En tiempos recientes, el clasismo parece haber perdido su rango como la forma de discriminación con mayor raigambre entre mexicanos. En su lugar, manando desde las heridas abiertas del pasado profundo, abre camino el racismo. En el discurso cotidiano, el reconocimiento del segundo aparenta la obsolescencia del primero. A pesar de los esquivos alegatos en favor de la inseparabilidad de la clase y la raza, el actual énfasis en el análisis político recae en el racismo como fuerza estructurante de la inequidad. Este texto, desde una lectura tendiente a lo materialista, pretende ofrecer un argumento sobre por qué el surgimiento de enfoques centrados en la raza para pensar sobre la inequidad, sedimentados y reproducidos a través de las discusiones académicas y sociodigitales, implica alejarnos de la adquisición de las herramientas para su comprensión plena.

La crítica antirracista del mestizaje

En el clima actual, hacer una aparente vuelta en U hacia el análisis de clase parecería un retroceso en los avances de la visibilización del racismo en el México de las mayorías, esas que pretendidamente se agrupan bajo la identidad niveladora y unificadora de la mexicanidad: el mestizaje.

Hay razones suficientes para que la crítica de la raza ponga especial foco en el relato institucionalizado del mestizaje, según el cual los mexicanos representamos la raza definitiva, de vocación cósmica, superadora de los ascendentes culturales que nos conforman. La vitalidad del relato identitario vasconcelista –ese que aún nos endosan en la escuela, los medios, la historia, la publicidad– se puede sintetizar fácilmente: somos más que la suma de sus partes. 

Esta suma, paradójicamente, ha llevado a una suerte de resolución de lo racial: nos sitúa en un contexto discursivamente posracial que encubre la reproducción material de un orden social racializado. De ahí que el reencuentro con el racismo haya llevado a una catártica revaloración de la mestizofilia en la vida nacional y la relación con su exterior.

Por ello, uno de los principales ejes de las críticas antirracistas (que aglutinan postulados decoloniales, poscoloniales, anticoloniales y hasta de políticas identitarias liberales) se ha articulado en una suerte de contrapedagogía del mestizaje que busca exhibirlo como ideología racial y proyecto nacionalista. En efecto: al descomponerlo en sus partes, queda de manifiesto que la jerarquía social mexicana se organiza según un continuo de pigmentaciones que contradicen la pretendida homogeneidad sobre la que se sustenta. Este enfoque revela, como corolario, que entre más te aproximas a la cima de la pirámide social más claros se vuelven los pigmentos.

Este rasgo patente de la sociedad mexicana, que de forma insólita –aunque sintomática– se ha formulado como un “hallazgo” en los recientes estudios empíricos del racismo, deviene en otra de sus lecturas críticas: el mestizaje como promesa de blanqueamiento. Es decir, el mestizaje, formulado por el relato oficial como un encuentro cultural en partes iguales, tiene su fuerza de atracción en los procesos civilizatorios euroamericanos. De ahí que las nociones de movilidad social lleven una pátina de “blanqueamiento” social y fenotípico, apuntaladas por el mito de la meritocracia que confunde racialidad por competencia.

A pesar de las enconadas críticas, el mestizaje sigue siendo una categoría socialmente aprobada que goza de vigor narrativo y semiótico, pues como relato es demasiado tentador de enarbolar desde el poder: aunque en el discurso representa una especie de significante flotante que lo mismo abraza la semejanza como al multiculturalismo y la diversidad, en la práctica intenta eliminar elementos indeseables de las identidades indígenas que estorban en las relaciones de propiedad y producción modernizadoras.

No obstante sus discernimientos, la actual crítica antirracista del mestizaje no logra evitar la trampa de circularidad que afecta más ampliamente a los discursos antirracistas predominantes: para escapar de su cerco ecualizador, recrea una lógica de diferencia hacia el exterior sustentada por nociones esencialistas de “raza” que no disciernen las contradicciones de clase hacia el interior. En Estados Unidos, referente global en discursos de la raza, intelectuales a contracorriente como Cedric Johnson y Adolph Reed Jr. han señalado el reduccionismo racial que domina la vida política negra.

Tal como lo hace el mito del mestizaje a nivel nacional, la crítica antirracista del mestizaje asume afinidades y coherencia a nivel grupal con base en un rasgo supuestamente esencial de las personas: la raza (en su interpretación culturalista). La raza enarbolada como identidad política, sugeriría Stuart Hall, pasa de ser una marcación de la diferencia naturalmente constituida a una mismidad sin diferenciación interna. Como tal, la crítica de la raza se desembaraza de sus contradicciones sociales y políticas respecto a intereses antagónicos de clase.

En este sentido, la crítica centrada en la raza desmenuza el mestizaje y lo despoja de su universalidad para solo ofrecer un desahogo parcial: asumir otras posiciones desplazadas y descentradas construidas dentro del paradigma racial. Como táctica antirracista puede ser útil, pues disloca una ideología hegemónica que disimula racialmente a las élites para dar cabida a otras formas de situarse y resistir. Pero como estrategia con fines transformadores encuentra prontamente limitaciones, pues no logra sacarnos de la estructura binaria de «el mestizaje y el resto». Permanece de forma segura, por tanto, dentro de su esquema, sin perturbar ni interrumpir su matriz “clasista”. De tal manera cae en un esencialismo estratégico, como lo nombró Spivak, que no perfila la superación, sino la secesión del cuerpo social mestizo. 

El antirracismo estratégico, se sabe, tropieza así con una contradicción en apariencia irresoluble reconocida renuentemente entre activistas y académicos, pues se acogen y habitan categorías creadas en el colonialismo y la esclavitud para montar demandas políticas que a la vez recodifican y reifican estas categorías, coartando la urgencia de superarlas y construir el “hombre nuevo” que Frantz Fanon, en diálogo con el marxismo revolucionario, divisó en su obra culminante.

Pensadores como Judith Butler y Asad Haider se refieren a esta condición como las “consolaciones de la identidad”: el apego a identidades reconocidas por el Estado liberal que reducen la agencia política a la afiliación grupal. Tal apego a la identidad, advierten, se mantiene dentro de una relación de subordinación que desarticula solidaridades posibles. Esta forma de enclaustramiento constituye así el principio fundamental y, al mismo tiempo, el límite interno del proyecto antirracista.

Desde el materialismo, como contrapunto, la raza es una categoría sólo inteligible dentro de su localización en el gradiente de la división nacional e internacional de trabajo. De lo contrario, se podría concluir que la ubicación de las personas afroamericanas en el sistema-mundo (con toda su primacía geopolítica, económica, cultural en la escala de desigualdad global) es homologable al de las personas afromexicanas en función de su “raza”. El materialismo arroja un escenario más abigarrado y equívoco de lo que las críticas fundamentalistas nos hacen creer.

El mestizaje y el capital

Por lo demás, la crítica de la raza y el racismo como herencia y fruto del colonialismo desdibuja el posterior desarrollo histórico del organismo social mexicano: el proyecto del mestizaje y la reorganización de las relaciones sociales –tal como operan en nuestros días— se forjan en el México liberal del siglo XIX durante la triunfal expansión del capitalismo industrial, y se concretan en la modernidad totalizante del siglo XX. En más de un sentido, el proyecto del mestizaje es más afín y ventajoso al modo de producción capitalista de lo que lo fue al sistema de castas colonial.

Aunque la clasificación del mestizaje desciende del sistema de castas de la aristocracia criolla y peninsular, su consolidación como ideología responde a un tardío proyecto regulado en que convergen los intereses del gran capital y de los ideólogos nacionalistas. En el marco de la historiografía de Eric Hobsbawm sobre la extensión de la lógica del capital a escala mundial, el proyecto del mestizaje se puede leer como una solución a la necesidad de proletarizar el “ejército de reserva del trabajo”, como le llamó Marx, desde la base del campesinado y alienar la tierra poseída colectivamente para la industria y el comercio mundial en busca de nuevos mercados. Una rotura territorial que inicia, por cierto, bajo el gobierno de Juárez, se corona con la reforma agraria cardenista y se extiende hasta nuestros días.

Al liberarlo de su camisa de fuerza puramente estatista-racial, el mestizaje se revela como parte del proceso de “acumulación originaria” del Estado mexicano que incorpora los territorios y sus habitantes a la lógica funcionaria de mercado. Deja de ser estrictamente una medida biopolítica que convierte a los ‘pueblos indígenas’ en ‘población mestiza’ para concretarse como un proceso de territorialización de apropiación privada de la tierra y de suministro de fuerza de trabajo que puede mercantilizarse mediante una forma específica de ‘población’. El mestizaje, de tal forma, se reactiva como una corriente subterránea constante que acompaña al movimiento del capital.

En este marco, la crítica actual del mestizaje en particular y de la raza en general resultan abstractas y moralizantes a menos de que estén vinculada a las condiciones objetivas de la economía política. En lugar de abreviar la subjetividad mestiza como un sentido de pertenencia al Estado mexicano que entraña procesos de blanqueamiento, se puede elevar como la modalidad histórica y culturalmente específica que toma el proletariado latinoamericano en las relaciones de clase capitalistas, una interpretación ya insinuada por los preclaros trabajos de José Carlos Mariátegui a principios del siglo XX. Estos enfoques tienden dos sentidos contrarios para su posible resolución.

La ‘solución’ del mestizaje

Seguir la línea que destila la crítica del mestizaje a su esencial racial crea una aparente contraposición entre indígenas y mestizos que revierte la homogeneidad de ambas categorías, reafirmando lo mestizo como una identidad de privilegio sin contradicciones internas. Mientras los Estados latinoamericanos son opresores concretos de las naciones originarias, esta supuesta oposición identitaria crea una falsa equivalencia que hace pasar los intereses de las clases dominantes por los intereses universales de las mayorías mestizas.

Las consolaciones de la identidad, así, atrapan al sujeto mestizo, miembro rozagante de la nación mexicana, en un limbo dudoso: entre la apropiación cultural (reindigenización) y la blanquitud (aburguesamiento).

Por un lado, la consumación de la blanquitud supone redoblar las estrategias de blanqueamiento y alinearse con los intereses de la burguesía y el Estado mexicano. Por su parte, aunque la “reindigenización” parece abrir el canal a una forma de organización de intercambio no mercantil, no hay forma de «revisarse a sí mismo» fuera del mestizaje –para usar el vocabulario terapéutico de las políticas identitarias– y en cambio supone el riesgo de andar, en busca de una vaga “ancestralidad”, los caminos de apropiación cultural ya abiertos por el Estado mexicano.

De manera contraintuitiva, entre más se analiza el mestizaje en términos de identidad racial más se disimula la verdadera naturaleza del racismo. Al postular la identidad como la sustancia social del racismo, se pierde el foco sobre la base material que sustenta la raza como relación social y el racismo como la organización violenta de las condiciones de posibilidad de las relaciones capitalistas de producción. En oposición, las invectivas dirigidas a la blanquitud y al Estado, por sí mismas, entrañan una aspiración de movilidad social para las personas racializadas, una inyección de melanina en la cima de la pirámide social y poco más.

A diferencia del antirracismo multiculturalista de hoy, que tiende a una fetichización histórica de la diferencia compatible con el desarrollo capitalista contemporáneo, la crítica materialista del mestizaje no busca meramente una clase dominante más diversa, el colofón de las políticas posmodernas, según Terry Eagleton. Reconoce, en cambio, que las jerarquías –raciales, de género, de clase— representan determinaciones de un mismo aparato y persistirán mientras el capitalismo persevere.

¿Es posible divisar, en este marco, una vía de escape de la aparente indeterminación del mestizaje?

La interpretación materialista abre un horizonte que no se detiene en el escollo de la identidad: concibe el mestizaje, la raza y el racismo como expresiones de una misma formación social en la que el proceso capitalista de acumulación se ha emplazado como la fuerza motriz de la vida histórica. De ahí que la reformulación del mestizaje desde el análisis de clase pueda cambiar los términos de la lucha política.

Parte de la importancia de la crítica materialista del mestizaje es precisamente abrir y exponer la fuerza activa y el papel jugado por los “subalternos” en el advenimiento, expansión y posible superación de la sociedad capitalista en México. En el giro de la visión mariateguiana, este modelo ofrece posibilidades no sólo para la crítica, sino para reflexionar el potencial político del sujeto mestizo: aunque su captura se encuentra en el interior del capital, sus esperanzas emancipatorias residen en su exterior, en donde pierde sentido como categoría identitaria. Pero creer que la autonomía étnica o racial existe afuera de la lógica del capital es un espejismo que oxigena el falso dilema entre el mestizo/el resto: dos momentos, si acaso, de un mismo ciclo que atraviesa toda la vida social.

Una posición valiosa y productiva quedaría por completo fuera de esta oposición. La historia y el presente de los pueblos originarios nos recuerdan repetidamente las revueltas contra su propia proletarización. Al mismo tiempo, nos llevan a intensificar la búsqueda de un terreno común. El materialismo puede traducir los intereses de las mayorías en una conciencia de clase solidaria con la suerte de las naciones indígenas. Ante el hecho histórico irreversible del colonialismo y el imperialismo, el tipo ideal mestizo encontraría en las resistencias indígenas un momento de un proceso más distendido en el que se entrecruzan sus trayectorias históricas. Así, de ser un tema en apariencia subsidiario, la dirección autonómica de las naciones indígenas respecto al Estado pasa por la superación de las mayorías mestizas respecto al modo de producción capitalista.

Esta distinción es vital para montar una crítica más precisa contra el Estado y el mestizaje como su “colectivo ideal”. Las bien intencionadas críticas al nacionalismo de Estado, enfocadas en sus despojos y violencias contra vidas, lenguas y territorios, presuponen una vía de escape mediante la abdicación de la identidad nacionalista. Sin embargo, la opresión que pesa sobre las mayorías responde a una organización social más amplia en que el Estado, lejos de ser una abstracción sostenida por la pertenencia voluntaria, es parte de la sublimación política del modo de producción que nos atrapa a todos en sus relaciones existentes.

Renovar la crítica del mestizaje desde el materialismo histórico incorpora una impronta solidaria para pensar la problemática y diseñar caminos de emancipación para las grandes, formidables mayorías. Si dejamos a un lado los consuelos de la identidad, esta discusión podrá comenzar.