“Se trata entonces de comprender cómo vive el monstruo, modificándose y singularizando al mismo tiempo su consistencia y su resistencia.»

Antonio Negri, “El monstruo político. Vida desnuda y potencia”

Cultura en mate, resistencia en jaque

El último golpe recibido por el sector de la cultura fue el de la enfermedad Covid-19: dolor de cabeza, garganta y pulmones inflamados atacaron a los profesionales de la cultura. No obstante, en esta transición que implica el cierre del año 2020 y la apertura de nuevos ciclos estamos en el momento de compartir el top 10 o 20 de mejores películas. Recientemente, vimos circular múltiples recomendaciones. De hecho, éste es un tiempo para compartir nuestras opiniones e intereses, que espero que este año nos proporcione enriquecedoras y alegres conversaciones. Mientras tanto, intentaremos seguir inventando los apoyos necesarios para el arte, en particular, el arte popular y crítico. 

En lo personal, me llamó la atención el cine de Corea del Sur. Por un lado, el del realizador Kim Ki-duk, quien nos dejó una filmografía densa y poética, construida desde una trayectoria autodidacta, cuyo deceso tuvo lugar recientemente, en diciembre pasado; mucho de su trabajo puede encontrarse con acceso libre en internet, sobre todo, en la plataforma YouTube. Durante más de 20 años, Kim Ki-duk realizó películas que suponen, cada una de ellas, una obra propia, realizaciones que, como tantas pinturas y universos oníricos, retratan paisajes que nos hacen descubrir su país, Corea del Sur, al ritmo del agua, viajando entre ríos; en un ritmo lento, siguiendo un orden que no cambia, o que cambia en lógicas sutiles que cada uno de sus personajes elige o no seguir. 

Por otro lado tenemos al súper súper premiado Bong Joon-ho, sociólogo de formación, campeón del humor negro y de la gran audiencia,  quien realizó las dos películas más vistas de Corea del Sur. La primera, Memories of murder, trata sobre el primer criminal en serie de Corea del Sur, quien conmovió totalmente al país en la década de 1980 y 1990. En la línea de las numerosas miniseries documentales estadounidenses y de Gregory, serie-documental francesa (Netflix), Memories of murder sigue un enigma relacionado con crímenes no resueltos que estremecieron la opinión pública, cometidos contra mujeres y niños. Crímenes que interrogan y perturban la cultura popular de cada país, frente a los que, a lo largo de tres o cuatro décadas, surgieron secretos, rumores e intrigas que obstaculizaron la búsqueda de la verdad y cuyo objetivo apuntaba a confrontar y, al mismo tiempo, profesionalizar a las instituciones mediáticas, científicas, legislativas y ejecutivas. Su segunda película, The Host (disponible en Netflix bajo el título El huésped), elegida como una de las mejores películas de la década 2000-2009 por la revista francesa Cahiers du cinéma, regresa sobre un incidente de los años 2000, en el que estuvieron implicados militares estadounidenses. Siguiendo un hilo de película de ficción y de monstruos, cruzado por el humor negro propio de Bong Joon-ho, se cuestiona la intervención militar estadounidense en el territorio surcoreano, ello sin dejar de reír, la mejor arma de Bong Joon-ho. Es un obsesionado por el tema ambiental, como lo deja ver su película Okja, producto absoluto de Netflix —si bien este dominio resulta muy preocupante, sí, producto y producido por Netflix—. En esta película, las industrias que deberían proteger el medio ambiente, la naturaleza y los animales, en vez de hacerlo, manipulan su pequeño mundo para producir amables-gigantes-puerc@s-genéricamentes-modificados —encantadores para niños y niñas—, quienes vivirán sus heroicas aventuras para salvar nuestro planeta de los intereses económicos de las multinacionales sobre la vida. De manera cada vez más sutil, como vemos en su última película, Parasite (Parásitos), que se estrenó en México hace un año y ganó grandes premios internacionales entre 2019 y 2020, Bong Joon-ho nos invita a visualizar las luchas de clases que tienen lugar en el universo doméstico. 

Un hombre de afuera, Kim Ki-duk, y un hombre de adentro, Bong Joon-ho, sin duda, dos hombres que no hacen concesiones a su sociedad y a la necesidad vital de resistencia. 

Fotograma de Parasite, de Bong Joon-ho.

 

La lucha de clases en el espacio doméstico: nuevo proletariado o sobrepoblación relativa

En 2018, con su película Roma, Alfonso Cuarón nos convocó a entrar y ver con sensibilidad las luchas subterráneas, las que miramos poco, porque se juegan en el espacio privado y doméstico. El lugar de explotación de los afectos, que concentra toda la contradicción insuperable del propio Cuarón, la misma contradicción que traslada a su público. ¿Cómo observar sin desaparecer en los afectos? ¿Cómo poner luz sobre una sociedad clasista sin hacer economía de sus dinámicas profundas, que no solamente tienen raíces en lo sensible sino en los cuerpos sociales totales, hechos de sangre y huesos, complejos, orgánicos, pensantes —frecuentemente hasta el delirio—, deseantes? 

Parasite empieza con una pieza de piano como música de fondo, melodía que remite a los ambientes de las clases privilegiadas. Soren Kierkegaard lo notaría aquí inmediatamente y también en el lugar del privilegio, una estética de la nada, pero ¿dónde? Ingresamos a la intimidad de los paisajes domésticos, de los que queremos huir desde hace mucho tiempo ya; mirando nostálgicos por un tragaluz, ni siquiera una ventana, ¿hacia dónde miramos? Descubrimos, poco a poco, el hogar subterráneo y a sus habitantes, aquellos de los barrios marginados de las periferias, desempleados, los pobres de los suburbios de Seúl. La familia Kim, y el personaje principal, Ki-woo, el hijo mayor de la familia, son absorbidos por los smartphones; como ocurre con cualquier adolescente de su edad —aunque el suyo carece de Wifi— de cualquier país, cualquier barrio, clase o sexo; el teléfono móvil “inteligente”, herramienta que se volvió más necesaria que el agua potable para sobrevivir en los barrios populares africanos, brasileños, mexicanos o coreanos. Esta herramienta permite acceder a un nuevo sueño, encontrar un pequeño trabajo o un esposo o esposa, pero, al final, un sueño a medias. Porque es un sueño que flota como fantasma, que persigue logros inalcanzables y a la vez se mezcla con la búsqueda por satisfacer necesidades básicas reales que la sociedad parece haber robado como sin darse cuenta, sin saber bien por qué. Aquí no intervienen ni el sistema educativo ni el sistema asalariado; tampoco podemos hablar de clase trabajadora y la educación que prevalece es otra, la de la vida desnuda. Sin embargo, como la trama de la película es espacial, la mayor parte del tiempo transcurre en ese otro lugar, el de los barrios ricos de la gran ciudad. Por fin a la luz del día, en la casa de la familia Park, una casa maravillosa concebida por un arquitecto, con jardines que parecen interminables en la cámara de Bong Joon-ho y en los colores que nos muestra: verde, azul, ocre… entre la tierra y el cielo. 

El joven Ki-woo fue invitado por su mejor amigo a dar clases de inglés a la joven hija de la familia Park, pseudocontratación a la que contribuye su hermana, quien falsifica su currículum. La trama continúa entre seducción y estrategia, un juego fascinante, sin reglas, cuyo objetivo es que toda la familia, su hermana, madre y padre, cuatro personas, entren a trabajar al servicio de la familia Park a cualquier costo —sobre todo el costo para quienes ocupaban esos empleos—, sin que ésta se dé cuenta de las relaciones de parentesco entre ellos. Cómo llegarán al final y quién lo hará no importa. Lo que importa es salir juntos y quedarse en el espacio doméstico, y aún mejor si es el espacio doméstico de los otros, de los ricos. Esto da cuenta de la fascinación por el espacio, por los usos y costumbres de las clases privilegiadas, tan típica de la sociedad surcoreana. Se conoce todo de su vida, hasta los más mínimos detalles, qué desean, cómo se mueven, lo que esperan. Y, viceversa, la clase acomodada no conoce y mucho menos se interesa por la pobreza. Finalmente, ¿por qué debería hacerlo? Los pobres son como los extranjeros, totalmente inútiles. Estamos lejos de la clase obrera y del proletariado descrito con brillo por Marx y Engels, por E. P. Thompson en Inglaterra o por M. Pialoux en Francia. La aceleración de la acumulación del capital produjo en el corazón del trabajo una sobrepoblación relativa: la de los desechables, o desechos del capitalismo, para quienes la protección social o el trabajo digno no son más que letra muerta. Aquellos que se multiplican en las entrañas del capitalismo salvaje que, aunque invisibles, garantizan su salud. 

Así, de armar cajas de pizza para sobrevivir, Ki-woo se convierte en profesor de inglés; su hermana en terapeuta-artista; su madre en ama de llaves y su padre en chofer. Con ello demuestran su enorme habilidad para transformarse en profesionales sobreexperimentados y, sin embargo, falsos, porque se encuentran atrapados en una estructura social que les impide avanzar y los margina, superándolos.   

Fotograma de Parasite, de Bong Joon-ho.

 

La fábula de la clase acomodada reaccionaria versus la reproducción capitalista, la movilidad y la venganza social

Sin embargo, el contraste que refleja el cuadro que presenta Bong Joon-ho no sería tan fuerte sin la descripción sorprendente de la formación de una nueva clase acomodada. La familia Park, pareja heterosexual, una hija y un hijo, educados, representan, sobre todo, la gentileza. Están habitados por los nuevos valores políticos del momento y, en particular, por la preocupación por la tranquilidad social, la equidad, la paz, el bienestar y el medio ambiente. Preocupada ética y moralmente hablando; la familia Park no pertenece a la clase burguesa como tal, ni tampoco al sector de los nuevos ricos, sino a la llamada nueva clase progresista acomodada. Tan progresista y tan acomodada que parece haber borrado toda contradicción, explotación, dominación, poder, sustituyéndolos por discursos relativos al saber vivir; mirando desde casa y con ojos inquietos, amorosos y amables a su niño, que decidió pasar la noche en su casa de campaña con dibujos indios —traída de Estados-Unidos—. El pequeño de la casa en su casa de campo iluminada en el jardín, cual estrella en la profundidad del universo. La familia Park, tan pacífica y preocupada que niega los conflictos sociales en su seno, volviéndose, de manera alarmante, francamente reaccionaria. “Las palabras y las armas son iguales, matan igual”, gritaba el poeta, autor y compositor anarquista francés Léo Ferré. El olor que molesta a los Park, y que perciben a lo largo de la película, es un arma sutil para tiempos sutiles. El olor es, sin embargo, un tema político, como lo señaló un ex presidente francés de derecha, Jacques Chirac, quien estigmatizó a las familias populares francesas que recibían apoyo del Estado, argumentando que “el ruido y el olor” molestaban a los trabajadores franceses.

Para terminar, en la ecuación de la reproducción social y la fábula de la clase acomodada, en el deseo de movilidad y de venganza social falta un dato. Algo permanece oculto hasta el final y la forma en que lo hace visible el ojo del realizador supera todos los artificios sociológicos que pudieran imaginarse. La casa esconde un sótano desconocido por los Park, construido durante la guerra entre Corea del Norte y Corea del Sur. La familia Kim descubre que el esposo de la ex ama de llaves vive allí y se alimenta de la casa. Ello provoca el encadenamiento de peleas a muerte en los subterráneos de lo políticamente correcto, que adquiere las dimensiones de un delirio colectivo: asesinatos seguidos por lluvias interminables que nos llevan de regreso al lugar del que viene la familia Kim, a las aguas negras, a las entrañas de la tierra. A partir del momento en que la trama irrumpe en ese sótano blindado y escondido, y de la forma en que se defienden los protagonistas en lo general, pero también en lo particular —en la defensa psicológica, ideológica o material—, todo queda claramente expuesto. Allí descansa la raíz del antagonismo social, de la lucha de clases y del delirio.

Fotograma de Parasite, de Bong Joon-ho.