Serie Nación trabajadora

Pablo Ignacio Chena

Director Nacional de Economía Social y Desarrollo Local
Investigador Independiente del CONICET
Miembro de la Usina del Pensamiento Nacional y Popular

La evolución de la sociedad es un proceso de adaptación mental
de los individuos, bajo la presión de las circunstancias externas,
que no toleran por más tiempo hábitos mentales formados en el pasado

Thorstein Veblen, 1963

El presente artículo analiza el origen sociohistórico de las clases ociosas del capitalismo y las consecuencias económicas, sociales e institucionales que han tenido para el devenir del trabajo, de su sentido y función, en la modernidad. A partir de esa larga historia, reflexionaremos sobre la reconstitución de una sociedad de trabajo en el presente y la proyección de una Nación trabajadora para el futuro. Para esto partimos de la definición que Thorstein Veblen (1963) realiza, retomando el clásico tópico socialista de las abejas y de los zánganos, de las clases ociosas como contrapuestas a la clase trabajadora por su rechazo del trabajo manual, industrial, dedicado a la producción cotidiana de los medios materiales de vida, por considerarlo una tarea de las clases inferiores.

Según Veblen, la clase ociosa ha buscado históricamente prestigio en la guerra, la política, las prácticas religiosas; y, desde la formación del capitalismo, en la acumulación de riquezas para el ocio y el consumo ostensible. Para la clase ociosa, la exención de toda tarea útil es muestra de superioridad de poder, pues todo trabajo productivo es síntoma de debilidad e inferioridad. Al vivir de las rentas pecuniarias de la propiedad, las clases ociosas convencionalmente prueban su riqueza y “una buena posición social” al “abstenerse del trabajo”. Veblen afirma así que “esta insistencia en lo meritorio de la riqueza conduce a una insistencia más vigorosa en el ocio” (1963, p. 49). El ocio no significa aquí pereza o quietud, sino “pasar el tiempo sin hacer nada productivo”, “1) por un sentido de la indignidad del trabajo productivo; y 2) como demostración de una capacidad pecuniaria que permite una vida de ociosidad” (1963, p. 51).

El dominio de las clases rentistas en el sistema capitalista ha sido tan penetrante que parecería imposible ver sus límites sociales, sobre todo en épocas como la nuestra, donde, gracias a la lógica del capitalismo financiero, se han vuelto preponderantes. Sin embargo, al atender a su formación, surgida históricamente desde la parte del trabajo, se abre la posibilidad, desde el presente, de aprehender no sólo las implicaciones de su creciente poder, sino también los conflictos que suscitan. En este contexto, situando la intuición de Veblen en el marco de los análisis históricos de Karl Marx, el artículo estudiará, primero, la forma en que las clases ociosas se fueron apoderando del sistema capitalista a lo largo de su historia, hasta volverlo socialmente inviable. Después, reflexionará sobre la importancia de concepciones alternativas del trabajo, concebido como una actividad más que remunerativa y no limitada al consumo que genera ocio. A través de ellos, la parte del trabajo ha evitado ser cooptada por las clases ociosas en su misma construcción de comunidades que prefiguran una nueva actualización de la Nación trabajadora. 

La Sociedad de trabajo

El estudio de las formaciones económicas, no limitadas al prisma histórico del capitalismo, enseña que en una sociedad de trabajo son los grupos trabajadores reunidos en comunidad quienes organizan el proceso vital, con la finalidad de producir bienes para su propia manutención y la de su familia (Marx, 1974). En caso de existir, el excedente producido se destina a fortalecer la unidad del cuerpo comunal como un todo. En efecto, el trabajo no se limita a la producción, sino que es un lazo social que permite la reproducción común de una sociedad dada. Para que la mayoría trabajadora prevalezca sobre las clases ociosas en una comunidad, deben garantizarse “las condiciones originarias de producción”, o sea, la combinación de distintas condiciones materiales y sociales que permiten a los miembros de la sociedad producir y reproducir sus medios materiales de existencia (Godelier en Roux, 1981).

Dichas condiciones no pueden ser producidas por el trabajo en su sentido restringido, como actividad meramente productiva, pues no son el resultado del ciclo producción-consumo, sino que son condiciones necesarias para la reproducción tanto del trabajo como de la sociedad en su conjunto. En suma, como han destacado los trabajos etnográficos desde Malinowski, los tiempos y ritmos del trabajo, determinados por la comunidad, están marcados por rituales que muchas veces se abren al goce común de la fiesta. En ellos, la lógica comunal originaria no separa producción material y reproducción social.

En diálogo con los primeros trabajos antropológicos, Marx ha intentado ver en la propiedad común un medio para garantizar la reproducción social. Dio particularmente dos ejemplos que podrían, de alguna forma, definir la organización comunitaria (Marx, 1974). Por un lado, la relación de propiedad que el trabajador “ingenuamente” establece con la naturaleza. Para Marx, la naturaleza determina y/o condiciona, con su clima y geografía, el proceso de trabajo, los bienes a producir, las herramientas necesarias y la ubicación de la comunidad (Marx, 1974, p. 8). En este contexto, podemos observar dos relaciones de propiedad que el trabajador establece con la tierra y con sus medios de reproducción. La comunal, donde el trabajo se organiza asociativamente respecto al espacio y quienes lo habitan, y la constituida por pequeñas parcelas o talleres, donde el trabajo se desempeña y organiza de acuerdo con unidades productivas más limitadas como las familiares o gremiales.

Por otro lado, Marx habla de la relación del trabajador con sus utensilios, concebidos como una extensión del propio cuerpo, donde las herramientas están “directamente entrelazadas con el trabajo determinado y concreto de su poseedor e inseparable de él” (Marx 1974, p. 78). Así, la herramienta es propiedad del trabajador artesanal y la producción es una mezcla de creación artística y de recompensa para su manutención. De esta forma, y más allá de la propiedad de la herramienta y la actividad reproductiva, el artesano tiene una relación de propiedad con el trabajo y con el arte de su reproducción: una propiedad tanto física como intelectual del trabajo irreducible a una cuestión física de extensión del brazo trabajador en el cincel. Como se vio en el episodio francés, la relación artesanal se extiende más allá de la propiedad-taller para abarcar incluso las mentes detrás de un arte y un oficio. La agrupación del individuo artesano en el taller, con el aprendiz y el ayudante, reproduce una relación con el trabajo y los medios de reproducción de la misma comunidad. Tanto es así que, en la estructura gremial, la agrupación en el taller y la reproducción de los oficios permitía la transmisión hereditaria del saber, la práctica, y el material (la herramienta), es decir, de las instituciones del trabajo, por medio de la actividad productiva (Roux, 1981).

Gráfico 1: Ordenamiento laboral en el taller de la Sociedad de trabajo

La disolución de la Sociedad de trabajo y el comienzo del capitalismo

Cuando el capitalismo avanza como modo de producción en los siglos XVII y XVIII, el trabajador es despojado de las relaciones de propiedad que establece con sus condiciones originarias de trabajo para tener un rol secundario como mera mano de obra. A su vez, la tierra y lugares de trabajo gradualmente se concentran y pasan a manos de terratenientes. Las herramientas, convertidas así en capital en manos de la burguesía, y los bienes de consumo necesarios para la subsistencia de los trabajadores son progresivamente regulados por adelantos de dinero, pagados como salarios (fondo de salarios) por parte de los nuevos dueños de los medios de producción. Los pilares constitutivos de la sociedad de trabajo, basada en la producción y reproducción comunitaria, quedan así disueltos.

Bajo estas nuevas reglas de producción y distribución, las relaciones entre las diferentes clases sociales fueron cambiando en el proceso de surgimiento del capitalismo. Según Marx, las clases sólo se forman cuando sus individuos “se ven obligados a sostener una lucha común contra otras clases”. De lo contrario, “se enfrentan unos con otros hostilmente en el plano de la competencia” (Marx, 1974, p. 80). Por otra parte, las clases sociales, sus individuos y trayectorias personales se conforman en las estructuras establecidas colectivamente. En ese sentido, las clases ociosas del capitalismo reciben una renta por la relación de propiedad que ejercen sobre las condiciones productivas, de creación de valor, originarias (como la tierra, insumos y maquinarias, medios de vida, canales de comercialización, tecnologías, etc.).

La sociedad capitalista y, en particular, las clases ociosas surgen entonces al disolverse las instituciones sociales que garantizaban al trabajador como propietario, intelectual, moral y material de sus condiciones de trabajo, al interior de comunidades de vida. Se apropian así de los excedentes económicos para generar el nuevo objetivo de la producción bajo el régimen capitalista: incrementar la productividad y por ende el excedente económico, alimentando la riqueza de las clases propietarias de capital y tierra. La creación de las clases ociosas del capitalismo (rentistas de la tierra, rentistas monopólicos, rentistas financieros) requirió para ello no sólo de una masa importante de riqueza acumulada en pocas manos (por lo general comerciantes y usureros), sino también de la disolución de las relaciones que los trabajadores establecieron para trabajar en comunidad (Marx, 1974).

En sus distintas fases, periodos y lugares, el capitalismo exigió excedentes productivos crecientes para poner en circulación en el mercado internacional, lo cual supuso la supresión del control colectivo de la producción destinada al mercado (a través de las corporaciones y gremios de artesanos) y de las relaciones personales en la organización del proceso de trabajo (la figura del aprendiz y del ayudante) (Roux, 1981). En efecto, el incremento de la productividad modificó las relaciones sociales de producción, en particular las relaciones entre el maestro artesano y el aprendiz. Hacia el siglo XIX, se empezaron a reproducir nuevas relaciones, cercanas a la del pequeño capitalista. La incorporación de más trabajadores, crecientemente convertidos en asalariados, y jornadas más largas de trabajo empezaban a imponer una mayor explotación a los trabajadores (Roux, 1981). Ayudante y aprendiz se convirtieron, respecto al maestro, en asalariados con funciones de trabajo cada vez más restringidas a la producción de mercancía para su consumo.

Las relaciones comunitarias, consolidadas en las instituciones corporativas y gremiales que, junto a las prácticas y costumbres, establecían regulaciones colectivas (económicas, políticas y sociales) generales de la comunidad, fueron reemplazadas por una relación de competencia entre talleres para adaptarse a las reglas del mercado, basándose en la explotación de trabajadores asalariados para incrementar la productividad y transformar la riqueza en dinero.

La producción industrial y la renta de la tierra

Desde el siglo XVIII, la producción industrial se caracteriza por un incremento significativo de la productividad relativa del trabajo a través de la producción en serie (Smith, 1776). El trabajador se vuelve un actor secundario en la producción y el rentista de la tierra tiene un papel preponderante en la apropiación de los incrementos de productividad (Ricardo, 1817).

Las clases sociales constitutivas del capitalismo en esta fase son los rentistas de la tierra, cuyo poder heredan del feudalismo, así como los capitalistas y los trabajadores. Desde Adam Smith (1776), se establece que las fuentes legítimas, para el mercado, de ingresos o de retribución se basan en la tripartición del salario, el beneficio y la renta, los cuales se convierten en la “fuente primitiva” de todos los ingresos y del valor de cambio de las mercancías a largo plazo. En 1817, David Ricardo anticipa el conflicto distributivo naciente entre capitalistas y terratenientes, al señalar que el principal problema de la economía política eran las leyes que regulan la distribución del ingreso entre las tres clases sociales que estructuran la sociedad capitalista industrial. Destaca así que la distribución del excedente económico entre la clase ociosa y los capitalistas industriales expresa el principal riesgo de estancamiento a largo plazo bajo el capitalismo industrial.

Para Ricardo (1817), la apropiación de ingresos por las clases capitalistas y ociosas tiene dos etapas: en una donde se define la renta que se lleva el terrateniente por la utilización del suelo productivo; en la segunda, se distribuye el ingreso restante entre trabajadores y capitalistas. En efecto, mientras la cantidad de trabajadores empleados está determinada por los fondos de salarios disponibles en diferentes periodos, el salario está determinado por otra “ley de hierro” que los fija en la subsistencia. Por lo tanto, el beneficio de la clase capitalista se obtiene del residuo, luego de descontar los ingresos de terratenientes y trabajadores. Como se observa en el gráfico 2, al apropiarse de los incrementos crecientes de productividad relativa del sistema, el terrateniente se queda con la mayor jerarquía distributiva. Le siguen capitalistas, trabajadores asalariados y, finalmente, el resabio de trabajadores de la sociedad de trabajo (artesanos y campesinos).

Gráfico 2: Pirámide de distribución del Ingreso en la l.ª Etapa de Producción Manufacturera del capitalismo

Capitalismo corporativo, renta del monopolio y Cadenas Globales de Valor (siglos XIX y XX)

La consolidación capitalista desde 1870 se da gracias a la concentración de la renta monopólica en grandes corporaciones abastecedoras del mercado mundial, donde la revolución en medios de transporte y comunicación, la concentración crediticia y las inversiones crecientes juegan un papel fundamental (Sylos Labini, 1969). El afianzamiento de las grandes corporaciones coloca la renta monopólica en la cima de la pirámide de ingresos.

El empresario, que había cumplido la función de incrementar la productividad al revolucionar los métodos productivos, incorporar productos nuevos o explorar nuevas fuentes de insumos, encontró, en esta nueva etapa monopolista, fuertes resistencias externas para desarrollar su función (Schumpeter, 1996). Primero, entre los grupos amenazados por la innovación en la medida en que ven su capital despreciado y, luego, en las instituciones de crédito encargadas del financiamiento. El desarrollo del capitalismo monopólico reemplazó paulatinamente la función del empresario por la de “buen gerente” que impulsa negocios de acuerdo con el método de producción más eficiente. La clase burguesa se ve así amenazada por el progreso técnico que se despersonaliza, automatiza y burocratiza en las grandes corporaciones donde la acción empresarial pierde valor, y el empresario pierde su “función” en la sociedad capitalista (Schumpeter, 1996).

Fue la capacidad de las grandes corporaciones para “hacer los precios” y asegurar una renta monopólica lo que produjo independencia financiera creciente, y cierto autogobierno corporativo, frente al resto de las empresas y las demás clases capitalistas (Baran y Sweezy, 1988; Kalecki, 1977). En este sentido, Kalecki (1977) destaca que los principales determinantes del poder del monopolio son: 1) la concentración del mercado; 2) las barreras para el ingreso de nuevos competidores, ya sea por medio de una inversión mínima o las ventajas de corporaciones establecidas por sobre quienes están interesados en ingresar (Sylos Labini 1969); y 3) la “protección de las ganancias”, la cual se forma con las Cadenas Globales de Valor (CGV) al fragmentar la producción en etapas asumidas por filiales y proveedores independientes que minimizan el costo a la gran corporación.

Las CGV consolidan así una concentración económica y una renta monopólica en firmas que lideran los flujos comerciales y financieros que pueden “influir en las actividades de otras empresas de la cadena […]. Este poder es ejercido mediante el control a la entrada y salida de empresas en la cadena, monitoreo a los proveedores y el control de las empresas líderes en recursos claves” (Gereffi et. al., 2005, p. 5) La concentración de la planificación de la producción en el mercado nacional/global genera ineficiencias en la provisión al mercado local/regional de bienes por movimientos logísticos e intermediarios innecesarios. En definitiva, se desarrolla una logística que es necesaria para asegurar la concentración monopólica, pero ineficiente para la provisión de bienes y servicios a la comunidad. En el gráfico 3 se ilustra cómo estas barreras producen una renta de monopolio de logística y comercialización que modifica la distribución del ingreso a favor de estas nuevas clases ociosas (gráfico 3).

Gráfico 3: Pirámide de distribución del Ingreso del Capitalismo Industrial Concentrado

Ascenso del rentista financiero a la cima de la pirámide (último cuarto del siglo XX)  

El capitalismo actual ha consolidado un proceso conocido como financiarización del capital, donde los agentes e instituciones financieras adquieren el comando del funcionamiento de las economías nacionales e internacionales (Epstein, 2005). En ellas, el rentista financiero tiene el poder para imponer las normas que regulan el mercado laboral, los salarios y la actividad económica (Boyer, 2000), en lo que se ha llamado “una dictadura de los acreedores” (Chesnais, 1996). En esta etapa, el poderío creciente de las finanzas se refleja en medidas de política económica que obedecen a sus intereses de clase ociosa.

En términos históricos, este proceso comenzó a fines de los años setenta y se exacerbó en los años noventa con un cambio de comportamiento de las grandes corporaciones no financieras que, frente a los objetivos clásicos del capitalismo industrial-corporativo de crecimiento y mayor participación de mercado, imponen el nuevo objetivo de maximizar el valor de las acciones y los bonos en el mercado bursátil en el corto plazo. Se sustituye así la vieja premisa de la gran corporación de retener utilidades y reinvertirlas para ganar poder monopólico, por la de recortar personal y distribuir dividendos para incrementar los ingresos inmediatos del rentista financiero (Lazonick y O’Sullivan, 2000).

Con esta transformación las grandes estructuras financieras han impuesto al resto de los sectores económicos no financieros, por un lado, la exigencia de una rentabilidad de corto plazo que disminuye sus oportunidades de inversión productiva. Por otro, fuertes presiones para disminuir la masa salarial, a través de caídas en el salario real y despidos de trabajadores. Esto se refleja en altas tasas de interés y caída en el salario real, lo cual marca la supremacía del valor financiero por sobre el valor del trabajo (Boyer, 2000) al consolidar una nueva pirámide de jerarquía de ingresos, resumida en el gráfico 4.

Gráfico 4: Pirámide de distribución del Ingreso del Capitalismo Financiero

En resumen, en la etapa del capitalismo financiero, iniciada a fines del siglo XX, los aumentos exponenciales de ingresos que recibe la clase rentista financiera están basados en el papel predatorio del capital financiero sobre los ingresos de la clase trabajadora. De esta forma opera una doble distinción entre las clases productoras de capital, las clases ociosas en tanto que consumidoras de ese capital, y las clases ociosas financieras que imponen normas a través del aumento de sus rentas. Al interior de la lógica financiera del capital, las partes del trabajo son doblemente despojadas de sus medios individuales y colectivos de producción y reproducción.

Las consecuencias del gobierno de la clase ociosa sobre las instituciones sociales

En la dinámica social la fuerza y velocidad de los cambios institucionales está relacionada directamente al grado de exposición de cada uno de los miembros de la comunidad a las fuerzas coercitivas del medio. En este sentido, si consideramos que en las sociedades modernas y capitalistas las condiciones económicas han determinado en gran medida esos cambios, sería de esperar que fueran los trabajadores quienes impulsan las innovaciones institucionales necesarias para adaptar los imaginarios sociales al nuevo contexto económico.

Según Veblen (1963), las instituciones han sido históricamente transformadas o creadas por los imaginarios de quienes mejor se adaptaron al medio ambiente social de ese momento, con el objetivo de formar los modelos mentales, hábitos, costumbres, carácter y saberes de los individuos de la comunidad de ahí en adelante. Por lo tanto, las instituciones que vendrán se modelan en el presente mediante un proceso coactivo de selección que actúa sobre los sentidos comunes de hombres y mujeres cuya actitud mental es transmitida desde el pasado por las instituciones existentes.

En este contexto, el cambio institucional se ralentiza o estanca naturalmente cuando las instituciones son dominadas por las clases ociosas. Ya que éstas rechazan categóricamente las presiones colectivas y reproductivas inherentes a los procesos productivos de los cuales, por definición, no participan activamente. Más aún, la tendencia de rechazar las relaciones de producción y reproducción y su “lucha por los medios de vida”, o sea, las relaciones de trabajo en el sentido amplio de la palabra, se acentúa conforme acumulan mayor riqueza a desprecio de las partes del trabajo, estancando “un desarrollo ulterior de las instituciones y reajuste a una situación industrial modificada” (Veblen, 1963, p. 204).

En definitiva, una de las principales características performativas del capitalismo en la etapa actual, dominado por los rentistas financieros, es la enorme asimetría entre las fuerzas innovadoras provenientes de las clases trabajadoras-productoras y las fuerzas conservadoras que habitan en las instituciones sociales, políticas y económicas gobernadas por las clases ociosas. La innovación de los procesos tecnológicos y productivos contrasta así con el conservadurismo de las instituciones económico-políticas, caracterizadas por una muy baja capacidad de adaptación creativa a la situación inédita de innovación productiva.

Vivimos así en una realidad social a dos velocidades, entre la aceleración económica que concentra los ingresos en los rentistas financieros a través del cambio tecnológico y la financiarización del capital, e instituciones anticuadas diseñadas por las clases ociosas privadas de motivaciones para adaptarse al contexto cambiante. En consecuencia, nuestras sociedades modernas, económicamente dinámicas y políticamente conservadoras, no logran garantizar la integración, conservación y reproducción social de las mayorías compuestas por la parte del trabajo.

El futuro-pasado de la Nación trabajadora

Es necesario entonces destacar la importancia de volver a jerarquizar a la clase trabajadora, no sólo en términos distributivos, sino también productivos y políticos para contrarrestar la dinámica desintegradora del capital financiero. Esto hace necesario garantizar comunitariamente “las condiciones originarias de producción” para que el trabajador vuelva a gobernar el proceso de trabajo, entendido como el medio de supervivencia común mismo, de tal manera que la sociedad evite la incubación de clases sociales ociosas que luego dominan el sistema a su favor. La posibilidad de volver a preguntarse por las partes del trabajo, a través del prisma de los movimientos sociales que responden antagónicamente a los efectos disruptivos del capitalismo financiero y rentista, permite frenar la dinámica de financiarización que expulsa y relega al trabajador a periferias de lo público y lo privado, donde se está reactivando la dinámica de lo común. Por otra parte, este zócalo de prácticas puestas en marcha por comunidades de trabajo organizadas en los márgenes del sistema, abre nuevos horizontes de innovación de las instituciones sociales para adaptarlas de la mejor manera posible a los desafíos inéditos del cambiante contexto global.

Dicha propuesta abre una agenda de conflictos entre las clases trabajadoras-productoras y las clases ociosas por las condiciones materiales de producción y reproducción que, como señaló Marx (1974), dinamiza la historia social y permite la transformación de las condiciones capitalistas actuales. La posibilidad de transformar las instituciones presentes, para hacer frente a las nuevas realidades sociales, productivas y laborales, tiene como condición necesaria la recuperación del gobierno de éstas por parte de las clases trabajadoras y productoras, con una agenda del presente que promueva soluciones a las necesidades dejadas insatisfechas por el Estado y el capital (como es la economía popular). En definitiva, se trata de la emergencia políticamente consciente de un proyecto de Nación trabajadora para el siglo XXI.


Bibliografía

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