Perspectivas 

Edith Calderón Rivera

La deplorable violencia del reciente “jueves negro” sufrida por la población de Ciudad Juárez en México nos conmina a la reflexión desde la dimensión afectiva vista desde la antropología, la sociología y el psicoanálisis.  Desde mi punto de vista, considerar lo anímico permite profundizar y complementar las explicaciones político económicas inmediatas. Ese jueves 11 de agosto de 2022, once personas fueron asesinadas y catorce más resultaron heridas. Se presume que de los asesinatos la mitad de las víctimas  era población civil inocente: dos de ellas eran mujeres que se encontraban en una tienda y cuatro eran trabajadores de radio que hacían una transmisión en vivo. Una de las posibles explicaciones de estos furiosos crímenes contra la población civil, es que son una consecuencia del asesinato de dos hombres recluidos en el Centro de Reinserción Social (Cereso número 3) y que formaban parte de uno de los grupos delictivos de la región (Mayorga, 2022). Las preguntas que suscitan estos acontecimientos son diversas y difíciles de responder, no obstante, una se encuentra en el aire y me parece que permanece en el tiempo: ¿qué es lo que anímicamente está sucediendo en la cultura y en la sociedad para que la violencia llegue a esos extremos?

Iniciemos recordando el significado del término violento en Occidente. El diccionario describe a un sujeto violento como: aquel que actúa con ímpetu y fuerza y se deja llevar por la ira (rae, 2001). Lo anterior permitiría suponer que la violencia, cuando es producto del acto o de la acción de un sujeto, está investida de una emoción que ubica al actor fuera de la cultura, en el dominio de la naturaleza. La ira es una emoción que se puede ubicar en el ámbito de lo irracional, en el reino de lo animal, lejos de lo humano y de lo racional. Lo anterior nos permitiría explicar los actos violentos por esa extrañeza que experimentamos con esos sujetos con los que no nos identificamos. Sin embargo, ningún sujeto violento carece de cultura ni de una dimensión afectiva que modula su comportamiento. Otra de las acepciones del término señala que la violencia legítima implica el uso de la fuerza, física o moral, lo que nos introduce en el ámbito de lo social y de la cultura ya que remite la violencia al uso legítimo del poder y a la política. Lo cierto es que, al hablar de violencia, invariablemente aludimos a relaciones de poder y a relaciones políticas asimétricas (Ferrándiz y Feixa, 2004).

 Cabe recordar que el alto umbral de rechazo a la violencia en Occidente surgió en el siglo XVIII cuando la benevolencia se convirtió en un mandato moral (Pérez, 1994). La benevolencia como mandato moral tiene un valor positivo en nuestras sociedades contemporáneas y aún constituye parte importante de los buenos sentimientos que hacen posible la vida en sociedad. Entonces la benevolencia está acompañada de universos emocionales positivos y en principio sucede lo opuesto con la violencia ilegítima que sería poseedora de un universo simbólico-emocional cargado de connotaciones y de valores negativos.

Sin embargo, el rechazo explícito a los actos de violencia ha sido una constante tanto en las sociedades tradicionales como en las modernas, ambas coinciden en postular que la renuncia al ejercicio individual de la violencia es lo que funda la vida en sociedad (Weber, 2002). También es cierto que la renuncia de los sujetos al ejercicio de la violencia no desaparece del todo, sino que una parte importante de este ejercicio es delegado a la sociedad y al Estado en donde su práctica es regulada e impregnada de universos emocionales cargados de valores negativos, pero también puede ser justificada y legitimada cuando los fines que persigue tienen que ver con el bien común. De tal suerte que, en Occidente, si la sociedad se ve obligada a ejercer la violencia, por ejemplo, con la pena de muerte, el acto de matar “se ve rodeado de toda clase de barreras físicas y temporales, indicativas de un oscuro sentimiento de culpabilidad y vergüenza” (Pérez, 1994, p 58).

Por otro lado, fuera de Occidente, Michelle Rosaldo da cuenta de una forma de matar que practicaban los ilongots de Filipinas y que ellos denominaban “cazar cabezas”: consistía en degollar a las personas. Este acto  proporcionaba, a quienes lo cometían, una especie de distinción que, a decir de la autora, resulta muy difícil de entender para los occidentales, pues no tiene nada que ver con el gusto por la violencia, sino que está relacionado con una emoción llamada liget, una especie de ira que surge de la envidia que provoca el éxito ajeno. Experimentar liget entre los ilongots, era valorado como algo positivo, dado que estaba asociado a los rituales de cacería y de pubertad (1980; 1984). Sin embargo, aun cuando esta forma de quitar la vida no tenga que ver con el gusto por la violencia, el acto violento está cargado de emociones: la ira como producto de la envidia que es causada por el triunfo de los otros y que hace parte de un universo emocional positivo de esa cultura.

Podemos decir que tanto en el caso de la pena de muerte, como en el de cazar cabezas, el acto de matar es acompañado de cierta dimensión ceremonial o ritual que torna como legítimo y permitido el hecho de dar fin a una vida. En ambos contextos culturales la práctica de matar es justificada, paradójicamente, por la continuidad de la vida y el bien común. En una cultura se apoya en su noción de justicia y en la otra en el liget, que puede ser pensado como prestigio y honor. Es importante subrayar que como en todas las sociedades, los espacios y los tiempos rituales son enseñados y aprendidos por los sujetos en el ámbito doméstico y en los senos familiares. Los rituales son actuados comunitariamente en los grupos sociales de cada cultura particular. De lo anterior podemos deducir que el concepto de violencia es relativo y se explica por las reglas que definen lo legítimo y lo ilegítimo en cada cultura (Giménez, 2016).  La violencia, como fin en sí, no constituye una manifestación homogénea ya que procede de lógicas distintas (Wieviorka, 2003).

Entonces, si regresamos a la violencia del “jueves negro” podemos ver que ella no se explica porque quien la ejerció está en una especie de estado de naturaleza en oposición a la cultura.  A esta altura cabría preguntarse por la existencia de una lógica distinta que opera en los grupos criminales, así como por los universos emocionales que la sostienen; esto nos permite pensar que los actos de violencia son antecedidos por una ausencia de empatía o de benevolencia que autoriza a la delincuencia organizada a quitar la vida a alguien extraño o diferente. Sólo la ausencia de identidad y de identificación con el otro o los otros hace esto posible. Quisiera denominar esta ausencia como un proceso de desidentificación que es resultado de la incompatibilidad del universo emocional del sujeto que ejerce la violencia con el de sus víctimas. Justificar la violencia mediante el honor, la justicia, la moral, la ética o la política y el poder no significa desconocer lo anímico que la fundamenta: la furia, el enojo, la ira, la venganza, el rencor, la crueldad, el desprecio, los celos, tan sólo por mencionar algunos de los que posibilitan la desidentificación con el otro en todo acto de violencia, (Calderón, 2020). Tal desidentificación tristemente ubica al crimen organizado en una especie de sub-cultura en ciernes.

Pienso que ante los hechos del “jueves negro”  es relevante entender las causas económicas y políticas que propician estos actos lamentables, es indispensable que se haga justicia, pero también resulta necesario explicar cómo se han construido estas comunidades con sujetos que tienen sus propios universos emocionales, sus propios procesos rituales, sus propias reglas y su propia identidad, considero que entender su subjetividad daría luces para comprender este oscuro proceso de desidentificación que sufrimos.


Referencias

Calderón, R. E. 2020. “Develando los imaginarios míticos contemporáneos: representaciones sociales de afectividad y violencia en las letras de canciones” en Revista Cultura y Representaciones Sociales 15(29), septiembre: 233-265.

Ferrándiz, F. y Feixa, C. 2004. “Una mirada antropológica sobre las violencias” en Alteridades, uam-i, 14 (27), pp. 159-174.

Giménez, G. 2016.  “La lírica amorosa popular en tiempos de Don Porfirio” en G. Giménez, Estudios sobre la cultura y las identidades sociales. Guadalajara, Secretaría de Cultura / ITESO / UDEG / UIA / UV, pp.  309-362.

Mayorga, P.  2022. “En Juárez la violencia no se ha ido” en Proceso 21 de agosto, 2022, edición 2390. Recuperado el 28/8/2022.

Pérez, S. 1994. “Violencia y gobierno de sí mismo” en Alteridades, Alteridades, UAM-I, 4(8), pp. 57-66.

rae [Real Academia Española] 2001. Diccionario de la Lengua Española. Espasa-Calpe, Madrid.

Rosaldo, M. 1980. Knowledge and Passion: Ilongot Notions of Self and Social Life. Cambridge University Press, Cambridge.

______, 1984. “Toward an Anthropology of Self and Feeling”, en Shweder y LeVine, Culture Theory: Essays on Mind, Self and Emotion, Cambridge University Press, Cambridge.

Weber, M. 2002 [1922]. “Las comunidades políticas”. en M. Weber, Economía y Sociedad. FCE, México, pp. 661-694.    

Wieviorka, M. 2003 “Violencia y crueldad” en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, Ciudadanía e inmigración, 37, 155-171. Recuperado el 25/5/2020.