Vicente Lombardo Toledano fijó el paradigma con que la intelectualidad de izquierda concebiría la historia moderna del país. Desde entonces se postuló que el ascenso de la burguesía en México obedeció un ciclo que inició con la Independencia, continuó en la Reforma y se consumó durante la Revolución de 1910. Esto suponía la existencia de un pasado feudal (la Colonia) enterrado por obra de una revolución burguesa con la especificidad indicada. Dichas transformaciones tuvieron un componente popular significativo, pero subordinado invariablemente a la dirección de las clases propietarias, quienes, cada una en su momento, emprendieron un proyecto modernizador. También estas rupturas fueron cruentas, prolongadas y destructivas. Enfocado de esta manera, México había seguido un curso análogo al de los países europeos, por lo cual, como éstos, podía ver en el firmamento una revolución proletaria, aunque los distintos diagnósticos diferían en cuán próxima estaría ésta.
Dentro de la narrativa histórica de la izquierda, la Guerra de Independencia separó a la nación mexicana del imperio español. Ello permitió dar pasos inciertos en la construcción de un Estado nacional, el cual logró sobrevivir mas no librar la secesión territorial. Durante y después de la Independencia, la élite criolla sometió el movimiento popular. La Reforma propició una guerra civil y una invasión extranjera, desmontó las estructuras coloniales, dio lugar a un Estado moderno, debilitó las corporaciones y desarrolló el mercado de la propiedad territorial e inmueble. La Reforma significó el ascenso del México mestizo —de acuerdo con la caracterización de Andrés Molina Enríquez— e inició como una revolución desde arriba motivando la respuesta armada de las fuerzas del antiguo régimen, esto es, una contrarrevolución conservadora, monárquica, al continuarse como guerra de intervención. La Revolución despojó a la oligarquía porfiriana, levantó en armas al campesinado —subordinado tras la derrota de los ejércitos populares— repartió las haciendas y edificó un Estado de masas.
Estas tres transformaciones fueron rupturas profundas en la historia nacional, épocas que cambiaron sustancialmente al país. La Independencia creó el Estado-nación, la Reforma un entramado político y legal que dio viabilidad a la república, y la Revolución un Estado que incorporó a las masas populares a la esfera pública. Más lentos, los cambios económicos y sociales fueron también de consideración: la formación del mercado interno, la desamortización de la propiedad corporativa, la industrialización, la constitución de la sociedad civil, el asociacionismo trabajador y la escuela pública, por mencionar sólo algunos. Estas transformaciones contaron con una élite modernizadora (los criollos ilustrados, los liberales y los rancheros sonorenses), cedieron espacio a las clases subalternas y abrieron el sistema político a su participación. Pero, con ninguna de éstas, los subalternos se hicieron del poder ni tampoco lograron emanciparse.
¿Es comparable la Cuarta Transformación a las grandes rupturas precedentes? La primera y obvia respuesta es que resulta demasiado temprano aventurar un pronóstico puesto que aquélla está apenas en ciernes; no se ha desplegado lo suficiente para conocer sus alcances. De la misma manera, no conocemos todos los obstáculos que pueden lastrar su desarrollo. No obstante, la hiperactividad del presidente tabasqueño hizo que muy pronto presentara las líneas fundamentales de su administración y pusiera en marcha los programas prioritarios, amén que la sobreexposición mediática dejó en claro su estilo de gobernar. También están los antecedentes de López Obrador como jefe de gobierno de la Ciudad de México. Con base en esto podemos esbozar algunas ideas provisorias sobre el régimen político.
¿Estamos frente a uno nuevo o continuamos en el régimen de la Revolución mexicana? El principal intento de abandonar éste provino de los últimos gobiernos priistas del siglo XX, quienes encontraron la salida a través de la reducción de la intervención estatal en la economía y la promoción de la competencia política por medio de sucesivas reformas políticas. A despecho de ambas, el pacto corporativo que sustentó el Estado posrevolucionario permaneció intocado y el régimen autoritario sobrevivió a la democracia electoral. Otro tanto abonaría Felipe Calderón al autoritarismo estatal recurriendo a la militarización para combatir el crimen organizado: guerra interna y transición democrática, una ecuación muy difícil de cuadrar.
López Obrador, sin abandonar el marco democrático, socava los contrapesos al Ejecutivo, condición tanto para acotar el poder presidencial como para desarrollar la democracia. Tampoco la militarización de la seguridad pública contribuye a la realización de aquélla. Y las consultas populares, en lugar de servir para tomar el pulso a la sociedad y otorgarle un papel en la toma de decisiones públicas, han funcionado como un mecanismo de legitimación de decisiones previamente tomadas. Esto parece indicar que la Cuarta Transformación tampoco abandonará la matriz autoritaria del régimen posrevolucionario. De hecho, el presidencialismo, y su cariz centralizador, se han fortalecido durante el gobierno obradorista. En esta medida, con todo y su incuestionable legitimidad democrática ganada a pulso en las urnas, el presidente tabasqueño ha retomado en el Ejecutivo (o intenta hacerlo) las riendas de la gobernabilidad relajadas en los años de la alternancia. Todas estas razones permiten pensar que la Cuarta Transformación no supondrá un cambio de régimen político, antes bien se reforzará, agregando añadidos, el existente. Desde esta perspectiva, el obradorismo presumiblemente se quedaría corto en relación con las rupturas históricas precedentes que, o bien o crearon nuevos Estados (la Independencia y la Revolución), o modificaron el régimen (la Reforma).
Tampoco la Cuarta Transformación significa una ruptura con el modelo neoliberal en lo referente a la reducción del gasto público, las bajas tasas impositivas, la disciplina fiscal, el libre comercio o el neoextractivismo (para la explotación de los recursos naturales). No en balde, desde antes de tomar el timón presidencial López Obrador coadyuvó en la negociación del T-MEC. Donde sí hay un deslinde con respecto del neoliberalismo es el uso que se da a los recursos públicos ahorrados, que se emplearán básicamente en rescatar al sector energético y en fondear los programas sociales. Esto, que bien podría parecer un contrasentido, define con mucho el perfil del gobierno obradorista: realismo macroeconómico, política social redistributiva y nacionalismo económico. Sin embargo, el eclecticismo gubernamental provoca tensiones con los mercados globales contrarios al nacionalismo económico y a la intervención estatal en el mercado. Atendiendo estas consideraciones, la Cuarta Transformación sigue atada a la globalización neoliberal, pero tiene diferencias importantes con los gobiernos precedentes.
El proyecto obradorista ha incorporado a las clases populares, relegadas por la modernización excluyente efectuada por el neoliberalismo. Un parecido de familia con lo que significó el régimen de la Revolución mexicana con respecto del Porfiriato. Pero, y aquí el paralelo es con el régimen posrevolucionario, la integración de las masas ha sido a expensas de su subordinación. No son las clases populares las que toman las decisiones o quienes gobiernan, es el presidente el que las interpreta y ejecuta las acciones pertinentes. En este trasiego de demandas sociales y respuestas gubernamentales, López Obrador se asume como un delegado del pueblo, como el hombre común a quien le corresponde hablar en nombre de todos porque, precisamente por ser común, es uno más, pero uno entre muchos idénticos a él. Y, en cierto sentido el presidente tabasqueño lo es, pues mira el mundo, los problemas del país y las soluciones a ellos como lo hace la mayoría de la gente. Habitualmente, el político de Macuspana se comporta como un padre de familia que hace economías para llegar a fin de mes. Por tanto, no asombra que las explicaciones complejas de los especialistas le repugnen a López Obrador porque considera que las cosas son sencillas, diáfanas. La diferencia con la gente común o con el jefe de familia es que él es el presidente.