Lo decía un señor, maltusiano y eugenista, que anunció en la década de 1960 los peligros de una sobrepoblación —tercermundista, básicamente— que iba a arrasar, a la vez, con el buen vivir de Occidente y con los limitados recursos del planeta: «Darle a la sociedad energía barata y abundante (…) sería el equivalente a darle una ametralladora a un niño idiota». A finales de este extraño 2022, cuando muchos imploran un invierno templado que evite el racionamiento eléctrico en varios países de Europa, la cruel analogía de Paul Ehrlich, el entomólogo más conocido de Stanford, expresaba, ayer como hoy, esa verdad universal que todas las corrientes del ecologismo comparten y que repetían otros gurús setenteros, como el físico Amory Lovins: “Sería un poco desastroso para nosotros descubrir una fuente de energía limpia, barata y abundante” (Kaku, 1983).
La crisis energética que inició en 2021 y se propagó por todo el subcontinente tras la guerra de Ucrania suponía, al decir del presidente Macron, el fin de la abundancia. Nada nuevo, en verdad. Desde que yo era niño, llegan los recurrentes avisos de que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Llevamos algo más de cinco décadas en un bucle de anuncios altisonantes: una cascada de límites, declives y colapsos que precipitaría la crisis definitiva de la civilización industrial y su oscuro fundador, el capital fósil (Malm, 2020). Quizás es tiempo de entender, amén de analizar, los paradigmas que nos dieron lastre y precipitaron esa imposible transición energética hacia una economía descarbonizada cuyo único fin, realmente cumplido, es que no haya para los próximos lustros posibilidad alguna de energía limpia, barata y abundante.
La ideología medular de esa narrativa transicional consiste en evitar toda tentación de exuberancia energética, sea en forma de nucleares masivas (sin emisiones de Co2) o de hidrocarburos de variable toxicidad. La sustitución de la dependencia petrolera, carbonífera o gasera en los sistemas energéticos secundarios (de la electricidad a los combustibles) exige, tal como repite Iberdrola en sus ventas de elevador, un “escenario de alta descarbonización y electrificación de la economía, utilizando combustibles descarbonizados en aquellos nichos difíciles de electrificar” (Grupo Iberdrola, 2022).
El precio a pagar por la meta del ecologismo, ayer marginal, hoy hegemónico, es el mismo que anunciaba otro club de oligarcas preocupados por el futuro de sus negocios. La Comisión Trilateral proponía en 1978 el fin del control de precios y las subvenciones a la gasolina y la electricidad anticipando esa doctrina del choque, de transversal consenso, que hoy comparten nichos académicos, élites políticas y mediadores de la opinión pública a la derecha y a la izquierda del espectro ideológico contemporáneo:
Sin embargo, si tomamos en serio la idea de una transición ordenada, gradual y equitativa de nuestras economías a una nuevo y más caro mix de fuentes de energía, debemos reconocer que las señales de precios tienen que desempeñar un papel central para asegurar esa transición. Ni los consumidores ni los inversores van a alterar su comportamiento basándose únicamente en los exhortos. (Sawhill, Oshima, & Maull, 1978)
Antes que el ahorro, el racionamiento y la frugalidad energética se volvieran horizontes inevitables por mor del cambio climático, los mismos argumentos se prodigaban años ha por razones distintas, aunque, quizás, no tanto; ayer había que instalar paneles, molinos y hasta térmicas de carbón (pero también nucleares) contra la retahíla de jeques, dictadores y populistas varios que querían alterar los términos de intercambio entre Occidente y el resto. Hoy se dice lo mismo. Solo cambia el villano de turno, aunque gracias al fracking Estados Unidos exporta de nuevo sus hidrocarburos al mundo.
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Y si en la década de 1970 debía la clase trabajadora apretarse el cinturón para restituir las ganancias del capital, 50 años después los sacrificios se exigen a cuenta, ya no del cambio climático, sino de nuestros vicios colectivos. Esa adicción al oscuro rey fósil, en forma de dependencia energética de las provincias europeas a los hidrocarburos rusos, de la cual debemos zafarnos a cambio, otra vez, de un futuro prometedor de energías renovables, hidrógeno verde y coches eléctricos. No se cumplirá porque no hay manera de descarbonizar el mundo sin que la civilización industrial y los millones de humanos que de ella dependen implosionen en ese colapso anunciado, temido y soñado en partes iguales por las escuelas del decrecentismo, tanto en su variante ecosocialista como en sus derivas apocalípticas.
En especial, cuando la electricidad representa menos de un 20% del total de energía secundaria consumida en la Unión Europea (y en el mundo por extensión). Una pequeña parte se produce a través de sistemas eléctricos interconectados, mientras que el resto se basa en quemar hidrocarburos, incluyendo ese carbón, mil veces enterrado, mil veces resucitado (en China como en Alemania). Las últimas estadísticas de consumo energético mundial —2019— indicaban que el petróleo representaba un 31%, el carbón un 25% y el gas un 23 %, seguidas por la biomasa, la hidroeléctrica, la nuclear, la eólica y la solar cuyo aporte conjunto apenas llegaba al 20%.
Eso sin tomar en cuenta que, al decir de Vaclav Smil, el historiador por antonomasia en estos asuntos, lo que se da no es una transición energética, sino una agregación de nuevas fuentes en el sector eléctrico, olvidando, en el camino, los cuatro pilares —acero, cemento, plástico y amoníaco— de la modernidad, cuya producción no puede ser desacoplada pues dependen en un 100 % de los combustibles fósiles, tal y como describe el emérito profesor de la Universidad de Manitoba, Winnipeg, en otro de sus libros anticlimáticos: How the World Really Works. The Science Behind How We Got Here and Where We’re Going (Smil, 2002).
Esta es la realidad. Por un lado, tenemos que “el sistema energético mundial basado en el carbono constituye la inversión más extensa y costosa emprendida por nuestra civilización” (Smil, 2022, pág. 354) y, por el otro, están sus saldos, literalmente onerosos: “fenómenos degradativos que van desde la erosión del suelo, la desertificación, la deforestación y la pérdida de biodiversidad hasta la extracción excesiva de agua de los acuíferos, la contaminación del aire por partículas y gases, así como la contaminación de la tierra con metales pesados” (Smil, 2022, pág. 30).
Asuntos que conocemos al dedillo los habitantes de esos infiernos ambientales de México y remiten a un dilema que no puede resolverse con maniqueísmos regresivos. Ni las naciones euroatlánticas van a decidir su decrecimiento voluntario y ordenado, ni hay posibilidad de mejorar las condiciones de vida de millones de mexicanos (o cualquier otro país de ingresos medios o bajos) con energías y materiales que no tengan un origen fósil.
Frente a los supuestos de moda, Valcav Smil nos remite a las encrucijadas que realmente debemos enfrentar para un debate que evite el escapismo climático de nuestros tiempos:
Pero el resto de la humanidad, alrededor del 60%, o unos 4.500 millones de personas, todavía vive en sociedades en las que esos insumos permanecen muy por debajo de los mínimos compatibles con la vida decente. Reducir esta desigualdad debería ser el mayor imperativo moral para una civilización global, y ningún progreso real hacia ese objetivo podría lograrse sin insumos energéticos y materiales sustancialmente más altos. Eso, por supuesto, haría que la descarbonización del suministro mundial de energía y la reducción de las emisiones de CO2 sean aún más desafiantes (Smil, Grand transitions: How the Modern World Was Made, 2022, pág. 364)
En vez de enfrentar estos difíciles retos, las líneas de opinión prevalecientes en este segundo choque energético siguen la carga discursiva del capitalismo verde y sus críticos, descartando las experiencias del ayer, relegadas al lodazal del productivismo, el extractivismo o el estatismo.
Los mediadores de la opinión exorcizan de todo debate las soluciones que probaron su eficacia en otra correlación de fuerzas: expropiar las riquezas del subsuelo o de los ríos, por ejemplo, poniendo punto y final a los mercados eléctricos de capital privado. Pero, en nuestros días, el eje de confrontación ya no gira sobre la dicotomía nacionalización/privatización, sino sobre los derechos individuales frente a poderes centralizados ungidos de toda maldad:
Mientras que el colectivismo una vez perteneció a la izquierda y el individualismo a la derecha, el ideal de la autosuficiencia energética y la deserción de la red ahora cautiva a la izquierda verde. En lugar de actuar como una metáfora de la conexión social, la red eléctrica se ha convertido en un símbolo de autoridad centralizada y poder corporativo. Curiosamente, en la política cultural de Occidente, incluso la defensa ecomodernista de la prosperidad humana universal corre hoy el riesgo de ser interpretada como una afirmación imperialista de los valores occidentales. Dentro de gran parte del movimiento verde, los compromisos con el localismo y la tradición se han elevado por encima del progreso material. Como resultado, el internacionalismo y el materialismo del ecomodernismo, valores que una vez anclaron la cosmovisión marxista, ahora pueden parecer de derecha (Symons, 2019, pág. 73).
Puede que, al decir de un bárbaro nuclear, tal cual se etiqueta en Twitter el periodista Emmet Penney, los marxistas redimidos de culpa industrial quieran “escapar de la historia más de lo que quiere entenderla” y que las formaciones surgidas de la vieja nueva izquierda “apenas crean que un futuro sea posible” y se encierren, por tanto, en “una ideología de supervivencia” (Penney, 2021).
Unos escaparon de la realidad y otros la transformaron para atrás. Bajo el supuesto de que el cambio climático exigía la asociación público-privado, se produjo en el sector eléctrico la más extrema y brutal apropiación de bienes públicos y/o regulados que el mundo haya visto en las últimas décadas.
Esto es el capitalismo verde en todas sus versiones, pequeña, mediana o grande, bancado, siempre y en todas partes, por este Derisking State que explicitara Daniela Gabor (Gabor, 2021) y otros sintetizaran después:
Para cada proyecto, el primer paso es preguntarse si puede ser financiado de forma privada sin ninguna intervención pública; si es el caso, déjese en manos del mercado; si no, váyase al paso dos. Si hay algún tipo de bloqueo que impide una solución privada, ¿se puede arreglar el asunto con cambios regulatorios? Si se puede, es todo lo que se requiere. Si no se puede, váyase al paso tres, que es donde entra en juego el negocio de reducción de riesgos. ¿Está el proyecto expuesto a riesgos que los inversores institucionales no pueden soportar? Si es así, absórbanse esos riesgos en la contabilidad pública y déjese que el resto sea absorbido por los inversores institucionales globales. Finalmente, si nada de esto funciona, finánciese directamente con la recaudación tributaria o con préstamos que se pagarán con dichos ingresos fiscales (Policy Tensor, 2021).
Peor aún. Las alternativas para transicionar al paradigma de la electrificación verde en clave estatista son una quimera insustancial:
La verdadera alternativa no es la fantasía progresista —financiar con fondos públicos una profunda descarbonización en todo el mundo, respaldada por un sistema financiero global reconstruido bajo control democrático— porque ni siquiera están en condiciones de imponer sus visiones en sus propios países, incluso dentro de los partidos socialdemócratas que llaman su hogar. La verdadera alternativa es el fracaso total de la agenda de descarbonización, no tanto por el negacionismo del cambio climático, sino más bien porque confundimos el asentimiento verbal de los adultos con la seriedad de sus propósitos (Policy Tensor, 2021).
En un ensayo del 2013, Alberto Toscano detectaba ese cul-de-sac del imaginario de todas las transiciones de mercado:
La ironía de nuestra situación actual se expresa perfectamente en esta conjunción entre, por un lado, una retórica difusa de que debemos aprender a vivir dentro de nuestras posibilidades, que el progresismo y el productivismo deben ser abandonados, y, por el otro, la proliferación de prácticas y propuestas para la gobernanza, la regulación y el control planetarios, aunque sean del tipo que invariablemente se delega en funcionarios de un consenso impuesto, encargados de cambiarlo todo para que nada cambie (Toscano, 2013).
En ese vaivén lampedusiano, una sola variable derrumba la hoja de ruta transicional. Cuando los precios de la energía escalan sin parar, los cimientos materiales del orden de la gobernanza topan con la realidad: ni las fuerzas productivas ni los trabajadores-consumidores pueden resistir mucho tiempo la escalada de precios sin que reviente, de una u otra forma, la urdimbre social.
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Convendrá decirlo en palabras llanas para darse a entender: el problema no es que Iberdrola sea un monopolio que controla la generación y la comercialización (que no la transmisión) en el cautivo mercado peninsular donde el cliente no puede zafarse, casi nunca, de sus servicios o que domine, con su producción centralizada a gran escala, el sector eléctrico y saque siempre la raja ganadora en un sistema de subasta marginalista porque —casi siempre— la última unidad en ofertar kilovatios/hora será de Iberdrola.
La energética vizcaína-madrileña maneja las centrales intermitentes (plantas solares y eólicas que no pueden despacharse a placer y funcionan sólo a ciertas horas), las centrales de base (las últimas electrotérmicas de carbón o los reactores nucleares que funcionan día y noche), así como las centrales de punta, entre las cuales destacan sus centrales de ciclo combinado de gas y vapor, encargados de inyectar energía al atardecer, aunque también cumplen esa función de reserva rodante las rápidas presas hidroeléctricas y hasta su gigabatería del Támega en el norte de Portugal, central reversible que almacena agua en su estanque superior para bombearla hacía su estanque inferior cuando lo requieren los picos de energía y más caro se cobra el megavatio hora.
El problema no es problema. Es la conversión de un servicio público y un bien común en mercancía porque esta es la diferencia entre el monopolio privado y el público, que uno debe manipular los precios a su favor para incrementar la riqueza de sus gerentes y accionistas, mientras el otro debe optimizar los costos del sistema eléctrico para proveer esa energía barata y abundante que anidó en el corazón de las expropiaciones eléctricas del siglo XX y debería ser la meta de todo proyecto político que defienda los intereses populares.
Imaginemos, solo por un momento, lo que sucedería si Iberdrola fuera una empresa pública. Con toda su potencia instalada, en 2020 Iberdrola participó con alrededor de 59.854 gigavatios hora para un producción eléctrica nacional de 251.160 GWh, es decir, una quinta parte de toda la electricidad consumida en España procedía de generadores controlados por Iberdrola, siendo las nucleares participadas por esta —Almaraz I y II (53%), Trillo (49%), Cofrentes (100%), Vandellós (28%) y Ascó II (15%)— la primera fuente de generación: 24.316 GWh, seguidos por sus hidroeléctricas, con 13.111 Gwh y sus centrales eólicas, las cuales inyectaron a la red eléctrica 11.617 GWh.
Sin lugar a dudas, Iberdrola es la columna vertebral del oligopolio eléctrico español, seguida muy de cerca por Endesa con 56.269 GWh de generación eléctrica en el 2020. Entonces, sigamos imaginando: ¿Qué tal si todo este aparato de producción eléctrica fuera de propiedad pública y todas las partes de ese sistema estuvieran bajo control del Estado, desapareciendo los mercados privados que erosionan, hasta destruir, el mismo concepto de servicio público de electricidad?
Quizás no haga falta tanta imaginación.
Algo así sucede en México y por eso no hay lugar donde sea aún más incompatible la cohabitación entre traficantes de electricidad y empresas parapúblicas. Poco importa que “por ti, por el planeta” sea el logo de campaña de la verde Iberdrola. En México, la empresa multinacional mantiene un portafolio fósil parecido al de España: 5.6 gigavatios de centrales de ciclo combinado (CCC) que, a precios inflados, venden su producción a la Comisión Federal de Electricidad (CFE), la cual debe pagar, por un periodo de 20 años, un 100 % de energía generada, aunque no entregada, porque el corporativo vasco no inyectaba todos sus kilovatios a la red de transmisión pública. La revendía a supuestos socios de autoabastecimiento o la ofrecía, directamente, a fábricas cercanas a sus plantas térmicas saltándose hasta las mismas reglas de operación que impiden la venta directa de energía de promotores privados a particulares no asociados con las generadoras privadas.
Dos centrales de gas paralizadas en Nuevo León, un proyecto de ciclo combinado descartado (y retomado por CFE) en Tuxpan, propuestas de multa en ciernes y una constante exhibición de las complicidades de Iberdrola con el régimen de corrupción e impunidad de anteriores presidentes convirtieron a Iberdrola de virreinal poder en “perseguida del régimen de Andrés Manuel López Obrador” (El Mañana de Reynosa, 2022). De bravuconería y excesos en tierras mexicanas sabe demasiado la energética española que instaló su primera turbina de gas en Altamira, Tamaulipas, el año de 1998, dando inicio al mayor asalto de tropas privadas a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) gracias a “una relación privilegiada con el órgano estatal del sector, mediante contratos de suministro a largo plazo y precios indexados conforme a la variación del tipo de cambio, que atenuaban considerablemente los riesgos de la inversión” (Rozas B, 2008).
Así funcionó la parasitación del sector público mexicano por parte de una multinacional que fincó todas sus esperanzas en el desmantelamiento de la capacidad de generación de la empresa paraestatal y en la protección política que, a cambio de sillas futuras y espejitos presentes, consiguió Iberdrola por parte de presidentes, comisionados de energía y directores de CFE.
En ese cuento que se alargó por 25 años, la privatización encubierta consiguió su objetivo de dinamitar el sistema de precios que hacía viable a la Comisión Federal de Electricidad, según el cual las tarifas cobradas a los grandes consumidores industriales financiaban las tarifas reducidas del resto, es decir, de los usuarios domésticos o de bajo consumo que, en un rango de 250 a 2500 KW/h al mes (según las variaciones de frío o calor de cada región), reciben un subsidio gubernamental sin bonos sociales ni pruebas de pobreza energética, incluyendo un subsidio de verano para las regiones del país más dependientes del aire acondicionado.
El 44.8% de los hogares mexicanos obtiene un recibo subvencionado por el gobierno de México que cada año transfiere a CFE la diferencia en el costo real y el político, alrededor de 70 mil millones de pesos, unos 3 mil millones de euros al cambio.
Lo que sucedió en el cambio de sexenio, entre finales de 2018 y principios de 2019, fue una purga de alto impacto en los puestos clave del sector energético, controlado o tutelado por el Estado. De golpe, enclaves al servicio de Iberdrola, como la Comisión Reguladora de Energía, dejaron de funcionar como oficinas de recepción y sellado de proyectos privados —su función primordial desde 1994— y llegaron a proponer lo nunca visto: un procedimiento de sanción contra la compañía de Galán por convertir una central de autoabastecimiento —Dulces Nombres, Pesquería, Nuevo León— en surtidora de energía, prohibido por ley, para 497 presuntos socios, que no eran otra cosa que clientes de Iberdrola (hasta el IVA se les cobraba). Juntos, regiomontanos y vizcaínos organizaron un monopolio privado de electricidad de la zona industrial de Monterrey.
Al cierre de este artículo, los montos de la multa y su ejecución —6 000 millones de pesos, alrededor de 250 millones de euros— seguían su difícil tramitación, bloqueada en tribunales. Y por ese tipo de decisiones que rompen la certeza jurídica de los ladrones (Bartlett dixit) es que resuena en medios el sonsonete que México está de regreso a la década de 1970, con narrativas ad hoc sobre el ascenso del autoritarismo y el estatismo rompiendo, al unísono, el orden plural, autónomo y liberal que por algo más de tres décadas derivó en manos privadas, a veces empresariales, a veces criminales, a veces ambos, la gestión de la riqueza expoliada.
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Que ahí es donde concluye el alegato contra esa Alicia lisérgica que prefiere recibir órdenes de ratones y conejos antes que regresar al rojipardismo fabril de antaño. Bromas aparte, me remito a las fúricas palabras del Bárbaro Nuclear: “No querían el control sobre las fábricas, porque no querían ya que las fábricas existieran” (Penney, 2022). La New Left, como Alicia, entró en la madriguera del conejo atareado y se deslizó por el túnel sin fin del decrecimiento y los límites quemando, en su descenso, las bases materiales y morales que sostenían un movimiento de masas. Desde los lejanos años 1970, empezó a purgar las tentaciones del prometeísmo, la civilización industrial y los trabajadores que le dieron vida. Tras más de 50 años en el país de las maravillas, tocados por la gracia de la catástrofe climática que, inexorablemente, debe llegar, ninguna Alicia necesita conquistar palacios de invierno y menos reformar los cimientos del Estado, excepto para cultivar, entre sus ruinas, lechugas de orgánico desarrollo.
Su condena, paradójica y cruel, es que los programas de mínimos para compartir el fin de la abundancia harán de las mentes más brillantes del siglo cómplices necesarios del capitalismo verde y los regímenes de vigilancia y castigo que, para salvar a Ucrania o al planeta, deban instaurar, entre nosotros la doctrina del choque…climático.
Será la pastilla roja. O la azul. Esa que consiste en aceptar que los caminos de la transición energética están ya marcados, y sellados, por esos pactos de Washington que dieron lugar a la Ley de la Reducción de la Inflación (IRA por sus siglas en inglés) en agosto del 2022 mostrando la salomónica resolución de aquella proyección de ilusionismos, llamado Green New Deal: subvenciones masivas para las Iberdrola de la energía verde, perforaciones masivas para las Exxon del gas y el petróleo y ningún programa social de avanzada. La descarbonización es ese laberinto de recibos impagables para todos, incluso para aquella industria pesada que no haya migrado aún al tóxico paraíso mexicano.
Capitalistas verdes y capitalistas negros exprimirán los beneficios de la energía escasa y un coro de plañideras dirá que otro mundo no fue posible porque algunos pocos gobiernos decidieron seguir con sus apoyos a la gasolina y a la luz de la plebe, aunque, al quitar los subsidios, alguien deba morir año con año en los nuevos motines del hambre. Cada vez que un presidente se convence, gracias a un economista sagaz, neoliberal o decrecentista, que es tiempo de cortar esos perversos incentivos al consumo de energéticos estamos exigiendo, o justificando, los mismos sacrificios en el altar de las ganancias del capital que propusieron los teóricos del neoliberalismo años atrás.
De la inflación setentera a nuestro cambio climático, quizás no sea tan mala idea cuestionar esas ideas que nos llevaron de un choque energético a otro. Y despertar a Alicia de ese ensueño de renovables intermitentes que prospera en el despacho eléctrico gracias al respaldo, inevitable y permanente, de esa maléfica reina de corazones, llamada gas natural.
Referencias
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