En su más reciente libro Tacky’s Revolt: The Story of an Atlantic Slave War, el historiador afroamericano Vincent Brown narra la forma en que los rebeldes y fugitivos que participaron en la rebelión de Tacky en Jamaica a mediados del siglo XVIII usaron el terreno irregular de la isla a su favor. Ríos, pantanos, colinas, montañas, bosques y hasta los océanos trazaron las posibilidades de la rebelión antiesclavista a la vez que minaron las opciones de la contrainsurgencia colonial británica. Aunque uno pudiera pensar que la Península de Yucatán es un lugar poco propicio, geográficamente hablando, para la rebelión y la insurgencia al carecer de montañas o sierras de difícil acceso lo cierto es que los elementos de la geografía peninsular también han configurado las posibilidades y los límites de las insurgencias mayas a lo largo de la historia. De entre estos elementos, las depresiones que se encuentran en el karst peninsular —un tipo de paisaje dominado por rocas solubles y caracterizado por la presencia de hoyos y depresiones de diversos tamaños y tipos— han sido invisibilizadas frecuentemente ante la importancia biológica y sociocultural que se les ha dado a los imponentes “bosques” y “selvas” que alguna vez dominaron el paisaje de la franja oriental de la Península de Yucatán.

Diferentes procesos y coyunturas históricas nos muestran la relación entre las depresiones del karst peninsular y los bosques tropicales más allá de su importancia ambiental y como símbolos de territorialidad. Durante uno de los conflictos más álgidos del siglo XIX mexicano —la llamada Guerra de “Castas”—, las cuevas (áaktun) y cenotes (ts’ono’ot) fueron elementos de la geografía peninsular de los cuales se apropiaron los insurgentes mayas para su accionar. El autor anónimo de Guerra de Castas en Yucatán: su origen, sus consecuencias y su estado actual contaba en 1866 como una hondonada en Tepich (actualmente Quintana Roo) fue la que hizo posible que el cacique del pueblo Cecilio Chi pudiera organizar reuniones secretas a mediados de 1847, cubierto por la vegetación que crecía en torno a ella: 

Su casa [de Cecilio Chi] era un humilde jacal de paja muy inmediato a la cerca de piedra que formaba la calle; pero a su espalda, había dentro del monte una hondonada perfectamente oculta a la vista por una espesa arboleda. En esta hondonada construyó un jacal y en él tenían sus conferencias revolucionarias, en la obscuridad de la noche, y con sus centinelas apostados todos los cabecillas.

Quizá pocas historias sean tan representativas de este vínculo como la fundación de Noh Cah Santa Cruz, que llegaría a ser la capital de los mayas insurgentes del oriente, una capital que difícilmente hubiera surgido sin condiciones ecológicas precisas delineadas por la existencia de un cenote y los árboles y plantas que crecían a su alrededor. El origen de este asentamiento fue narrado por el historiador yucateco Serapio Baqueiro. En su relato, que asegura recogió de la tradición oral, Baqueiro atribuye al líder insurgente José María Barrera la fundación de este centro ceremonial a finales de 1850, apenas dos años después del inicio de la guerra y cuando la contraofensiva de los dzules yucatecos era más intensa. Barrera habría encontrado un cenote en donde abundaban los “caobos” (swietenia macrophylla) y en uno de estos árboles habría tallado cruces, marcas que después servirían como punto de reunión para los insurgentes y sus familias que llegarían a aprovisionarse de agua y a venerar a las cruces. Al cabo de poco tiempo fue este culto el que hizo que cientos de familias se congregaran en Santa Cruz y rápidamente se convirtiera en la “capital” de los insurgentes de oriente. La importancia del árbol y la cruz que en ella habían tallado fue tal que, dos años después del surgimiento de este asentamiento, el general mexicano Rómulo Díaz de la Vega mandó talar el árbol, en cuanto ocupó Santa Cruz: 

Cuando los indios ocupen este rancho verán cumplida por una casualidad la predicción de la Cruz que hablaba y decía, según la presentada blanca, que el día que cayese o fuese cortada una hermosa mata de caoba que hay sobre el cenote en que está grabada una pequeña cruz con esta inscripción «2 de noviembre Santa Cruz» será cuando los indios pierdan la esperanza de vencer. 

La forma en la que los insurgentes mayas comprendieron y se apropiaron de cuevas y cenotes del paisaje kárstico para plantear una lucha anticolonial y que se oponía al capitalismo agrario de esa época contrastaba con lo que sucedía en el resto de Yucatán, cuando las haciendas avanzaban privatizando tierras y capturando cenotes para extender la servidumbre por deudas. Esta fue la relación social que solía primar en este tipo de establecimientos y que alimentaba la desposesión de los montes de los pueblos mayas durante la primera mitad del siglo XIX.

Ilustración de Pablo Tut. Cortesía del autor.

¿Cómo encontraron los milicianos mayas, comandados por José María Barrera que recorrían el “desierto” oriental, el cenote que dio origen a Santa Cruz? Sabemos que aquella parte señalada como despoblada por la cartografía peninsular de principios del siglo XIX en realidad estaba habitada por mayas cimarrones y fugitivos que huían del control de las autoridades estatales de Yucatán. También fueron la fuerza de choque de Santiago Imán durante el pronunciamiento federalista de 1839-1840 y después se unieron a los rebeldes orientales tras el inicio de la guerra social en 1847. Fueron ellos quienes conocían y sabían dónde podían encontrarse estas fuentes de agua en ese inmenso “desierto”.  Cabe la posibilidad también de que la identificación de ese cenote haya sido a cuenta de los milperos que constituyeron las milicias de los mayas que se levantaron contra el gobierno de Yucatán y México. Su larga relación metabólica con el monte no sólo les permitía ver y clasificar las variadas complejidades y vínculos dinámicos de lo que para otros es una selva interminable y homogénea sino también identificar vegetación asociada a estos cuerpos de agua. Fue ese conocimiento geográfico privilegiado el que los llevó a apropiarse de estos cenotes, en un momento concreto de la sublevación, para continuar la resistencia anticolonial. 

En un tiempo en el que la mercantilización de los cenotes parece ser la norma en lo que alguna vez fue la costa oriental de Yucatán y en el que parece que sólo se discute la importancia ambiental de los cenotes, valdría la pena recordar que estos cuerpos de agua no sólo poseen un valor ambiental sino también social e histórico ya que alguna vez formaron parte del paisaje insurgente de los mayas orientales y de Noh Cah Santa Cruz. Es imposible pensar la historia de esa parte de la Península sin pensar en cómo estas territorialidades fueron eliminadas y reducidas a conceptos una vez que el Estado nación mexicano despojó a los mayas de estas tierras. También es un llamado de atención a que la idea de espacio vacío, esto es, un espacio “libre» y «abierto» a la colonización, es antigua en la Península de Yucatán y siempre ha justificado la apropiación ambiental, social e histórica de otros territorios, desencadenando conflictos sociales no resueltos y eliminando otras formas que los humanos han encontrado para relacionarse con el medio ambiente. 

Referencias

Anónimo. 1997. Guerra de Castas en Yucatán: su origen sus consecuencias y su estado actual, 1866. Editado por Melchor Campos García. Mérida: Universidad Autónoma de Yucatán.

Vincent Brown. 2020. Tacky’s Revolt: The Story of an Atlantic Slave War. Cambridge, MA: Belknap Press of Harvard University Press. 

Don E. Dumond. 2005. El machete y la cruz: la sublevación de campesinos en Yucatán. Distrito Federal, México: Universidad Nacional Autónoma de México.

Arturo Taracena Arriola. 2013. De héroes olvidados, Santiago Imán, los huites y los antecedentes de la Guerra de Castas. Distrito Federal, México: CEPHCIS – UNAM.