a Lucía Pi 

Escribo estas líneas intentando poner un poco de orden sobre varias cuestiones que he estado pensando (y conversando virtualmente) en los últimos meses y que tienen que ver con el malestar que me produce (que nos produce a algunas) la manera en cómo están pensando la identidad de las mujeres y las relaciones erótico-afectivas algunas vertientes del feminismo actual. Un ejemplo de ello (pero no el único, debo decirlo) es la entrada sobre las técnicas masculinas para hacer sufrir a las mujeres de Coral Herrera Gómez, quien es conocida por sus libros que buscan desmontar los mitos de lo que ella llama el «amor romántico». En esta entrada, la autora enumera una serie de técnicas (de seducción) que los hombres utilizan para manipular a las mujeres, tenerlas enganchadas y hacerlas sufrir a través del amor, que sería el mecanismo más completo, infalible y perverso de la dominación masculina. El problema con este tipo de discursos no es el cuestionamiento feminista del amor romántico, que Bridgitte Vasallo denomina “amor Disney”, con el cual coincido plenamente, sino el lugar que ocupan las mujeres en el tipo de reflexiones (y consejos) citados en el ejemplo. No pongo en duda que los hombres tienen mucho trabajo por hacer para desmontar las maneras en las que suelen establecer relaciones de pareja, producto de un modelo de masculinidad hegemónica que ha puesto en el centro la idea de amor como “conquista” y “seducción”, como dominio de la persona y como posesión de su cuerpo y de su voluntad, con todas las ventajas, privilegios y violencias que este modelo ha permitido. Pero quisiera detenerme ahora en la imagen que de las mujeres se proyecta, pues me parece que bajo un cierto halo de “liberación” se oculta un pensamiento sumamente mojigato y que poco aporta a eso que parece querer defender. En este retrato, las mujeres aparecemos como personas sin voluntad, totalmente sometidas a los mandatos del dominio patriarcal a través del «amor romántico» que quizás sería mejor denominar amor patriarcal. Como si las formas en las que asumimos este amor fueran introyectadas sin ningún tipo de resistencia: nuestra única capacidad de agencia pareciera ser la pasividad.  Por supuesto que esas estructuras patriarcales están ahí, pero magro favor nos hace a las mujeres pensar que asumimos y hacemos nuestros, sin interrogarlos, estos modelos. Paradójicamente, esta concepción de la identidad femenina termina respaldando la imagen cuestionada por varios feminismos desde Simone de Beauvoir: la del cuerpo, el erotismo y la voluntad de las mujeres en términos de pasividad y sumisión. 

El problema aquí está en pensar que aquello que define a la mujer, su identidad, es la de ser siempre una víctima potencial de la manipulación de los hombres. Esta idea tiene su raíz en las críticas realizadas desde el feminismo a la violencia patriarcal que ha hecho del cuerpo femenino el lugar por excelencia de su dominación. Y por supuesto que esta crítica no sólo es válida, sino que está en el centro de las luchas de las mujeres (y de todas las personas que no entran dentro del esquema heteropatriarcal) por el derecho fundamental e incuestionable a una vida libre de violencia. Y lo es todavía más en países como el nuestro, donde el machismo y la violencia por razones de género son el pan de cada día de muchas mujeres, niñas y diversidades sexogénericas. 

El problema entonces no es el cuestionamiento de los mandatos de la masculinidad y de la feminidad, ya que es muy necesario el desmontaje y puesta en evidencia de la violencia machista. El problema, me parece, es pensar que la identidad de la mujer solamente se puede construir desde una posición de víctima. Y esta posición tiene mucho que ver con la experiencia histórica, social e íntima de la corporalidad femenina. Porque si bien a lo largo del tiempo, como lo expone Camille Froidevaux-Metterie (La révolution du féminin), el cuerpo de las mujeres ha sido el espacio privilegiado de la dominación masculina, también ha sido siempre otra cosa: ha sido el lugar de su liberación. Pienso, sobre todo, en las luchas feministas que, desde la década de los setenta, pusieron en el centro el cuerpo de la mujer como el dispositivo central de su emancipación, a través de la defensa de la anticoncepción, el aborto y la libertad sexual, lo cual permitió la ruptura entre la asociación de la identidad femenina con la maternidad. Esta ruptura permitió a las mujeres imaginarnos de manera colectiva un futuro sin hijos y una vida que no fuera meramente doméstica. En estas luchas, en donde lo personal se convirtió en político, la maternidad fue concebida como posibilidad (y, por lo tanto, como deseo) y no como destino (Camille Froidevaux-Metterie, Le corps des femmes, 17). Esto, por supuesto, ha revolucionado por completo la forma en la que vivimos nuestro cuerpo, nuestro erotismo y nuestras relaciones afectivas. Este es, en el fondo, el meollo del asunto: la cuestión no es saber si ya logramos detectar las tretas manipuladoras de los hombres, sino identificar y expresar nuestro propio deseo. 

Ahora bien, cuando digo que la mirada (y la pedagogía) debe dirigirse a que las mujeres podamos afirmar nuestros propios deseos (y no ser educadas para “complacer”, “agradar” y “gustar”), no estoy diciendo que éste debe ser impuesto sobre la otra persona.  No tiene sentido pensar la afirmación del deseo en términos de inversión.  Se trata, más bien, de tejer relaciones erótico-afectivas –ya sean monógamas, abiertas o poliamorosas–, sobre una base de igualdad. Esto implica dejar de pensar estas relaciones en términos de posesión (soy tuyo, soy tuya, eres mía o mío) así como romper el orden jerárquico y de poder que en ellas se establece. 

Pero también es importante considerar que abrirse a otras personas implica un grado de vulnerabilidad. Como espléndidamente lo plantea Peter Pál Pelbart, quien recupera a Spinoza (y a Deleuze) para pensar una cartografía de lo común: nos definimos en tanto seres en potencia, con una capacidad de afectar y de ser afectad@s. Esto sucede porque en el encuentro y la apertura dejamos que nos afecten y a su vez afectamos a las demás personas y, al hacerlo, no podemos controlar ni saber a dónde nos puede llevar esta experiencia, porque antes del encuentro en realidad ignoramos “cuál es nuestra potencia y de qué afectos somos capaces”. En los encuentros nos reconocemos y experimentamos para saber cuáles de ellos intensifican nuestra fuerza de existir, aumentan nuestras potencialidades y nos producen felicidad (Peter Pál Pelbart). Y es aquí donde entra la responsabilidad afectiva, la cual sólo puede prosperar en relaciones igualitarias. Nos abrimos a la otra persona a partir de nuestro deseo, experimentamos en el encuentro y con ello logramos conocer algo más de nosotr@s mismos, pero no podemos ni aplastar ni absorber a la otra persona en esa búsqueda y en esa potencialización. Como diría Bridgitte Vasallo: “Hay una posibilidad de experimentación que no llega a convertir al otro en experimento: consensuar los riesgos, los límites, las grietas”. Se trata, por supuesto, de una responsabilidad que no sólo se construye en y para l@s individu@s. Implica más bien una pedagogía y un compromiso colectivo y comunitario, en donde todas las personas colaboremos, desde el lugar que nos corresponde, a construir relaciones interpersonales, amorosas y erótico-afectivas en donde desaparezca la desigualdad, la propiedad y la dominación. Porque solamente así podremos liberarnos de los mandatos del amor patriarcal y de sus distintas opresiones.