
Perspectivas
Soledad Lastra
Argentina 1985 es hija de su tiempo. Se trata de una película que pone sobre la mesa la importancia de juzgar a los responsables de las violaciones a los derechos humanos. Más de cuatro décadas atrás, cuando la idea de juzgar a los militares todavía no tomaba fuerza,[1] los delitos cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado podían ocultarse detrás del silencio de los poderes de turno.
La película narra la historia de Julio Strassera, fiscal federal en ese momento, y de su equipo de abogados y abogadas, algunos demasiado jóvenes e inexpertos, que se enfrentan prosaicamente a los integrantes de las tres juntas militares en Argentina, responsables de haber cometido las violencias más aberrantes durante la última dictadura, entre 1976 y 1983. La película no precisa de mayores contextualizaciones para quien quiera ver una narrativa ágil y épica sobre el juicio. Pero si el público la lee como documento histórico se perderán muchos aspectos. Se ausentan del relato las luchas previas del movimiento de derechos humanos y otros actores importantes del campo político que influyeron y/o obstaculizaron este famoso juicio. Se deja en un segundo plano el rol de los testimoniantes, muchos de ellos familiares de desaparecidos y otros sobrevivientes de los centros clandestinos de detención.
Sin embargo, la película conmueve porque se inscribe en un continente que sangra por estas mismas heridas y encuentra inmediatamente interlocutores ávidos por entender cuál es la fórmula para juzgar y condenar a los agentes del Estado por delitos de lesa humanidad.
La justicia es el corazón de la película y la fibra que nos toca a todos y todas. Ansiamos justicia porque carecemos de ella desde hace muchos años y muchos dolores. De hecho, la situación de Argentina con respecto a los juicios es inédita en la historia del Cono Sur y de América Latina. Es importante recordar que, si en 1985 se celebró un juicio de semejante naturaleza, el precio fue bastante alto. Inmediatamente se sancionaron las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987) que buscaron el cierre de esa experiencia judicial. Dos años después, en 1989 y 1990, el gobierno del presidente Carlos Menem decretó una serie de indultos que liberó a los militares condenados hasta el lento reinicio de los juicios entre 2003 y 2007. A partir de la presidencia de Néstor Kirchner, los juicios volvieron a celebrarse y hoy en día hay más de mil militares y algunos civiles condenados por delitos de lesa humanidad. Por eso, la Argentina que vemos en la película es la de un momento de justicia simbólico y fundacional pero también muy acotado. Lo que no se detuvo ni antes ni después de ese juicio fue la lucha y denuncia que mantuvieron los familiares, sobrevivientes y víctimas de la represión estatal.
Juzgar a los militares no fue ni es tarea fácil. La película lo muestra cuando el fiscal y su equipo se enfrentan al desafío de alegar bajo una figura jurídica poco legitimada por entonces: la desaparición forzada de personas. Una revisión sobre las condenas del juicio de 1985 evidencia que el delito con mayor número de penas fue el de privación ilegítima de la libertad, así como el delito de homicidios, robos y tormentos que eran los casos con mayor claridad y cantidad de material probatorio. De acuerdo con la investigación de Diego Galante “la desaparición de personas – la práctica criminal más emblemática de la violencia dictatorial- que por entonces carecía de figura penal, aunque tematizada e implícita en el curso judicial no tuvo representación en las condenas”.[2] En definitiva, la desaparición no contaba en ese momento con el peso jurídico capaz de enviar a todos los militares directo a la cárcel. Esto habla del contexto y de las luchas que quedaban por dar.

Otra figura controversial es la de genocidio pues ha generado muchísimas discusiones dentro y fuera del campo judicial y solo en algunos casos fue incluida como calificación del delito por jueces y fiscales.[3] Esta dificultad no es privativa del caso argentino. En México, por ejemplo, el ex presidente Luis Echeverría Álvarez fue imputado por delitos de genocidio en el marco de la represión dirigida hacia el movimiento estudiantil de 1968 junto a otras estrategias de aniquilamiento de la oposición. El Comité 68 Pro Libertades Democráticas es uno de los principales colectivos que sostienen esta demanda jurídica y este reconocimiento social: que la represión de los sesenta y durante la mal llamada «guerra sucia” no fue un hecho aislado ni un exceso de las fuerzas de seguridad mexicana; fue sobre todo un acto de exterminio planificado y sistematizado a lo largo de todo el territorio nacional. El delito de genocidio no es todavía un delito tipificado en el código penal mexicano y, en ese sentido, la experiencia histórica supera los encuadres del Derecho una vez más. [4]
Visto desde esa ventana, la película Argentina, 1985 muestra un momento singular de la historia política reciente: la confluencia puntual y exitosa de los agentes judiciales (el fiscal, su equipo y los jueces) con las demandas de las víctimas y familiares. Un eclipse total que, como adelantamos, duró poco en esos años ´80.
La justicia en América Latina es un campo minado. La histórica experiencia de 1985 encuentra su contrapeso en las estrategias que deben articular y perseguir los abogados en Argentina para seguir demostrando que la represión estatal se dio en todo el territorio nacional, en diferentes modalidades y con consecuencias imborrables para una gran parte de nuestra sociedad. Lo vimos con la Megacausa ESMA y el desafío que enfrentaron los abogados para explicar con pruebas de qué se trataban los vuelos de la muerte[5]. También lo advertimos en todo lo que falta por hacer, por ejemplo: en la ausencia del reconocimiento del exilio como un mecanismo represivo igual al de la cárcel o la tortura; o en la exclusión de los juicios de aquellos niños y niñas secuestrados con sus padres y cuyas experiencias no “califican” dentro de las víctimas del terrorismo de Estado.[6]
En este sentido, hay un aspecto que llama la atención en el guion de la película: es el uso recurrente de los testimonios de mujeres que vivieron experiencias de violencia sexual y reproductiva en el marco de sus detenciones clandestinas. Parir en un Falcón verde —coche emblemático de la dictadura argentina— y vivir la maternidad en condiciones de tortura es, sin dudas, un dato que nos sensibiliza en el marco de la violencia femicida de nuestro presente. Durante 1984, la Comisión Nacional de Investigaciones sobre Desaparecidos (CONADEP) recogió centenares de testimonios que hacían referencia a estas violencias sexuales. En 1985, durante el juicio, se repitieron algunos de ellos a viva voz, ya no desde las páginas del Informe Nunca Más sino en el mismo tribunal. Sin embargo, a pesar del horror, debieron pasar más de 40 años para que se condenara a las fuerzas de seguridad argentinas por la violencia sexual cometida en un centro clandestino de detención. En agosto de 2021, dos ex marinos con cargos de alta jerarquía militar fueron condenados por el Tribunal Oral Federal 5, por delitos de violencia sexual que fueron considerados como crímenes de lesa humanidad y autónomos de la figura de la tortura. Las tres mujeres que fueron secuestradas en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) entre 1977 y 1978 debieron esperar 43 años por este fallo. La justicia argentina de 1985 no se hizo eco de esta violencia a pesar de haber tenido un papel histórico. ¿Es que nadie nos dijo que en los centros clandestinos se violaba a las mujeres? ¿Es que no sabíamos que durante la dictadura las mujeres eran obligadas a parir en condiciones de absoluta violencia e indefensión?
La película gira en torno a las figuras de estos agentes judiciales situados en un limbo jurídico y que cuentan con información sobre los hechos pero que necesitan probar en términos judiciales esa violencia. Como sabemos, un catálogo de documentos no se convierte automáticamente en una prueba irrefutable; ni un archivo produce intuitivamente una investigación histórica. Para construir verdad y justicia también se necesitan operadores, traductores, personas con conocimiento profesional, compromiso, ética y convicción, capaces de armar una causa en el lenguaje y bajo las reglas de ese campo específico.
El personaje de Strassera en la película se inscribe en ese horizonte. Es el eslabón perdido, el traductor atrapado entre una voluntad presidencial de juzgar y un campo social que lo exigía desde mucho tiempo atrás. Es quien debe imaginar cómo llevar adelante semejante desafío. Argentina cuenta con una acumulación de conocimientos jurídicos construidos con sangre, sudor y lágrimas. Pero en otros países de América Latina estas figuras también existen y son menos conocidas, y seguramente cargan con años enteros de lucha por abrir esa grieta que permita juzgar a los responsables. Desde la antropología y la sociología se ha analizado con detenimiento y expectativa esta actitud transformadora de los agentes judiciales, ya que son los que promueven cambios al interior del Derecho e inciden en la gestación de una nueva cultura jurídica cercana a las víctimas y a las causas humanitarias.[7] En Uruguay, la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado aprobada en 1986, fue respondida con movilizaciones populares y trabajo jurídico para poder llevar a juicio a los responsables de la última dictadura militar. En Chile y Brasil, las leyes de amnistía sancionadas en 1978 y 1979 por las respectivas dictaduras y que clausuraron la posibilidad de juzgar y condenar a las personas que actuaron en el esquema represivo de cada país, también fueron rebatidas por colectivos de abogados y activistas por la defensa de los derechos humanos.[8] Estos espacios de militancia humanitaria y jurídica organizan su lucha contra las grandes estructuras de poder e impunidad y lo hacen muchas veces desde adentro del campo judicial mismo, cuestionando la legitimidad de estas decisiones y alertando sobre los efectos negativos que tienen en los procesos de verdad y reparación a las víctimas. Aunque en los últimos años se produjeron algunos cambios, la impunidad anunciada en leyes y decretos se sostiene por la directa complicidad del poder judicial.
Por último, quiero mencionar que existen muchos ejemplos en América Latina de casos en que, organismos e instituciones internacionales, subrayaron la necesidad de que los Estados investiguen y juzguen a las personas que cometieron violaciones a los derechos humanos. El 23 de noviembre de 2009 la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó sentencia contra el Estado mexicano por el caso de Rosendo Radilla Pacheco, secuestrado por un retén militar en Atoyac de Álvarez (Guerrero) en agosto de 1974 y que hasta la fecha continúa desaparecido.[9] Casi diez años después, Brasil también fue sentenciado por la misma Corte IDH en el caso Gómez Lund por no investigar ni juzgar las violaciones cometidas contra las personas que integraban la Guerrilla de Araguaia y que fueron aniquiladas por la dictadura militar en 1972.
Estos y otros casos demuestran que las heridas del pasado continúan en el presente y que la justicia, en lugar de convertirse en un espacio de escucha y reparación para las víctimas, se parece mucho más a una máquina oxidada: opera lentamente, bajo circuitos conservadores y se rige por lenguajes y encuadres que alejan a las personas y benefician a los perpetradores. En este escenario de impunidad, recordar el Juicio a las Juntas de 1985 nos conmueve y nos hace mirar este presente con una certeza: necesitamos que la justicia llegue y que lo haga a tiempo.
Notas
[1] Sobre este tema recomiendo la investigación de Silvina Jensen “Los exiliados argentinos y los sentidos del Núremberg: de recurso pedagógico a estrategia de persecución penal de los crímenes de la última dictadura militar (1976-1983)” en revista Folia Histórica del Nordeste, Universidad Nacional del Nordeste, num. 34, 2019.
[2] Diego Galante, El Juicio a las Juntas. Discursos entre política y justicia en la transición argentina, Colección de Libros de la Buena Memoria, UNGS, UNLP, UNaM, 2019, p. 75.
[3] Sobre la figura del genocidio en los juicios de Argentina recomiendo el texto de Daniel Feierstein y Malena Silveyra, “Genocidio o crímenes de lesa humanidad: el debate jurídico argentino como disputa por el sentido asignado al pasado”, en Estudios de Derecho, núm. 77, Universidad de Antioquia, 2020.
[4] Esta situación, sumada a la reciente muerte de Echeverría, el 8 de julio de 2022, complica las cosas para alcanzar la justicia pues podrían darse por extintas aquellas causas que en realidad corresponden a crímenes de Estado y que debería seguir investigándose.
[5] Recomiendo revisar el trabajo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) en Argentina.
[6] Esta idea de la ceguera de la justicia argentina frente a la causa de los hijos e hijas huérfanos por la desaparición de sus padres la recupero de las reflexiones agudas y acertadas de Mariana Eva Pérez.
[7] Recomiendo este dossier coordinado por la Dra. Virginia Vecchioli: “Profesionales del derecho, activismo jurídico y creación de nuevos derechos. Hacia una mirada comprensiva del derecho desde las ciencias sociales” en Revista Política, vol. 49, num. 1, Universidad de Chile, 2011.
[8] Esto lo podemos ver por ejemplo en el movimiento pro-referéndum organizado en Uruguay a finales de los ´80 para revertir la ley de caducidad; en la realización de los Juicios por la Verdad en Argentina a finales de los años ´90; y en el activismo de la Orden de Abogados de Brasil que, en 2010, inició un pedido de reinterpretación de la ley de amnistía que no igualara a los ex presos políticos y exiliados con los responsables por crímenes de lesa humanidad.
[9] Los posteriores seguimientos realizados por la Corte IDH sobre el caso Radilla evidencian el incumplimiento del Estado mexicano sobre la sentencia de 2009.