La religión del presidente

El 20 de mayo de 2023 el Blog de la Redacción de la revista Nexos publicó un ensayo de Rodrigo Salas Uribe sobre la influencia de las convicciones religiosas del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en su gobierno y el partido Morena. Es una cuestión pertinente e interesante, pero esa manera de abordarla es inadecuada.

Según Salas Uribe, la forma de hacer política y de comunicar del presidente está muy influida por la “tradición evangélica”. Eso explicaría asuntos como las constantes giras de AMLO por el territorio nacional; sería uno de los motivos de la adopción de la Cartilla moral y de las conferencias mañaneras “dirigidas desde el púlpito de Palacio Nacional”. Estaría detrás del rediseño de la política social del Gobierno Federal, incluyendo la decisión de eliminar intermediarios para entregar las becas y apoyos a estudiantes, adultos mayores y personas discapacitadas para establecer así un “vínculo directo” con la ciudadanía y reducir la corrupción, que sería algo similar al rechazo del sacerdote como intermediario entre Dios y los creyentes.

Esa tradición explica también el énfasis de AMLO en los conceptos de la esperanza (“Morena: la esperanza de México”) y el perdón. Salas Uribe comenta: “Estos actos de constricción, sin embargo, no parecen servir más que para encubrir la aplicación de políticas lingüísticas y culturales muy parecidas a las que caracterizaron a los periodos más agresivos de la industrialización mexicana”. Afirma que AMLO encabeza un gobierno que “no admite la existencia de otros intermediarios, se asume por completo como autoridad espiritual”, dicta las reglas del juego y “diferencia a los verdaderos creyentes de aquellos que se han alejado del rebaño”.

Aún hay más: los obradoristas tienen que interpretar el discurso del presidente realizando un trabajo hermenéutico semejante al que se hace para interpretar la Biblia o los textos proféticos. Como el lenguaje del presidente “suele ser opaco, codificado y contradictorio” y “difícilmente ofrece respuestas concretas ante los cuestionamientos”, es menester una “exégesis” para dirigir mensajes a actores o grupos específicos. Por último, la rutina diaria de AMLO es similar al “ascetismo intramundano” del que hablaba Max Weber (2012, segunda parte, cap. IV), pues el presidente es un hombre religioso que muestra su gracia y estado excepcional en actividades disciplinadas y racionalizadas, elevando su conducta cotidiana a la categoría de la “vocación” de un sacerdote o ministro.

Salas Uribe no cita en su ensayo ninguna de las conferencias mañaneras, discursos o libros de AMLO. Reproduce en cambio un hilo de Twitter:

Ésta y otras expresiones le preocupan a Salas Uribe porque pondrían en duda el compromiso de AMLO “con el principio de laicidad”; dice, además, que él no tiene duda de que, “para el presidente, un proyecto político de izquierda está siempre ligado a la figura de un mesías. La persona y el movimiento son indisolubles”.

Propone, entonces, “rastrear las fuentes del pensamiento religioso del presidente” remitiéndose a los movimientos evangélicos pentecostales, a la teología de la liberación y a las críticas que hicieron a ésta los teólogos evangélicos, así como a “la lectura evangélica de la obra de Jesús”. También propone “buscar conexiones más profundas en la larga tradición evangélica mexicana”.

¿Qué es un evangélico?

Aquí hay una debilidad del ensayo de Salas Uribe. Su texto muestra un conocimiento insuficiente de la historia de la relación Iglesias-Estado y de las religiones cristianas no católicas en México. Otro problema es que no incluye definiciones precisas de qué es un protestante y qué es un evangélico que le sirvan como punto de partida para su análisis. Hay que hacerlo; para el caso de México puedo citar a Deyssy Jael de la Luz García:

Antes que nada protestante, protestantismo son categorías genéricas para estudiar la pluralidad de iglesias cristianas identificadas históricamente con los principios doctrinales-teológicos, prácticos y eclesiásticos de la reforma religiosa europea del siglos XVI, tanto de la reforma magisterial —la representada por Martín Lutero, Juan Calvino, [Ulrico] Zwinglio y otros reformadores—,  como de la reforma radical —la que pregonaban los hugonotes en Francia y los anabaptistas en Alemania, principalmente—. Hoy día, los que practican este tipo de cristianismo son identificados como protestantes que sería sinónimo de evangélicos, porque, en esencia, tienden a retomar de la Biblia las enseñanzas de los evangelios de Jesús y toda la tradición del Nuevo Testamento; de allí lo de evangélicos. Al respecto, Rubén Ruiz Guerra propone una definición que me parece adecuada para tener un primer acercamiento, y les define así:

“[…] aquellos actores religiosos que debido a una serie de características doctrinales y organizativas se identifican entre sí. Los evangélicos tienen una práctica religiosa que se fundamenta en tres principios básicos: sólo la gracia de Dios da salvación, sólo la fe en Cristo la hace accesible al hombre y sólo existe la Escritura como camino de comunicación entre el hombre y la divinidad. Socialmente, al menos en discurso, su práctica es igualitaria y basada en una moral que se podría calificar de ‘puritana’”.

(2010, pp. 24-25; las negritas son mías).

Otra definición que complementa la anterior es la que hizo Kurt Bowen en su libro sobre los evangélicos mexicanos. Dice Bowen que éstos prefieren ser llamados evangélicos porque les parece que así se enfatizan los aspectos positivos del Evangelio, el mensaje de salvación de Jesucristo. Según Bowen son además protestantes conservadores opuestos a la agenda protestante liberal que incluye la tolerancia religiosa, el ecumenismo y la acción social, a la que consideran equivocada por ser negligente en cuanto a la salvación personal y herética por tolerar al catolicismo. Para ellos el catolicismo no es un cristianismo verdadero (1996, pp. 5-6). También enfatizan la divinidad de Jesucristo y la necesidad de tener una fe personal en Él para alcanzar la salvación. Hacen hincapié en la autoridad de la Biblia, a la que creen inspirada por Dios. Tienden a una interpretación literal de las Sagradas Escrituras y muchos, aunque no todos, también podrían ser calificados de fundamentalistas, en el sentido de que abrazan una interpretación muy “literal” de las Escrituras y un premilenialismo dispensacionalista (1996, pp. 5-6).

Según su propia definición, los pentecostales y los miembros de las denominaciones protestantes históricas, como los presbiterianos, los metodistas, los bautistas y los congregacionalistas, son evangélicos. Ven con gran recelo a los pocos liberales dispersos. Al margen están los adventistas, cuyas dudas sobre el hecho de que otros evangélicos no reconozcan el sábado judío se ven contrarrestadas por las sospechas de éstos últimos de que los adventistas prestan demasiada atención al Antiguo Testamento. “Estos son los límites del mundo evangélico tal como lo definen los evangélicos mexicanos” (Bowen, 1996, pp. 5-6).

Brevísima historia del protestantismo en México

Como señalamos, Salas Uribe dice que hay “buscar conexiones más profundas en la larga tradición evangélica mexicana”. Pero si nos atenemos a su ensayo parecería que esa tradición se remonta a 1934 y comienza con la llegada a México del Instituto Lingüístico de Verano (ILV):

El protestantismo tiene una larga historia en nuestro país. Mucho antes de la llegada de los nuevos pentecostalismos, el trabajo del Instituto Lingüístico de Verano […] sentó las bases para la penetración religiosa en las comunidades más apartadas. Los primeros integrantes del ILV llegaron a México en 1934, por invitación de Cárdenas, con el objetivo inmediato de estudiar las lenguas indígenas que, hasta entonces, habían sido ignoradas por los antropólogos del régimen.

En realidad, la historia del protestantismo en lo que hoy es México comenzó cuatro siglos antes. Cuenta Jean-Pierre Bastian que el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, asumió funciones inquisitoriales y en 1536 procesó a Andrés Alemán, un joyero moravo acusado de “difundir doctrinas luteranas respecto a la confesión, la excomunión, las imágenes, el casamiento de los sacerdotes, las indulgencias, la autoridad del papa y la interpretación de las escrituras” (1983, pp. 25). Entre 1536 y 1540, Zumárraga se encargó de otros cuatro procesos contra luteranos; uno de ellos fue el de Juan Banberniguen, flamenco, denunciado por negar la existencia del purgatorio y la manifestación real de Cristo en la eucaristía.

La presencia de los protestantes fue mínima durante los tres siglos del virreinato. El predominio de la Iglesia católica romana continuó después de la Independencia, pero poco a poco se erosionó, entre otras cosas, porque los liberales del siglo XIX allanaron el camino de la tolerancia religiosa. La generación de Benito Juárez y Melchor Ocampo abrió la puerta a grupos religiosos extranjeros e impusieron la separación de la Iglesia y el Estado. Para la república liberal, a partir de 1867, los protestantes fueron un útil contrapeso a la influencia de la Iglesia católica y auxiliares en el fomento y la puesta en práctica de las ideas de progreso.

Amparados por la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma, protestantes estadounidenses llegaron al país en las décadas de 1870 y 1880. Surgieron congregaciones en las ciudades favorecidas por la expansión económica en la frontera norte, desde Sonora hasta Tamaulipas. También se establecieron en el eje económico que pasaba por Guanajuato, Pachuca, la Ciudad de México, Puebla y Veracruz (Bastian, 1983, pp. 19-29). Para 1910 había en México, país de 15 millones de habitantes, cerca de 100 mil protestantes (pp. 177-181).

El pentecostalismo, por ejemplo, llegó en 1905 a Nacozari, Sonora, llevado por misioneros estadounidenses independientes que vendieron biblias e iniciaron cultos y oraciones con los mineros locales. En los años siguientes personas migrantes mexicanas, hombres y mujeres, se convirtieron al pentecostalismo en Estados Unidos y al regresar a México propagaron su nueva fe (De la Luz García, 2010, pp. 43-56).

Protestantes como Pascual Orozco y Otilio Montaño tuvieron una participación muy destacada en la Revolución. En la década de 1920 un presbiteriano, el profesor Moisés Sáenz, fue secretario de Educación y se convirtió en uno de los principales artífices de la política educativa del nuevo régimen.

Sáenz fue uno de los responsables de la llegada del ILV a México, pues fue él quien invitó al misionero estadounidense William Cameron Townsend. Este hombre, apodado Uncle Cam, había llegado a Guatemala en 1917 cargado de biblias en inglés y español. No tardó en darse cuenta de que predicar el Evangelio con esos recursos en un país donde dos tercios de la población eran indígenas que no hablaban castellano ni inglés era una causa perdida. Así que se fue a vivir con los indígenas kakchiqueles y se dio a la tarea de aprender su lengua y desarrollar un método para enseñarla. En 15 años logró construir cinco escuelas, un pequeño hospital, una imprenta y numerosas iglesias; alfabetizó y convirtió a cientos de kakchiqueles y pudo traducir a la lengua de ellos el Nuevo Testamento.

Enfermo de tuberculosis, tuvo que hacer una pausa. Sáenz, quien andaba de visita en Guatemala, lo invitó a realizar una obra similar en México. Townsend aceptó. Fue primero a Estados Unidos y en 1934, en Sulphur Springs, Arkansas, con la colaboración del lingüista Kenneth Pike inició lo que llegaría a ser el ILV como una escuela de verano para enseñar nociones de lingüística, traducción y antropología. Su meta era capacitar a sus estudiantes para aprender las lenguas locales de los lugares donde fueran asignados con el fin de traducir el Nuevo Testamento. Creía que las almas de los indígenas sólo podían ser salvadas si tenían acceso directo a la palabra de Dios en su propio idioma.

Townsend y su gente comenzaron su obra en Tetelcingo, Morelos. Allí lo visitó en 1936 el presidente Lázaro Cárdenas. El general simpatizó con Townsend y le dio su apoyo, pues le pareció que sus fines coincidían con la política indigenista del régimen de la Revolución. Ésta buscaba integrar a los pueblos originarios por medio de recursos como la alfabetización y la castellanización, que podrían además ser auxiliares para combatir la influencia de los caciques y de la Iglesia católica.

En 1951 el ILV dio otro paso significativo. Firmó un convenio con la Secretaría de Educación Pública (SEP) en el cual se comprometían a “cooperar en la investigación de las lenguas nativas en toda la República, y estudiar detalladamente las características biológicas y culturales de los grupos nativos de México, así como cualquier otro factor que pudiese ayudar a su mejoramiento”. Los miembros del ILV sirvieron de intérpretes a los funcionarios del gobierno en zonas indígenas; capacitaron maestros rurales en lingüística; prepararon “textos en lengua nativa de manera tal que esos analfabetas que hablaban lenguas indígenas pudiesen aprender a hablar y escribir español”; desarrollaron “textos bilingües (español-indio) con la intención de facilitar el uso de la lengua oficial”, y tradujeron “leyes, consejos sobre higiene, agricultura, curtido de pieles y otras industrias; así como libros de alto valor moral o patriótico”, según lo consignan Jan Rus y Robert Wasserstrom.

Ese convenio se mantuvo hasta el 21 de septiembre de 1979, cuando lo canceló el gobierno de José López Portillo. Mientras tanto, el ILV se convirtió de hecho en colaborador del régimen de la Revolución. Logró expandirse a muchos otros países en América Latina, África y Asia. Su labor fue impresionante, pero muy polémica. Se le acusó de ser un instrumento del imperialismo estadounidense que dividía a las comunidades indígenas y atentaba contra las culturas originarias; que su verdadero fin era el proselitismo religioso disfrazado como trabajo científico lingüístico; que manipulaba a los indígenas; que perpetraba etnocidios; que predicaba a los pueblos originarios una forma de cristianismo que fomentaba el individualismo, la sumisión a las autoridades y los caciques y la formación de una fuerza de trabajo sumisa. Fue una dura protesta del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales (CEAS) en 1979 la que motivó la cancelación del convenio con la SEP. El CEAS exigía de plano la expulsión del ILV del país.

Tengo que decir que la oposición al ILV en México durante la década de 1970 tenía críticas bien fundadas contra la institución, pero también en gran parte estaba inspirada por un notorio prejuicio antiprotestante y una visión paternalista de los pueblos indígenas. En la declaración del CEAS, por ejemplo, está implícita la convicción de que la conversión de los indígenas al protestantismo es siempre negativa, entre otras cosas por supuestamente fomentar la división dentro de las comunidades. No se tomaba en cuenta el derecho humano a la libertad de religión y la libertad de cambiar de religión y creencia. Y las reiteradas denuncias sobre la “manipulación” de los indígenas supuestamente realizada por el ILV y los misioneros protestantes suponían que los pueblos originarios eran una suerte de masa pasiva que debía ser salvada de los agentes del imperialismo. Se soslayaba el hecho de que los indígenas tenían sus propias razones, intereses y motivos para volverse protestantes y que muy a menudo elegían su propio camino más allá de las líneas del ILV y las iglesias estadounidenses. Además, estaba la paradoja de exigirle la expulsión del ILV a un Estado que se había beneficiado notablemente por su asociación con un instituto que le había servido para alcanzar fines estratégicos.

Los errores

Digamos que la expansión protestante en México ya tenía un largo camino recorrido antes de la llegada del ILV y que éste no puede calificarse como el principal actor de ese proceso, ni como el único que haya sentado bases para la penetración religiosa en las comunidades más apartadas.

A pesar de la importancia que el ILV tiene para la tesis de Salas Uribe, éste no se informó adecuadamente sobre la historia de la institución. La única fuente específica que cita —y peor aún, recomienda— es un artículo de Margarita Santoyo y José Arellano que está plagado de errores formales, fácticos y de metodología. Menciono unos cuantos: dicen que José Vasconcelos era colaborador del ILV; que los indígenas novohispanos tenían “poca comprensión de la enseñanza cristiana”; que las “sectas protestantes” no tienen profundidad ni raíces; que la “actitud” de los testigos de Jehová y los mormones tiene el objetivo de “destruir el orden social”; que la poligamia todavía era parte de la doctrina de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en 1997; que los testigos de Jehová son protestantes y continuadores de la Reforma del siglo XVI y que están afiliados al ILV; que los pentecostales mexicanos son “de carácter casi exclusivamente americano”; y clasifican a los Hare Krishna como una secta de un movimiento derivado del protestantismo.

Sería mejor que Salas Uribe hubiera recurrido a la citada declaración del CEAS, y a trabajos como los de Jan Rus y Robert Wasserstrom, David Stoll o Andrew Paxman, o por lo menos a las historias oficiales del ILV y de su fundador. Debió tener más cuidado con el manejo de datos históricos y religiosos. Para empezar, afirma que “los primeros integrantes del ILV llegaron a México en 1934, por invitación de Cárdenas”. No fue así. Quien invitó a Townsend fue Moisés Sáenz; el tío Cam y sus primeros estudiantes-traductores llegaron a México para emprender formalmente su misión en 1935.

También afirma dos veces que “por primera vez en la historia, nuestro primer mandatario [López Obrador] no profesa la fe católica y ha declarado abiertamente, en numerosas ocasiones, ser, ante todo, ‘cristiano’”. Hay que señalar que cuando no se trata del ingreso formal a una orden religiosa, “profesar” se define simplemente como ser adepto a ciertas ideas o doctrinas. El autor dice que AMLO es el primer presidente en la historia de México que “no profesa la fe católica”. Pero no es así.

Cárdenas, por ejemplo, no se casó por la Iglesia con su esposa doña Amalia Solórzano; el general lo explicó así: “prescindamos del matrimonio eclesiástico, que en nuestro caso no es necesario”. Cuando falleció, Cárdenas no recibió auxilios espirituales y no lo sepultaron en un camposanto, sino en el Monumento a la Revolución (Pérez Montfort, 2017, pp. 446-449; Cárdenas, 2016, pp. 734-735). Otros dos que no eran católicos fueron Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. En su libro Álvaro Obregón: Fuego y cenizas de la Revolución mexicana, Pedro Castro nos dice:

Obregón y Calles y muchos de sus compañeros sonorenses —no fue el caso, por cierto, de Adolfo de la Huerta— mantuvieron una actitud crítica hacia la Iglesia, a la que hicieron responsable del atraso secular del país. La experiencia religiosa les fue ajena, si bien sus esposas se encargarían de mantener vivo el catolicismo en sus familias.

(2011, p. 131 posición 2514)

Otros errores de Salas Uribe quedaron asentados en este párrafo:

Al llegar la década de 1980, la Secretaría de Educación Pública rescindió los convenios suscritos con el ILV. Sin embargo, el ILV continúa operando hasta la actualidad como Asociación Civil y conserva una importante presencia en el estado de Oaxaca. Por otro lado, el legado del Instituto, que se definía como parte del movimiento evangélico, sirve de modelo para algunas de las sectas protestantes más grandes en nuestro país como los Mormones, los Testigos de Jehová, la Iglesia Adventista del Séptimo Día o la Luz del Mundo.

La SEP no canceló los convenios con el ILV “al llegar la década de 1980”; en realidad fue un poco antes, el 21 de septiembre de 1979. La SEP, cuyo titular era entonces Fernando Solana, dio por terminado el convenio que había suscrito con el ILV a través de la Dirección General de Asuntos Indígenas. “Con la terminación de este convenio cesan para ambas partes todas las obligaciones derivadas del mismo” (Proceso, 1979). Empero, esta equivocación con las fechas es un asunto menor. Llama más la atención que Salas afirme que los testigos y los mormones son protestantes.

No se debe clasificar así a los primeros por lo siguiente. En primer lugar, ellos mismos no se consideran protestantes; además, no se asumen como continuadores, sucesores o herederos de ninguna de las Iglesias históricas que surgieron de la reforma religiosa que encabezaron Martín Lutero y Juan Calvino en el siglo XVI ni les reconocen a éstos autoridad doctrinal. Entre los motivos teológicos podemos señalar en primer lugar que, a diferencia de la abrumadora mayoría de los protestantes, los testigos no aceptan la doctrina de la trinidad, pues creen que Jehová y Jesucristo —hijo unigénito de Jehová y primera de todas sus creaciones— son dos personas distintas, y que el segundo es inferior al primero. También rechazan tajantemente uno de los pilares del protestantismo, que es la libertad de cada fiel para interpretar la Biblia; entre los testigos, los únicos autorizados para hacerlo son los integrantes del Cuerpo Gobernante, su junta directiva. La postura oficial de los testigos de Jehová es que los integrantes del Cuerpo Gobernante no son propiamente sus líderes, sino que más bien siguen el ejemplo de “los apóstoles y ancianos en Jerusalén” en el siglo primero: “ellos tomaron decisiones importantes en nombre de la entera congregación cristiana”.

En el caso de los mormones, ellos tampoco se consideran continuadores de la obra de la Reforma protestante del siglo XVI. A diferencia de protestantes y evangélicos, creen que la palabra de Dios está contenida tanto en la Biblia como en el Libro de Mormón (“segundo testigo de las enseñanzas de la Biblia”). La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días afirma tajantemente que es “una restauración del cristianismo del Nuevo Testamento según lo enseñaron Jesús y Sus apóstoles. No es protestante, evangélica, católica ni ortodoxa”.

Debo señalar también que estas organizaciones religiosas llegaron a México antes que el ILV. Los primeros mormones que se establecieron en territorio mexicano lo hicieron en 1846, cuando llegaron al valle del lago Salado, en el actual estado de Utah, región de la que poco después se apoderaron los Estados Unidos luego de su victoria sobre México en 1848. Los primeros misioneros mormones llegaron al país en 1875.[1] A su vez, la primera congregación de estudiantes de la Biblia (como era conocidos entonces los seguidores de la organización que a partir de 1931 adoptó el nombre de testigos de Jehová) se formó en la Ciudad de México entre 1917 y 1919. La única historia general de los testigos de Jehová en México que se ha escrito es la publicada por la propia organización en 1995. Un estudio interesante sobre los testigos en México a principios del siglo XXI es el de Juan Carlos Romero Puga y Héctor Campio López (2010).

Sin citar fuente alguna, Salas Uribe afirma que el legado del ILV, “que se definía como parte del movimiento evangélico, sirve de modelo” para mormones y testigos. No es así. Ambas organizaciones religiosas, cuya historia abarca los últimos tres siglos, tienen —y tenían en las décadas de 1930 y 1940— estructuras muy distintas a la del ILV. Además, han desarrollado y formalizado por su cuenta sus propias técnicas de proselitismo, basadas principalmente en la predicación de localidad en localidad y de casa en casa, y en el reparto masivo de su literatura. Ni mormones ni testigos han celebrado convenios formales con el Estado mexicano comparables al que mantuvo entre 1951 y 1979 el ILV con la SEP. Además, es evidente que la gente del ILV, que fungía como traductores, lingüistas y misioneros en zonas de población predominantemente indígena, tenía un modus operandi y una cultura organizacional muy diferentes a los de los élderes y hermanas de los mormones, y muy diferentes a los de los publicadores y publicadoras de los testigos de Jehová que recorren las calles, barrios, pueblos y ciudades.

Hasta aquí la exposición de los principales errores fácticos del ensayo. Su tesis principal, “la inspiración evangélica” del gobierno obradorista, me parece un tanto forzada, pero la discusión de ésta tendrá que ser materia de un próximo artículo. (Continuará).


Notas

[1] Sobre la historia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en México, véase Tullis, 1987. Sobre el origen de los mormones en México, véase Domínguez Mendoza, 2003. Véase también el capítulo 1 de Dormady y Tamez, 2015. Una historia corta de los mormones en México que abarca hasta 2022 es la de Pulido, 2023.


Bibliografía

Bastian, J.-P. (1983). Protestantismo y sociedad en México. México: Casa Unida de Publicaciones.

Bowen, K. (1996). Evangelism and Apostasy, The Evolution and Impact of Evangelicals in Modern Mexico. Montreal: McGill-Queen’s University Press.

Castro, P. (2011). Álvaro Obregón: Fuego y cenizas de la Revolución mexicana. México: Ediciones Era (edición para Kindle).

Cárdenas, C. (2016). Cárdenas por Cárdenas. México: Debate, 2016.

De la Luz García, D. J. (2010). El movimiento pentecostal en México, la Iglesia de Dios, 1926-1948. México: La Letra Ausente.

Dormady, J. H., y Tamez, J. M. (2015). Just South of Zion: The Mormons in Mexico and Its Borderlands. Albuquerque: University of New Mexico Press.

Pérez Montfort, R. (2017). Lázaro Cárdenas: un mexicano del siglo XX. Tomo 1, México: Debate.

Proceso. (1 de octubre de 1979). “La SEP da por terminado el convenio”. Proceso: Semanario de Información y Análisis, número 152, p. 8.

Romero Puga, J. C., y Campio López, H. (2010). Los voceros del fin del mundo: os testigos de Jehová: discurso y poder. Buenos Aires: Libros de la Araucaria.

Tullis, F. LaMond (1987). Mormons in Mexico: The Dynamics of Church and Culture. Logan: Utah State University Press.

Weber, M. (2012). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Traducción de L. Legaz Lacambra, introducción y edición crítica de F. Gil Villegas, México: Fondo de Cultura Económica (edición para Kindle).


Foto de cabecera: Eneas de Troya, vía Flickr.