ha hecho alianzas estratégicas con muchos de sus miembros, incluyendo al magnate mediático hiperconservador, Ricardo Salinas Pliego, presidente y dueño de TV Azteca. En su reciente visita a los Estados Unidos, los invitados de honor de AMLO en su cena con Donald Trump fueron una docena de los miembros más adinerados del mundo empresarial de México, incluyendo al multimillonario monopolista de las telecomunicaciones, Carlos Slim. Considerando este contexto, la motivación detrás de los ataques de AMLO a quienes trabajan en la ciencia y la cultura resulta meramente simbólica (aunque sus efectos tengan consecuencias materiales): le permiten canalizar el resentimiento público hacia los miembros del mundo del arte y los científicos y recortarles fondos para así conseguir alguno que otro punto a su favor, al mismo tiempo que evita confrontar a los personajes verdaderamente poderosos e influyentes en la política de México.

Mientras tanto, aunque exige austeridad, AMLO ha pedido un incremento que multiplicará por diez la cantidad del financiamiento público necesario para construir el Tren Maya, una red ferroviaria diseñada para atravesar varios de los estados al sur del país con la supuesta finalidad de promover el turismo y el desarrollo económico (no es casualidad que muchas de las comunidades a las que dice apoyar, se han opuesto a este proyecto, al igual que un número importante de ambientalistas). Al mismo tiempo, la actual administración ha destinado una cantidad importante de fondos a una ambiciosa renovación del emblemático Bosque de Chapultepec en la Ciudad de México, localizado entre varias colonias adineradas. El proyecto será además encabezado por Gabriel Orozco, uno de los artistas más ricos del país, y se planea que cueste más del 12% del presupuesto total que se destina a la cultura. Este último proyecto es ilustrativo: si bien es una inversión a un espacio público importante que generará algunos pequeños empleos de corto plazo (lo cual a primera vista es laudable) se llevará a cabo a costa de empleos ya existentes e instituciones que otorgan educación y servicios a sectores necesitados de la población.

 

Democratizar más que destruir

La austeridad de AMLO no ha sido recibida con docilidad. Mucha de la gente que apoyó su campaña ha comenzado a organizarse para defenderse de ella. Artistas y científicos de un amplio rango de disciplinas se están uniendo en coaliciones sin precedentes —entre las cuales se incluyen El Frente Amplio de Trabajadorxs del Arte y la Cultura en México, Red ProCienciaMx, Científicos Mexicanos en el Extranjero y Movimiento Colectivo por la Cultura y el Arte de México— para luchar por su trabajo y sus derechos laborales y dejar claro que su trabajo es valioso para la sociedad mexicana. También han exigido contundentemente postergar el proyecto de Chapultepec.

Sin embargo, la organización que se ha dado corre el riesgo de llegar a resultados desiguales. Hasta ahora, instituciones como el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) —un centro de investigación en la Ciudad de México que gozó de una posición privilegiada durante las administraciones panistas y priistas— han sido capaces de organizarse de manera exitosa para mitigar los recortes a su presupuesto. En cambio, otras instituciones con menos conexiones han comenzado a hacer recortes internos debido a que dependen de recursos federales. Por tanto y de manera paradójica, las políticas de AMLO parecen exacerbar la desigualdad ya existente y dan pie a que instituciones estatales y paraestatales compitan por recursos de por sí escasos.

Visto de esta manera, el proyecto político de AMLO resulta difícil de describir. Al recibir el apoyo de la clase trabajadora, AMLO se ganó el corazón de quienes esperaban ver un cambio en la política mexicana, tanto dentro como fuera del país. Pero aún cuando es un político muy distinto de sus predecesores, es importante llamarlo a rendir cuentas por sus acciones. En el polarizado clima político de México, hablar de AMLO significa tomar partido: o lo apoyas y eres un buen izquierdista, o estás en su contra y eres un fifí neoliberal. Esta línea ha sido retomada por extranjeros con la mira en México, incluyendo a miembros de la academia y la prensa. Sin embargo, entender la presidencia de AMLO con todos sus matices implica criticar sus políticas por lo que son, sobre todo si queremos que en México eche raíces una política de izquierda que sea sostenible.

Una política de izquierda verdaderamente democrática debería, definitivamente, priorizar los intereses de quienes viven en pobreza, pero hacerlo con una visión a largo plazo de construir una sociedad más justa y próspera. Depositar dinero en efectivo no es suficiente. Se requiere, primero, de instituciones fuertes que ataquen no sólo la pobreza en sí, sino también el cuidado infantil, la salud pública y la justicia ambiental, y que busquen combatir la misoginia y racismo endémico que existen en México. En segundo lugar, implica invertir en las artes, la cultura y la ciencia para procurar la riqueza del patrimonio cultural e intelectual de México. Tercero, implicaría atacar la desigualdad económica desde su fuente, lo cual significa subir los impuestos a los ricos en lugar de impulsar forzosamente medidas de austeridad en medio de una pandemia. Construir un proyecto político de izquierda de largo plazo implica obligar a los ricos a rendir cuentas y transformar las instituciones para que sean verdaderamente democráticas, no simplemente desaparecerlas.