Para Óscar Gallardo Frías
1.
En julio de 2018, tras una serie de señalamientos orquestados por Mike Cernovich, Disney despedía a James Gunn de la tercera parte de Guardianes de la Galaxia, cuyos dos primeros volúmenes había escrito y dirigido el nacido en Missouri, a quien IMDB identifica como “parte de una familia irlandesa de larga tradición católica.” Ícono de la extrema derecha republicana y quien se hiciera famoso principalmente por sus diatribas antifeministas, además de ser uno de los artífices clave del llamado Pizzagate, una supuesta red de pedofilia desplegada en la cúpula misma del Partido Demócrata estadounidense que fue llevada al espacio público en tiempos de la campaña de Donald Trump contra Hillary Clinton, Cernovich habría buscado en Twitter, con éxito, publicaciones del director de las cintas de Marvel en abierto tono pedófilo, algunas de las cuales, y esto lo subrayaban casi todos los medios que le daban espacio a la noticia del despido de Gunn, databan de una década atrás. Allende las imágenes, por lo demás deleznables, que vehiculan, los tuits del director refieren a una realidad aparentemente común que, de algún modo, como en toda teoría de la conspiración, permanece oculta a los ojos del espectador de a pie —de ahí la centralidad de la denuncia y del denunciante—: sets de filmación donde todas y todos los kids son reificados sexualmente en estricta correlación con íconos de la cultura pop erigida en Hollywood, de Tres hombres y un bebé a C3PO. De este modo, la obscenidad de los tuits de Gunn, para decirlo en palabras de Noé Jitrik en su comentario sobre Donoso, a saber, el hecho de traer a escena algo que pertenece a un fuera-de-escena, lo convertiría, sin embargo, en su propio delator, y a Cernovich en el delator del auto-delatado: lo que visibilizan estos tuits de una figura clave de la que bien puede ser la franquicia más redituable en la historia del cine no sería sino un comportamiento habitual al interior de Hollywood, algo que, sólo al visibilizarse, se retraduciría en una serie de códigos cifrados en las películas mismas, ya de por sí códigos que, si bien la mayoría de las veces de manera automatizada, desciframos. Sin teoría de la conspiración de por medio, basta empero con ver algunas de las escenas clave de Guardianes de la Galaxia —la secuencia de inicio del vol. 2, por ejemplo, o aquella de la cárcel del Klyn en la primera parte— para encontrar una serie de referencias sexuales que se despliegan cómodamente lo mismo en encuadres que en objetos y en diálogos. El valor de la denuncia de Cernovich estaba, pues, desplazado, no recaía sobre la obra de Gunn, ya de por sí “provocadora”, en sus propias palabras, sino sobre su persona. O así lo entendería Disney, quien no tardaría en recontratar al director y también productor ejecutivo de varios de sus filmes, incluido Endgame, reincorporándolo en marzo de 2019.
2.
Igual que los tuits de Gunn, a nadie o a muy pocas personas sorprenden los recientes señalamientos de Guy Sorman en contra de Michel Foucault. Más que sorprender, acaso escandalizan, escuecen, escaldan incluso en ciertos sectores de lo que el propio Sorman define como la intelligentsia francesa o, mejor dicho, parisina, si es que es posible aún identificar a ciertos intelectuales y académicos con ese gentilicio. No se trata del director de una película para niños —o para adultos infantilizados, que viene a ser básicamente lo mismo, aunque no— sino del que, según El Mundo, es el autor más popular de la academia global, con más de un millón de citas en papers. Primero en diálogo con la gente del programa Ce Soir de la cadena con tendencias de izquierda France 5, luego filtrados por medios y agencias de noticias hasta llegar a la conversación que el ensayista franco-estadounidense concede a la Revista Ñ del diario argentino Clarín a propósito de su nuevo libro, Diccionario del Bullshit, donde se incluye una entrada sobre Foucault, las declaraciones en torno a las prácticas que Sorman dice haber presenciado en la década de 1960 en una visita a Foucault en Túnez, prácticas definidas como “misas negras” por el portal francés Lundi Matin, podrían reducirse a una simple afirmación del propio Sorman: “es importante saber si un autor era un hijo de puta o no”. Se debe hacer con Céline, dice el ensayista judío, se debe hacer con Paul Morand, y se debe hacer, agrega el que Wikipedia define como el padre del neoliberalismo en Francia, con Foucault. Pero Sorman no sólo afirma, con suma tranquilidad, por cierto, los ignominiosos hechos, sino que es bastante claro en su premisa: de lo que se trata no es, dice, como sucede a través de la llamada cancel culture en Estados Unidos, de quemar la obra de Foucault, sino de “verla con una mirada doble”. Y de esto estamos casi seguros: es muy probable que a nadie o a muy pocas personas les parezca absurdo decir que parte de nuestro derecho como lectoras y lectores es el de conocer la totalidad de un acontecimiento —en un mundo, el nuestro, que se fundamenta sobre dos pilares: por un lado, la información, mercancía eje del capitalismo, como se ha analizado en la teoría marxista de Guy Debord a Bolívar Echeverría; por el otro, y quizás el acto mismo donde se cifra la posibilidad de valorización de esa mercancía, el reconocimiento cotidiano, explícito y expedito de una serie de derechos que se declaran a diario, hoy día, en las redes sociales virtuales— y de esto es seguro que Sorman, uno de los principales críticos de Trump y del supremacismo blanco en Estados Unidos, sabe bastante, debido a su trabajo en la Comisión Nacional de los Derechos del Hombre en Francia. Tenemos el derecho —parece ser la cuestión— de saber todo cuanto sea posible de aquello a lo que nos enfrentamos, principalmente si se trata de personas y si esas personas juegan un papel importante en la vida pública, y porque, antes que nada, todo el tiempo estamos enfrentándonos a acontecimientos que vienen a perturbar nuestra tranquilidad. O que la perturban a la distancia, al menos. Pues pareciera que esta condición dúplice de la mirada por la que aboga el otrora defensor de Ronald Reagan nos permitiría crear las condiciones de una práctica lectora capaz de abarcar todos los aspectos de un acontecimiento al mismo tiempo —suponiendo, claro, que cuando decimos “todos” hablemos básicamente de dos, es decir, el lado “bueno” y el lado “malo”, o bien, para ponerlo en términos de Disney, el lado oscuro y el lado luminoso de la fuerza, lo que en términos foucaultianos sería el lado permitido y el lado prohibido de lo verdadero en el discurso—. Así pues, la performatividad de la denuncia de Sorman no sólo se despliega sobre su propia hipótesis sino que también encuentra en ésta las razones de su importancia —de ahí, insistimos, la centralidad de la denuncia y del denunciante—: si de lo que se trata es de conocer la vida privada de un autor con el fin de poder abarcar en toda su potencialidad una obra, entonces la obra es, de algún modo, no más que una constante referencia cifrada em la intimidad, pero ya no de un autor sino de un sujeto. En este esquema, la denuncia, en cuanto performance, es siempre ya cancelación: cancela el estatus mismo de autor en referencia a una obra y retrotrae así las obras a los sujetos que las producen no en cuanto sujetos insertos en condiciones de producción sino en cuanto sujetos libres. Dicho de otro modo, si una obra no hace más que ocultar a un sujeto, la obra podría muy bien no existir, en cuanto todas las obras, ya no en su hacer sino en su ser, se reducirían a no más que biografías codificadas en discursos que sólo la moral puede desarticular. Más o menos lo contrario, en suma, de lo que dice Foucault en torno al autor, luego ampliado por Agamben: un autor es un instaurador de discursividad, un gesto tras el cual se reúne una obra, un nombre propio que se convierte en sustantivo, en nombre común. Para Sorman, en cambio, el autor parece ser prescindible porque detrás está siempre el sujeto y el sujeto, en esta doble mirada, sólo puede realizarse moralmente en la obra. En ese sentido, las declaraciones de Sorman contra Foucault van no tanto en contra de Michel Foucault sino de aquello que el nombre “Foucault” significa para cierto tipo de pensamiento, exactamente igual que el nombre de Gunn para Cernovich. Las declaraciones de Sorman en torno al “despreciable” comportamiento de Foucault se inscriben en el marco de una pugna entre dos discursividades: la primera iría desde el propio nombre de “Foucault” hasta un espacio más extendido que podríamos identificar con el nombre de “discurso crítico”; la segunda, aquella que, grosso modo, podríamos definir como “humanismo” —recalcitrantemente gaullista, como lo recuerda una y otra vez, en tono paródico, provocador, Romain Gary—, y en el que deberíamos incluir al propio Sorman, toda cuya “reflexión intelectual”, en sus propias palabras, “ha sido reconocer lo verdadero de lo falsamente verdadero”.
3.
“La palabra «público»”, afirma Hannah Arendt en La condición humana, “significa dos fenómenos estrechamente relacionados, si bien no idénticos por completo: significa que lo que aparece puede ser visto y oído por todo mundo y tiene la más amplia publicidad posible. La apariencia —algo que ven y oyen otros al igual que nosotros— constituye la realidad. Comparada con la realidad que proviene de lo visto y oído, incluso las mayores fuerzas de la vida íntima —las pasiones del corazón, los pensamientos de la mente, las delicias de los sentidos— llevan una incierta y oscura existencia hasta que se transforman, desindividualizadas, en una forma adecuada para la aparición pública. La más corriente de dichas transformaciones sucede en la narración de historias y por lo general en la transposición artística de las experiencias individuales”. Para Arendt, público es lo que aparece ante todas y todos siempre y cuando esté hecho de los materiales de una vida íntima transformada, por medio de relatos, es decir, adecuadamente, en experiencia de esa vida y para las vidas que la rodean. Ahora bien, si la narración, es decir, si el relato es la forma adecuada de la aparición pública de lo íntimo, ¿no sería acaso la denuncia su contraparte? No tanto por su intempestividad sino precisamente por su forma, la denuncia bien podría ser nada menos que la manera inadecuada de la aparición pública de lo íntimo. Inadecuada porque irrumpe cuando las condiciones de un contexto común entre quienes participan en la vida pública no se dan en términos de equidad, y quizá porque, en el fondo, a diferencia del derecho, la equidad —y tal vez este sea el error de nuestro tiempo— no se da de suyo sino que se construye. Nacemos con derechos que nos hacen iguales pero sólo nosotras y nosotros, en el ámbito público donde nuestras vidas se encuentran, se tocan, se transforman mutuamente con el fin de que siga habiendo mundo y vida, sólo nosotros y nosotras podemos transformar nuestra igualdad en equidad. La igualdad es un derecho. La equidad es una decisión. En este sentido, dado que esa decisión sólo puede efectuarse mediante los materiales que de la vida íntima pasen a formar parte de la vida pública, no todo dato, no toda información es denuncia pero toda denuncia es dato, información. Información que cancela la experiencia, que la reduce a un trueque de posiciones entre denunciante y denunciado. Podríamos incluso decir, haciéndole eco a Benjamin, que, a diferencia del narrador, habla desde ella, el denunciante siempre está por encima de la polis, siempre está, de alguna manera, en la polis y fuera de ella. El denunciante detenta una experiencia que nunca llega a ser tal, que siempre se queda en mera información y que, principalmente, le permite articular y desarticular, a su antojo y para su beneficio, un determinado eje del discurso. Claro está que el denunciante puede simplemente, aunque no fácilmente, optar por callar lo que, en cuanto denuncia, sólo aparece como dato, pero ello le arrebataría su condición de denunciante y lo convertiría no en un sujeto más de la polis sino en un extranjero a ésta. Podríamos decir incluso que, en un mundo que quizás ha terminado ya de superar, por la vía de la negatividad, el concepto de nación, un mundo donde los estertores de las naciones se evidencian agresivamente por medio de rasgos más violentos, la denuncia es no sólo carta de nacionalidad sino la única posibilidad de una cercanía entre quienes de otro modo sólo pueden estar desamparados.
4.
Digamos, pues, que Foucault era, en efecto, un hijo de puta. ¿Cuáles son los alcances concretos de trasladar esa información, ese dato, a la vida pública? En suma, ¿qué va a pasar con “Foucault”? En principio, nada. Aunque, bueno, esta pregunta no puede plantearse si antes no reflexionamos en torno a qué “vida pública” nos estamos refiriendo, es decir, dónde exactamente es posible insertar esa información. Una consecuencia de haber abandonado al mismo tiempo el concepto de nación —y, con ello, también el de pueblo, el de comunidad…— y de haber aceptado todo cuanto aparece en público como si fuera ya experiencia; una consecuencia de hacer “vida pública” con un exceso de información y poca, o nula, experiencia, es la de encontrarnos con una pluralidad de “vidas públicas” pero no de individuos, de vidas. Pero decir pluralidad es excesivo: se trata de saturación de “espacios públicos”, pues, a diferencia del esquema político que comienza en Atenas y concluye en la Comuna de París, ese en el que, palabras más, palabras menos, la vida pública se hace a la medida de las vidas que la constituyen, a nosotras y nosotros nos toca adaptar nuestra vida a una, o para el caso, a varias vidas públicas que nos determinan las condiciones de entrada, llegando incluso al extremo de convertir nuestra intimidad, sin la previa distinción de lo adecuado/inadecuado de ella para su aparecimiento público, en otra forma de vida pública. Esa es la falacia de las redes sociales virtuales: el espacio público en el que aparezco no es un espacio construido por aquellas y aquellos con quienes comparto mi vida traducida en relatos que vehiculan mis experiencias para ellas y ellos, no es un espacio político sino un espacio público que moldea de antemano nuestra vida no para la vida misma sino para el espacio en sí. La denuncia, entonces, quizá no sea inadecuación sino la forma verdaderamente adecuada de aparecimiento de lo que somos en cuanto vidas que sólo pueden estar desamparadas. Como dice Arendt, “lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas”. La denuncia, en este mundo, nos relaciona sólo en la medida en que nos aleja, tal vez sin darnos siquiera la posibilidad, aunque sea mínima, de volver a aproximarnos.