Quizá el movimiento más complicado para paliar los efectos de la pandemia que aqueja al mundo es restituir el tejido social a través de algo que parece su más inmediata contradicción: el confinamiento.
La única medida que ha logrado mitigar de formas diferenciadas el crecimiento exponencial del contagio de Covid-19 ha sido el que las poblaciones se resguarden en sus hogares y reduzcan al mínimo esencial el contacto con el exterior. La idea básica es sencilla: tratar a miles de personas en terapia intensiva en un periodo de tiempo muy breve hace colapsar los sistemas de salud. Ningún país tiene recursos para ello, ni los más ricos, por tanto, se debe lograr que el tratamiento de ese mismo número de personas se distribuya en un periodo de tiempo más largo, a modo de que se posibilite su adecuada atención en los hospitales especializados.

Como decisión de Estado, postergar o anticipar las medidas necesarias para que se respete el confinamiento ha representado la vital diferencia entre una crisis descontrolada o una mejor gestión de la misma. En todos los casos la crisis se presenta. Pero, tal como parecen demostrarlo Corea del Sur y Alemania, las medidas anticipadas de aislamiento y de realización de pruebas han permitido un mejor control del contagio y de tratamiento de los infectados, por lo que el índice de mortandad en estas naciones es de los más bajos hasta el momento, a pesar de que ambas naciones se encuentran entre los países que encabezan los índices de contagios. En contraparte, Italia paga con altísimos costos humanos lo que parece ser la consecuencia de una tardía decisión de la aplicación de las medidas de aislamiento.
Por otra parte, es ya evidente que la articulación entre calidad, amplitud y recursos económicos de los servicios de salud pública está en el centro de los modelos y estrategias que seguirán las naciones, y es con base en ello que se tienen que tomar decisiones que atiendan a la realidad de cada país. El éxito de Alemania, por ejemplo, muestra la capacidad de un Estado con un potente sistema de salud pública, que cuenta con el Instituto Robert Kosch (RKI), centro de salud pública, especializado en control, vigilancia y prevención de enfermedades, y que en este momento tiene la capacidad de aplicar 160 000 pruebas por semana. Además, es el cuarto país con el mayor número de camas hospitalarias por habitante y tiene la mayor concentración de hospitales de Europa. De modo que hay una innegable relación entre la calidad de la salud pública y la capacidad de respuesta ante la crisis. Vale la pena considerar que un buen sistema de salud no es el efecto automático de una robusta riqueza nacional, pues en los Estados Unidos la privatización efectiva del derecho a la salud ha propiciado la rapiña y el lucro económico que impiden afrontar la crisis de la pandemia de forma efectiva. No extraña, por tanto, que el jefe del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de esa nación, Anthony Fauci, declarara abiertamente que su sistema de salud está fracasando ante Covid-19, pues no se ha tenido la capacidad de distribuir y aplicar las pruebas para su detección con la celeridad necesaria.
Otro rostro del complejo mapa mundial, es el de las naciones con mayor desigualdad social y Estados devastados por décadas de neoliberalismo. En estos países, el confinamiento, como medida precautoria y de emergencia sanitaria, expone con mayor crudeza la precariedad laboral y las escasas o nulas reservas económicas de millones de personas para sobrellevar semanas de aislamiento sin el flujo de un ingreso mínimo suficiente, por lo que es evidente que a corto y mediano plazo se incrementarán la pobreza y el endeudamiento de los estratos más bajos de la escala económica. Estos efectos serán tan negativos como la transmisión de la enfermedad, puesto que afectarán a todos, pero, como con el contagio, las posibilidades inmunológicas y materiales para sobrellevarlos serán profundamente desiguales. Ante este escenario, las estrategias de los jefes de Estado en América Latina revelan el anclaje ideológico desde el cual cada uno de ellos enfrentará la crisis social. Para muestra basta Jair Bolsonaro, que en Brasil –con un claro crecimiento exponencial de casos comunitarios– ha retardado las medidas preventivas e incluso ha declarado que toda crítica a las decisiones tomadas hace parte del golpeteo político con miras hacia el proceso electoral de 2022. En México, en tanto, la campaña de desinformación, de confusión y de propagación de fake news para desconcertar a la población y provocar una oleada de críticas ante las medidas gubernamentales, con o sin fundamento científico y político, ha arreciado en un intento por incrementar los bonos políticos de la oposición de derecha.
Sin duda, las crisis sociales son momentos de excepción en los que las fuerzas sociales se recolocan, y ello puede abrir un espacio de oportunidad al control social. Sin embargo, nuestra precaria comprensión de la maquinaria política y económica de las decisiones estatales que nos afectarán directamente puede hacer que se tome el efecto por la causa y que seamos presas de la desazón y la confusión. Así, por ejemplo, en días recientes el connotado filósofo italiano Giorgio Agamben fue duramente criticado por su primera declaración sobre las medidas sanitarias aplicadas en su país, pues afirmó que “el estado de miedo (…) se traduce en una auténtica necesidad de situaciones de pánico colectivo para las cuales la epidemia proporciona una vez más el pretexto ideal”. Al breve debate entraron Jean-Luc Nancy y Roberto Esposito, de la reflexión de este último me gustaría destacar lo siguiente: “Me parece que lo que está sucediendo hoy en Italia, con la superposición caótica y bastante grotesca de las prerrogativas nacionales y regionales, tiene más el carácter de un colapso de las autoridades públicas que el de un dramático control totalitario.”
De modo que vale la pena observar cómo los modelos y estrategias que utilizarán los estados no responderán a un uso del poder político unidireccional ni unicausal, puesto que en cada caso las reservas materiales, los recursos sociales, las condiciones socio-políticas e incluso las determinaciones culturales crearán dinámicas específicas ante medidas semejantes, y tendrán también efectos y alcances relativos. El común denominador, sin duda, son los límites del capital, como lo ha señalado la filósofa Judith Butler, pues en todo el mundo en las próximas semanas y meses se recrudecerán las disparidades sociales y se visibilizará la irracionalidad que propiciará que los grandes y pequeños capitales velen ante todo por el resguardo de la ganancia y el atesoramiento ante la incertidumbre económica. Esa dinámica propiciará un fuerte encono contra la medida del confinamiento social, a pesar de ser la única estrategia probada para aplanar la curva de contagio con el fin de usar de modo más racional los recursos médicos, pues, como dijo el viejo topo, Karl Marx: “Las interrupciones violentas del proceso laboral, las crisis, vuelven dolorosamente conscientes a los capitalistas de que la única fuente de producción de valor es la fuerza de trabajo” (El Capital). Frente a ello, hoy velar por el interés colectivo y abonar porque los sectores más vulnerables de la población tengan oportunidad de ser atendidos en las mejores condiciones significa asumir de forma colectiva el confinamiento como una apuesta por la solidaridad social, como un doloroso y complicado acto político de gran escala y sin precedentes en las sociedades contemporáneas. No se trata sólo internalizar el miedo al contagio, se trata de luchar de forma colectiva desde el aislamiento, por contradictorio que parezca, para afrontar la crudeza del escenario venidero. Harán falta también redes solidarias de toda clase, para ello, más allá de la disposiciones estatales y fuera de la dinámica del intercambio mercantil, la creatividad y la capacidad de reconstitución del tejido social sin duda emergerá de mil maneras.