La amplia presencia que hoy tienen las mujeres en las instituciones de educación superior (IES) pareciera indicar que los obstáculos que por mucho tiempo enfrentaron para ingresar y desenvolverse en éstas son cosas del pasado. Así, la sola consideración del notable y sostenido incremento de la matrícula femenina en las universidades a partir de la década de 1970 (Unesco-ISEALC, 2021) oscurece las disparidades que se mantienen entre hombres y mujeres que acceden a este nivel de estudios. Disparidades ancladas en la pervivencia de añejos prejuicios sobre las capacidades y el lugar social de las mujeres. Disparidades cuyo reconocimiento —forzado por las intervenciones de las feministas universitarias para poner un alto a éstas— ha conducido a la adopción de políticas y acciones enfocadas al logro de la igualdad de género, que si bien han permitido ciertos avances, no han logrado trastocar el carácter profundamente patriarcal de estas instituciones que por siglos excluyeron a las mujeres y se forjaron como territorios masculinos. Territorios que en el transcurso del tiempo dieron paso a regañadientes al ingreso de las mujeres dentro de sus aulas, a quienes, en tanto forasteras, se exigió de facto su asimilación a la cultura y prácticas propias de estos espacios patriarcales.
Sin duda la falta de un ejercicio riguroso y sostenido de autocrítica de parte de las instituciones de educación superior es una carencia que explica, en buena medida, el limitado alcance de muchas de las acciones que se emprenden con el fin declarado de poner un alto a las diversas formas en que la discriminación y otras modalidades de violencia sexista se materializan en la vida diaria de las IES. Tales acciones generalmente son sólo cosméticas, creadas para salir del paso, lo que se aprecia en la superficialidad de los “diagnósticos” en que se sustentan, así como en la pobreza de sus resultados. Superficialidad acorde con la persistente evasión de la responsabilidad institucional en lo que se dice que busca resolverse. Como si las instituciones fueran neutras, como si no jugaran un papel sustantivo en el mantenimiento del statu quo y de las relaciones de poder que lo sostienen, como si detrás de su presente no hubiera una larga historia de exclusión y menosprecio hacia las mujeres que se actualiza en las prácticas cotidianas.
Cabe aquí considerar los señalamientos que hace Celeste Montoya (2016) respecto a la perspectiva de corte liberal que alimenta las acciones para atender las desigualdades, la cual podemos reconocer en las universidades. Dice ella que debido a que las instituciones son consideradas como neutrales, las desigualdades que se manifiestan en su interior se atribuyen a los comportamientos de quienes las forman y a la influencia que adquieren los sesgos del exterior que se infiltran en ellas; de aquí que no requieren de una transformación radical, sino de medidas correctivas. O sea, desde esta perspectiva, las instituciones no son el problema, por lo que la solución que se prescribe es el establecimiento de normas y políticas con las que se dice buscar la igualdad. Como ejemplo de ello, Montoya señala el énfasis que se pone en las políticas antidiscriminación orientadas a incrementar el número de mujeres, integrarlas en los órganos de toma de decisión habitualmente dominados por los hombres, así como la no discriminación en la contratación, promoción y acceso a oportunidades educativas. Es decir, las medidas correctivas atienden los síntomas y no la raíz de las desigualdades detrás de las que hay una historia marcada por las relaciones de poder (Hardy y Clegg, 2006).
Así, las “medidas correctivas” que se aplican en los espacios de educación superior mexicanos —que suelen adoptarse según las presiones del momento y cuya aplicación además se ve mermada por resistencias de diversos tipos— terminan siendo rasguños al orden patriarcal que se vive dentro. De esta forma, la falta de una verdadera voluntad de cambio se traduce en una sumatoria de acciones con un alto nivel de improvisación, pero que permite a sus autoridades declarar que “los asuntos de género” están siendo atendidos.
En 2021, Lourdes Pacheco, coordinadora en ese momento de la Red Nacional de Instituciones de Educación Superior: Caminos para la Igualdad de Género —en la que participan más de 50 centros educativos de este nivel en el país—, presentó un balance de lo ocurrido en los últimos diez años en materia de igualdad de género en las IES. En él, señala, entre otras cosas, que a) las políticas federales de igualdad en materia de género son erráticas, pues lo que en realidad se busca es cumplir con los informes con los que se da seguimiento a los convenios internacionales firmados por México; b) las instancias que se han formado para dar impulso a las acciones en esta materia suelen estar minimizadas y carecen de presupuestos y poder para incidir en la estructura organizacional; y c) cuando se busca hacer cambios hay que enfrentar una oposición oficial que sólo se escucha a sí misma, que sólo lee las leyes y piensa que con eso se transforman las universidades. Se trata de una posición oficial sorda y ciega que invalida la palabra de las mujeres.
La sordera y ceguera, a las que alude Pacheco, frente a las distintas modalidades que adopta el sexismo en las instituciones de educación superior se han visto trastocadas en años recientes por la fuerza que ha cobrado el feminismo estudiantil, con sus distintas propuestas, reclamos y agendas. Este activismo ha logrado, por diferentes cauces a los caminos institucionales adoptados por académicas feministas, ampliar la escucha y atención sobre lo que representa ser mujer en organismos con una arraigada cultura patriarcal. En este sentido y a propósito de lo ocurrido en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Daniel Inclán plantea lo siguiente: “Si bien en los últimos años crecen los grupos de académicas feministas y se abren espacios de crítica al patriarcado institucional, la estructura machista de la universidad no se había cismado; fueron las movilizaciones de las estudiantes organizadas las que obligaron a una discusión generalizada y procesos radicales de cambio” (2020, p. 261).[1]
Un hecho que dio un impulso importante a la lucha contra las violencias sexistas dentro de las IES fue la realización, el 22 de marzo de 2018, de la primera Asamblea Interuniversitaria de Mujeres, convocada por la colectiva Mujeres Organizadas de la Facultad de Filosofía y Letras (MOFYL) de la UNAM, y a la que asistieron más de 300 estudiantes de diversas instituciones de educación superior del país. El centro de la discusión fue la necesidad de organizarse contra las violencias que vivían en sus escuelas y de tejer vínculos para dar fuerza a su lucha. Esta reunión contribuyó a la formación de un amplio número de colectivas dentro y fuera de la UNAM que exhibieron, de diversas formas, el descontento acumulado por la sordera, ceguera y negligencia que ha privado a lo largo del tiempo en las IES en los asuntos que afectan la experiencia universitaria de las mujeres. Entre los recursos utilizados están: los paros realizados en distintos planteles del país; las denuncias en redes sociales para hacer públicos los hechos que se comentaban en pequeños círculos o ante los que se acostumbraba a guardar silencio; y la proliferación de “tendederos”[2] —en los que se denuncian las diferentes formas de violencia de parte, especialmente, de profesores— debido al cobijo que da el anonimato a estudiantes que temen por las represalias de quienes tienen la posibilidad de afectar significativamente no sólo su bienestar personal, sino también sus carreras académicas.

Es pertinente aquí señalar algunas de las reacciones masculinas a las movilizaciones y demandas de las jóvenes feministas. Daniel Inclán, en su análisis sobre el contexto de la UNAM, identifica nueve tipos de reacciones “que reciclan y reorganizan formas de respuesta masculina, de muy larga duración, a las demandas de mujeres. No son acciones puras, ni secuenciales, muchas de ellas se ejecutan simultánea y combinadamente”: a) la indiferencia y devaluación, “hacer como si nada sucediera”; b) poner en duda la pertinencia de sus demandas y “construirles un tortuoso mecanismo para demostrar sus dichos”; c) responsabilizar a las agredidas de los hechos vividos; d) exculpar a los agresores con “retóricas de embellecimiento y ennoblecimiento”, como resaltar la importancia de su trabajo académico para el país; e) descalificar las luchas y demandas por los medios utilizados para hacerlas públicas; f) establecer una frontera entre acusados y no acusados: “La estigmatización de los agresores permitía asegurar el estatus de masculinidad”; g) utilizar amenazas tales como la implementación de medidas administrativas y hacer aparecer a las activistas como las responsables de afectar a la continuidad de los estudios del alumnado; h) “diseñar y administrar el conflicto mediante operaciones abstractas, revestidas de saber especializado”; e i) imponer el olvido y archivar las demandas: “Se intenta dar vuelta a la página para afirmar la posición institucional al instrumentalizar las exigencias” (2020, pp. 261-264).
A pesar de las resistencias que generó el activismo de las jóvenes feministas en la UNAM, la fuerza que adquirió su lucha dejó logros importantes. Entre ellos están los siguientes: dar amplia visibilidad, dentro y fuera de la universidad, a las violencias que viven las mujeres en los espacios escolares y el papel activo que juegan las instituciones en la persistencia de este fenómeno; favorecer que quienes han sido agredidas identifiquen que lo que les ocurrió no es un problema de carácter personal del que deben avergonzarse y culpabilizarse por su supuesta falta de autocuidado; mostrar que no se trata de un problema que las afectadas han de resolver por sí mismas limitando sus libertades; forzar el reconocimiento institucional de la extensión y gravedad de este problema —como sucedió cuando, gracias a su lucha, se incorporó en el Estatuto General de la UNAM, apenas en 2020, la violencia de género como una falta grave—, así como la adopción de otras medidas para avanzar en la erradicación de estos comportamientos. Estos últimos, es importante subrayar, no afectan solamente a quienes viven las agresiones —“la violencia no queda encerrada en el suceso en que ocurre” (Jimeno, 2019, p. 28)—, sino al conjunto de la comunidad universitaria, debido al efecto pedagógico que tiene en sus integrantes cada acto amparado por la permisividad que ha prevalecido hacia las distintas manifestaciones de violencia sexista a lo largo del tiempo. Estos actos, por inocuos que algunos puedan parecer, dejan huella; sólo en apariencia están desvinculados uno del otro, ya que forman parte de un todo envolvente.
Para concluir, es importante considerar lo que señala Verónica Gago cuando pone el foco de atención en las luchas feministas, en particular las huelgas de mujeres ocurridas en años recientes en Argentina y otros países de América Latina. Dice ella que “no sabemos lo que podemos hasta que experimentamos el desplazamiento de los límites que nos hicieron creer y obedecer”; y agrega: “la huelga nos permite desafiar y cruzar los límites de lo que somos, lo que hacemos y lo que deseamos, y cómo se vuelve un plano que construye un momento histórico de desplazamiento respecto a la posición de víctimas” (2020, pp. 13 y 16).
Notas
[1] Para una visión de las movilizaciones emprendidas dentro de la UNAM por las colectivas de estudiantes feministas, se sugiere la lectura de: Álvarez, Lucía (2020). “El movimiento feminista en México en el siglo XXI: juventud, radicalidad y violencia”. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, vol. 65, núm. 240, pp. 147-175.
[2] Los tendederos tienen como antecedente la pieza de la artista feminista Mónica Mayer, presentada por primera vez en 1978 en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México. Para su elaboración, Mayer invitó a las mujeres presentes en la exposición a que escribieran en pequeñas papeletas lo que más detestaban de la ciudad. La mayoría de las respuestas giraron en torno a la violencia sexual en las calles y el transporte público.
Referencias
Gago, Verónica (2020). La potencia feminista: o el deseo de cambiarlo todo. México: Traficantes de Sueños.
Hardy, Cynthia y Stewart Clegg (2006). “Some dare call it power”, en Stewart Clegg, Cynthia Hardy, Thomas Lawrence y Walter Nord (eds.), The SAGE Handbook of Organization Studies, Londres: SAGE, pp. 622-641.
Inclán, Daniel (2020). “Verdad inconveniente. Reacciones masculinas al movimiento de mujeres universitarias en la UNAM”. Nómadas, núm. 53, pp. 259-275.
Jimeno, Myriam (2019). Cultura y violencia: Hacia una ética social del reconocimiento. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
Montoya, Celeste (2016). “Institutions”, en Lisa Disch y Mary Hawkesworth (eds.), The Oxford Handbook of Feminist Theory, Nueva York: Oxford University Press, pp. 367-384.
Unesco-IESALC (2021). Mujeres en la educación superior: ¿La ventaja femenina ha puesto fin a las desigualdades de género? París.