Querida Yásnaya:
Llevo años buscándote y esperando tener la sensibilidad y madurez intelectual necesarias para poder entablar un diálogo contigo, deconstruyéndome desde mi origen e historia. Te pido una disculpa de antemano si sientes que te fetichizo como “voz indígena”. Sin embargo, me dirijo a ti porque considero que las condiciones están dadas para que podamos comenzar a entablar una conversación desde un lugar temporal y frágilmente simétrico. Ya me dirás tú. Te lanzo una invitación desde un lugar de profunda humildad y agradecimiento por la posibilidad de tener una conversación verdadera.

Siento que dicha conversación es urgente pero que sería únicamente posible no desde el lugar multicultural de la diferencia que garantiza la hipocresía de un poder que se legitima sobre un discurso impreciso y prácticas y políticas neocoloniales, sino desde el lugar de la profunda inconmensurabilidad de nuestras historias y posturas. Empezando por asumir que somos herederas, yo de los colonizadores y tú de los colonizados. Y desde el reconocimiento de los dos lugares donde nos ponen nuestra historia y orígenes, me parece necesario recalcar primero, el hecho de que las estructuras coloniales siguen vigentes, depredando, despojando y destruyendo a los pueblos originarios y mestizos campesinos para mantener los privilegios de mi “tribu”.

Te confieso que mi primer impulso al alba del levantamiento zapatista fue agarrar una mochila y salir camino a Chiapas en solidaridad y para luchar a su lado, pero el miedo y mis dudas sobre mi capacidad de expresar solidaridad verdadera me detuvo en seco. Me sentía una impostora al no poder despojarme de mis atributos de descendiente de los colonizadores. Me avergonzaba de mi propio complejo de salvadora blanca y porque el complejo de salvador es inseparable de la capacidad de depredación de mis genes culturales. Me sentía vulnerable por ser mujer y no tener un pasaporte extranjero que pudiera hacerme inmune del poder del Estado como las demás zapaturistas.

He pensado en la pregunta que hace Gayatari Spivak, ¿cómo dirigirse al subalterno? A la cual responde con la posibilidad de una ética de la auto-representación. Pero estoy segura que si siguiera la línea de Spivak, entraríamos en una discusión infructuosa sobre la pertinencia del concepto del “subalterno” en nuestro contexto compartido. Para Spivak, la subalternidad funciona dentro del sistema de castas hindú en el que Spivak, como miembro de la casta alta, inscribe un espacio desde la auto-representación para entablar conversaciones con campesines intocables en la India y, de allí, operar el Pares Chandra Chakravorty Memorial Literacy Project, una fundación que ofrece educación básica a niñes de la India rural con escuelas en Bengal del Este, en las que Spivak misma se ha dado a la tarea de entrenar maestras. Pero, aunque podríamos hablar del sistema de castas vigente en México, no me siento cómoda con aplicar en este caso el término de Spivak. ¿Qué piensas tú de la pregunta de Spivak?

            Claramente hay algo más en juego en nuestra posible conversación. Porque un diálogo entre nosotras que pudiera tener como plataforma un suelo común hecho de nuestra preparación académica, sensibilidad y referencias literarias y de cultura popular, la historia de “México” que nos compete al igual que nuestro interés por el tema de la relación entre el “Estado-nación” y los pueblos originarios, no es suficiente. Sin embargo, para poder pensar en comenzar a forjar un suelo común para dialogar, necesitaría reconocer y declarar que el Estado-nación es un sistema de gobierno consensuado que perpetúa el statu quo criollo del país, que comprende un aparato invisible que reproduce el racismo y despojo de los pueblos originarios emplazados desde hace 500 años. Este aparato es misógino, cínico e implacable, y ha tenido el descaro de validarse exigiendo a la monarquía española pedir una disculpa por los daños que la colonización había hecho en México. El gobierno en turno se ha apropiado de elementos de las culturas indígenas para homenajearlas y ponerles en la posición de perdonar a los españoles por su colonización. Como si con la Independencia, la presencia europea invasora se mexicanizara, los territorios ocupados se hubieran devuelto todos y terminara la historia de opresión de los pueblos originarios. La actual “identidad mexicana” está basada en el borrón de la distinción entre colonos criollos y pueblos originarios colonizados, y por eso les mexicanes se consideran ser herederes de la versión arqueologizada del pasado prehispánico del territorio: de culturas asesinadas. Y sin embargo, como lo señalas en tu artículo del El País del pasado 20 de febrero, la declarada “Independencia” de México coincide con el comienzo de la batalla que marcas en contra de la diversidad lingüística en México. Coincide también con el comienzo de la “modernización” forzada de los hablantes de lenguas indígenas, la estructuración de jerarquías y la creación de instituciones de normalización-homogeneización que incuban formas de pedagogía que, como lo describe Silvia Rivera Cusicanqui, se implantan en los cuerpos y en el sentido común cotidiano con fuerza represiva.[1] Lo describes tú de la siguiente manera: “Mestizo es decir desindigenizado por el Estado”.[2] El sueño de las élites se materializa en el discurso oficial al decir que los ancestros de “los mexicanos” son los pueblos originarios. Por eso los funcionarios se apropian de la vestimenta, usos y costumbres (¿qué piensas de que la gobernadora de la Ciudad de México haga “tequio” los sábados?), ceremonias, historias, objetos de la vida material de los pueblos originarios, transformados en folklore y en la imagen oficial de la nación para adornar nuestra modernidad distintiva a la del resto del mundo. Por un lado, la herencia de los pueblos originarios ha dejado de ser una amenaza para la identidad modernizada del Estado-nación y, por otro, su apropiación facilita la manutención de la maquinaria de despojo, desenraizamiento, desplazamiento forzado y megaproyectos de muerte. Aunque el actual gobierno tenga como política cosmética la repatriación del patrimonio (el cual nunca llegará a manos de sus dueños originales) y esté en contra de la apropiación de diseños de comunidades indígenas para crear mercancías globales.

Por todas estas razones, aunque podríamos tener un diálogo simétrico desde el bagaje cultural compartido, de igual a igual, nuestras posiciones son inconmensurables, y me parece indispensable recalcarlo. Tímidamente te ofrezco como punto de partida reconocer la diferencias de los lugares que ocupamos en el paisaje social y económico de “el país” para de allí establecer la inconmensurabilidad de nuestras posiciones y dibujar frágiles puentes. Me permito interrumpir el flujo de la carta para mostrarte un dibujo de uno de los lugares por los que a veces circulo.

Animal / Escena primaria

Para entrar al atiborrado restaurante que da a la acera de la elegante calle Masaryk en Polanco en pleno semáforo rojo, tuve que pasar un punto de control conformado por un fornido guarura moreno y una esbelta y curvilínea hostess vestida de pantalones pegados, botas estilo equitación y sombrero de cowboy. Luego de extender la mano para que la hostess tomara mi temperatura, le doy el nombre de la reservación. Enseguida, la hostess hace una llamada a su colega en el piso de arriba para verificar la información que le acabo de dar. Momentos después, el guarura me escolta al elevador donde me recibe una segunda hostess que me acompaña a la mesa donde ya me esperan mis amigues. Ya llevan rato allí y me anuncian que pidieron y comieron sashimi, sushi, ostras frescas, una botana de chicharrón, y que no se han tomado más de un par de cocteles de la casa. Observo a la gente sentada en las mesas de mi alrededor: es viernes, la gente se ve relajada, pide, bebe, come, conversa. Burgueses, oligarcas, whitexicans, narcos, gente reunida por negocios, periodistas de cadenas grandes de medio de comunicación, algún diputado, otra CEO: un muestrario de la clase en el poder que trasciende los marcadores raciales y los orígenes de clase. Hoy, los distintivos de estatus son la vestimenta y accesorios como la bolsa, la camisa, el iPhone, (para los señores) la acompañante, también la actitud, las cuerpas delgadas y fit, los traslados en helicóptero y los lugares donde circula la élite. La decoración del restaurante es ecléctica e informal aunque lujosa y emplazada para ser perfecto telón de fondo para imágenes de IG,  mismas que los comensales no dejan de postear. Noto cuatro variaciones de combinaciones de sillas con mesas y que del techo y paredes cuelga forraje de plástico emulando una selva tropical. También cuelgan portentosas macetas de mimbre sintético de las que se derraman sendas orquídeas de plástico de todos los colores. Los meseros son más serviles de lo normal que otros meseros y llenan sin cesar los vasos que se secan. Prestos anuncian en la mesa las especialidades del chef, y pedimos otra ronda de comida contemporánea, basada en mezclas atípicas de ingredientes (aguacate y aceite balsámico), de culturas (rib eye en el sushi), de ingredientes venidos de lugares remotos (pescado a la sal del Himalaya) y técnicas novedosas en el ámbito culinario como el uso del nitrógeno líquido en el postre de frutos rojos hidrocongelados. A la mesa de al lado se llegan a instalar dos mujeres de mediana edad con el galán de una de ellas. La pareja se besuquea y toca sin parar delante de la amiga mal tercio que se mantiene absorta en el celular hasta que llega otro galán acompañado de un niño de unos siete años vestido de traje adornado con una corbata de moño roja. Transcurren las horas y el niño, antes de caer rendido en una cama improvisada con dos sillas,  pasará largo rato contemplando la pantalla del iPhone de su papá mientras que los adultos ligan, se besan, comen, se emborrachan y le ofrecen todo menos su atención. Durante toda la tarde nos hemos tomado turnos para fugarnos discretamente en los celulares y recolectar endorfina con likes, y ausentarnos momentáneamente de la conversación; la conversación cara a cara se ha convertido en una tarea agotadora. No dejamos de observar cómo va cambiando la comensalía: hacia la noche llegan atractives jóvenes vestides con marcas de lujo. En la mesa de enfrente notamos que llega un señor con dos hombres de alrededor de treinta años. Luego de un rato, el señor se para a recibir a dos señoritas escoltadas por una de las hostess a la mesa. Las saluda abrazándolas de la cintura y de beso. Los más jóvenes se ven un poco incómodos, pero se paran para recibir a las chicas vestidas con ropa escotada que deja entrever sus prostéticos, les ofrecen la mano, asienten con la cabeza y les indican sus asientos antes de comenzar a hacer small talk con ellas. En mi mesa hablamos de los transitorios vecinos, de banalidades soporíficas, de quién se vacunó en qué ciudad de Estados Unidos, también nos burlamos con desgano y hastío de las declaraciones de la mañanera de ese día del presidente. Siento el cuerpo contracturado por pasar largas horas en la silla, es hora de pedir un Uber.

Ya no somos los positivistas, los neoporfiristas, les niñes bien, les tecnócratas, les productores culturales liberales, los narcos, la beautiful people. En el México criollo de la era del individualismo hedonista absoluto y del darwinismo social, aunque el poder ahora se mida por el número de seguidores en IG, la cantidad de bolsas de marca y el acceso a contratos gubernamentales, los privilegios se siguen heredando o robando. La casta en el poder en la era de las finanzas, de la comunicación digitalizada y de la globalización se diversifica más que nunca: oligarcas-financieros, gigantes de los medios de comunicación o de las bienes raíces, subcontratistas de proyectos estatales, dueños de monopolios neofeudales, celebrities e influencers, artistas oficiales. Aunque sobreviven pocas familias de la vieja burguesía industrial que transformaron sus compañías en monopolios trasnacionales, la constante en México son el refresh cíclico de las élites al ritmo de los cambios de gobierno y la respectiva reasignación de contratos/repartición de huesos, junto con falta de visión a mediano y largo plazo más allá del enriquecimiento a toda velocidad y al costo humano y medioambiental que sea. Este mundo, que reproduce sin cesar la escena primaria de la depredación, se traduce a un imaginario político diseminado en redes sociales y medios masivos de comunicación cuyo conflicto político principal se da en la confrontación entre la democracia y el fascismo populista. Esta confrontación opaca el poder del uno por ciento, el cambio climático y la inminente extinción de los sistemas que sostienen la vida en el planeta, la intensificación del extractivismo y la instauración neofeudal en curso. Mientras tanto, el “otro” México (llamado “indígena”, “subdesarrollado”, “pobre”, “zapatista”, “mestizo”, “víctima”, “multicultural”) sigue siendo la carne de cañón de la economía del territorio disfrazada de neofolklore y embellecida con discursos populistas y halagada con el otorgamiento condescendiente de reclamos históricos a través de la repartición de efectivo y la polarización racial y de clase en una pseudo-esfera pública en llamas. La utopía liberal de construir un nuevo orden democrático más justo, plural e incluyente se desmoronó ante la insostenibilidad del modelo económico que mantiene al mundo dividido en poblaciones privilegiadas y redundantes habitando zonas de sacrificio. Por eso, el poder dejó de tener la posibilidad de legitimarse con el antiguo statu quo criollo o “whitexican”.

Es probable que esta conversación fuera más honesta si nos reconociéramos como bandos opuestos de enemigos en lucha. No de la guerra por la conquista, sino del darwinismos social imperante que mi lado tiene ya por mucho ganado: la supremacía blanca en el mundo que es inseparable de la destrucción acelerada del planeta. Como si me identificara como una “israelí” en México, lo cual me ayudaron a entender mis amigues palestines durante mi visita prolongada a su tierra ocupada.[3]

Estamos en una época histórica en el que denunciar al racismo, militar por la visibilización y reconocimiento de los pueblos originarios, denunciar la continuidad de las violaciones de los derechos humanes y votar por propuestas políticas progresivas está lejos de ser suficiente. El problema es sistémico. Por eso, hay que empezar por la raíz del problema: el borramiento de la inconmensurabilidad de las historias de los que colonizaron el territorio y sus poblaciones originarias y de nosotros sus descendientes. Supongo que las llamadas prácticas y estudios decoloniales son un buen comienzo, pero que también pueden ser una distracción de nuestra tarea en curso. ¿Cómo cambiarlo todo? ¿Por qué privilegios tengo que comenzar a renunciar? ¿Y qué hago ante la enormidad de la urgente tarea que claramente no puedo realizar yo sola?

            Yásnaya, yo desciendo de encomenderos, de aquellos ladrones que por encargo del Rey de España vinieron a México a erigir ciudades bajo un modelo europeo, a meterles la religión por la médula a los pueblos originarios, a explotarlos. Mis ancestros vinieron a administrar extensiones de tierra que venían con mano de obra gratis para avanzar los intereses del Rey de España. Mis ancestros son aristócratas autodesignados con documentos firmados por el rey de España para legitimar el despojo y su señorío sobre la tierra. Mis ancestros regalaron a miembros de sus familias a conventos, dieron caridad, rezaron varias horas al día, se pusieron silicios, evitaron mezclarse con los llamados “indios” so pena de tener descendencia “impura” y sobre todo, buscaron “mejorar la raza” agregando más genes blancos a los suyos con el doble mandato de la desjudeización y de la civilización. Mis ancestros fueron cuidados, alimentados, aliviados, limpiados, atendidos por mujeres indígenas esclavizadas. Y siempre me es importante recalcar la paradoja de que la mayoría de la élite mexicana ha sido educada y cuidada por mujeres indígenas, de quienes llegan a depender, para luego aprender a despreciarlas profundamente. Mi generación creció en asentamientos llamados “colonias” erigidas en tierras comunales malbaratadas y por eso robadas. Sus habitantes fueron desplazados a los márgenes de dichas tierras y han vivido futuros inescapables de servicios de salud inexistentes y de maneras limitadas de ganarse la vida como jardineros, mozos, choferes, nanas, cocineras, lavanderas, albañiles y otros empleos mal pagados.

Una de las características de la cultura de las sociedades de colonos —es decir, de la gente que viene de otras partes del mundo para dominar a las poblaciones originarias de un territorio y formar Estados-naciones— es la de tratar a las poblaciones originarias como si no existieran, como si fueran desechables, su territorio, como si fuera de ellos. Nos indoctrinamos en una historiografía que nos permite convencernos de que tenemos reclamos válidos sobre la “propiedad” de la tierra que nos robamos y que ocupamos. En esta falsa historiografía se sostienen el continuo hybris del whitexican y las estructuras de explotación y esclavitud colonial que dieron lugar a lo que hoy se llama “capitalismo racializado”, hasta llegar al extremo de lo que denominamos “necrocapitalismo”, que implica que las tierras que habitan los pueblos originarios y campesines mestizes hoy valen más que el trabajo barato que pueda extraerse de sus cuerpas. El necrocapitalismo representa la continuidad de la racialización de las poblaciones y su despojo, por ejemplo, de agricultores en el Estado de Puebla (donde se establecieron mis ancestros en el siglo XVI), que denunciaron que empresas y agroindustriales bombardean las nubes con químicos para alterar el ciclo natural de las lluvias y beneficiarse económicamente de ello favoreciendo los ciclos de los cultivos industriales. Fresas Driscolls, Granjas Carroll, Ibedrola, Heineken y Audi son las compañías que operan en esta región y que además saquean y contaminan el agua de la Cuenca Libres Oriental mientras que a pequeños productores, comuneros y ejidatarios les niegan permisos para pozos o norias para irrigar sus parcelas. Además de estas compañías, hay otras que se apropian del agua de la región, como en Tlaxcalancingo, donde Junghans extrae 800 garrafones diarios de sus pozos para venderlos en las ciudades. Coca-Cola hace lo mismo en Ocotepec o en Cuautlancingo. La planta de Volkswagen ha dejado a los habitantes de las tierras de alrededor sin agua ya que gasta unos 400 millones de litros por automóvil producido, privando a los habitantes de las tierras aledañas del recurso vital. Aquí enumero dos casos de continuidad del hybris whitexican de los cientos que hay por todo el territorio, incluyendo la pena de la guerra por el agua en tu comunidad, Yásnaya, San Pedro y San Pablo Ayutla. Se dibujan claramente las luchas del presente a mediano plazo: por energía, por agua. No serán guerras ideologizadas ni territoriales, pero sí por el territorio y sus recursos, como en Israel-Palestina: en aras de la sobrevivencia de los colonos o de las comunidades originarias que habitan dichos territorios.

            Las disputas del agua en el Estado de Puebla y en San Pedro y San Pablo Ayutla tienen lugar en un contexto de intensificación del despojo de los comunes y el extractivismo, o en la política económica basada en la venta de recursos (o de extracción y destrucción de los comunes) en el mercado global, cuyo efecto colateral es la destrucción del medio ambiente y los entramados comunitarios y naturales para la subsistencia humana. Mientras tanto, para facilitar los proyectos extractivistas, se libra una cacería contra los defensores del territorio y contra las mujeres, malamente conocida como “Guerra contra el narco”. El extractivismo, claramente, no es sólo una modalidad económica vestida de populismo, sino también un régimen político afincado tanto en las violencias sexuales como en las políticas, que provoca la intensificación de una maquinaria de saqueo.

Desmarañar el invisibilizado sistema de privilegios heredado de generaciones, basado en la normalización del despojo de los pueblos originarios de este territorio que designamos “un país”, cuesta, por razones obvias. En el mundo que compartimos, se puede asociar en la misma familia a sistemas depredadores de venta de mercancías basadas en créditos con intereses exorbitantes, que a la militancia y un trabajo honesto y comprometido con visibilizar la historia y proyecto político de María de Jesús Patricio Martínez (Marichuy), la candidata a la presidencia en 2018 del Consejo Nacional Indígena. Este tipo de contradicciones operan porque predomina en el imaginario social y político la herencia de la modernidad secular europea de la cultura de la emancipación, el iluminismo, los derechos humanos, la libertad, la justicia social, inclusive el feminismo. El imperio de la cultura europea incluye un mecanismo interno de emancipación que promete libertad individual, solidaridad social y justicia. Incluyendo discursos como el marxismo y la izquierda, la razón europea logró de este modo colocarse en un lugar de privilegio, razón y luz delante de todos los pueblos del mundo para incitarles a seguir sus pasos, “progresar” y ser parte de la civilización occidental.

Anotas en uno de tus textos, Yásnaya, cómo uno de los aspectos de este progresismo europeo fue criminalizar a las lenguas indígenas que se comenzaron a llamar “dialectos”. Y que aunque se hayan hecho reformas legales para proteger la diversidad lingüística, en los hechos, el sistema de educación sigue centralizado en el gobierno, lo que ha negado la autonomía de los pueblos originarios. En ese sentido, el dominio europeo funciona como un pharmakon: un veneno que viene con su cura ocultando la cara de la colonialidad, que es el resultado de un proceso de racialización del mundo por parte de los europeos.

He aprendido que el colonialismo es más que la simple ocupación de la tierra: es una operación de poder en la que una cosmología se extingue para ser reemplazada por otra manera de habitar el mundo. En proceso de reemplazo, un conjunto de interpretaciones sobre el lugar de los humanes en el universo se desplaza, borrando identidades, lenguas, culturas, lo cual transforma radicalmente formas de trabajo, relaciones con otres y con el territorio. Es así que el colonialismo (y su derivado, el capitalismo) alteran de manera fundamental relaciones no-occidentales con la red de la vida, y todes estamos viviendo las consecuencias. También he podido entender que el colonialismo no es un evento singular, sino un proceso largo y continuo de consolidación y ejercicio de poder por medio de la violencia, coerción, manufactura de consenso y mantenimiento del statu quo. Es la normalización del control de la reproducción de la sociedad, que tiene que ver con la biología y la hegemonía. Por eso, los procesos que producen y reproducen el orden colonial capitalista están concentrados en la subyugación y control de las cuerpas de las mujeres, quienes portan las marcas de las violencias coloniales. Cada tramo de robo de tierra y de despojo de los pueblos originarios es también un asalto a sus sistemas de conocimiento y entramados de reproducción social que unen a la gente a la red de la vida, a un territorio particular y que le dan su identidad. Al despojo le siguen nuevos sistemas de leyes, educación, cultura y medicina. Las élites descendientes de la casta criolla negamos esta historia y, sobre todo, que la historia de la colonización continúa porque nos involucra en el polo dominante de un eje colonial. La academia y las industrias culturales son fieles reflejos de ese olvido, estos temas pertenecen al mundo de lo indecible. Por eso nos permitimos portar la bandera de la multiculturalidad, de la descolonización, erigir una estatua para honrar a las mujeres mazahuas para reemplazar a Colón, o hacer proyectos de arte cantando a los ríos, recuperando saberes tradicionales o proponiendo esquemas de “desarrollo sustentable”. Borrarnos como “criollos” en el esquema imperial que nos considera “latinx” para ser garantes de premios, proyectos, visibilidad y exotismo. Porque nos es más fácil hacernos ciegues ante la colonialidad, facilitamos que las identidades políticas estén ligadas a un tipo de moralismo herido como la premisa de la subjetivación política, en vez de la escucha y la autonomía. En los contextos donde no las practicamos, nos es más fácil celebrar la comunalidad y la reciprocidad como utopías que aceptar la realidad del capitalismo racializado, nuestra complicidad en él y la insostenibilidad de los aspectos progresistas de la modernidad, como el consumo energético basado en la quema de combustibles fósiles. Que defensores de la tierra y líderes comunitarios llevan décadas siendo perseguides, asesinades y desaparecides mientras que ignoramos la obscenidad de la “revolución cultural en curso”, la cual también ignora los verdaderos reclamos históricos al dar continuidad a las estructuras coloniales y heteropatriarcales representadas por el Tren Maya, nuevas refinerías y de más megaproyectos de muerte. Contemplamos con una mezcla de asco y resignación el simulacro de la identidad nacional en un paisaje social fragmentado y polarizado, de policía militarizada y un muro de migración centroamericanos manteniendo la esperanza de que nos tiren un hueso. 

El hybris discursivo continúa a partir de una noción de país conformado por “dos Méxicos”: uno que fabrica discursos y soluciones, que determina o decide lo que es la cultura apropiándose del “otro México” determinando lo que éste necesita. A partir del falso reclamo histórico del “olvido estatal” que —como escribes, Yásnaya, en un texto del año pasado publicado en El País— es supuestamente la fuente de la pobreza y atraso de los pueblos indígenas en general, del maya en particular y la justificación para el megaproyecto del Tren Maya. Como lo planteas, “no ha sido la exclusión de estos pueblos del ideal del desarrollo planteado por el Gobierno los que los ha empobrecido sino los procesos violentos de inclusión”. He pensado que lo que el sistema capitalista determina como “escasez” es una noción falsa de pobreza. La verdadera pobreza es la incapacidad de los pueblos despojados de su cosmovisión y conocimientos ancestrales de sostener los entramados de reproducción comunitarios de la vida. Pero la “escasez” y el “subdesarrollo”, que son conceptos labrados por la mira de la modernización colonial, implican, como ya lo has dicho, la continua imposición de proyectos de nación y economía de una minoría privilegiada en intereses trasnacionales. Los pueblos originarios nunca han consultados si querían ser parte del Estado mexicano.

Hoy en día, lo que queda de las culturas de los pueblos originarios en registros etnográficos, antropológicos, junto con lo que sigue vivo y lo que renace, me devuelven una imagen de mi cultura (moderna, occidental) arcaica, tóxica, basada en la fantasía del individualismo, en la negación de la interdependencia entre humanes y no-humanes, en la violencia de la depredación, en las quimeras de la civilización, desarrollo y universalidad. Quimeras que han justificado en este siglo y el pasado el despojo continuo de los pueblos originarios, el uso de la violencia desde el poder, el mito del ideal de la sociedad constituida más allá de los marcadores étnicos o raciales. Quimeras que resultaron en mundos fragmentados de desigualdad y en la imposibilidad de dibujar un mundo en común, un futuro compartido. El borramiento de la continuidad del hybris se encuentra en el hecho de que les conferimos a los pueblos originarios de México, y de otros lados, voces en foros multiculturales para hablar de racismo y despojo lingüístico, aunque son muy pocos los gestos de solidaridad con sus luchas por la defensa del territorio de los comunes. Con el hybris de la condescendencia que celebra voces como la tuya por “ir más allá de las imposiciones y la violencia”, por ser “novedosa, fresca, sincera, modesta, honesta intelectualmente”. Sin entender que en la amenaza del borramiento de la lengua está la violencia de la colonialidad, como un borramiento y olvido de mundos otros de sentir y de significar. Un silenciamiento que viene con el des-mundeamiento de mundos no-occidentales de sentido y de significado.

Estoy convencida que necesitamos hacernos conscientes de nuestro estatus de colonizadores y desde ese punto de vista, adoptar valores otros, no-modernos que nos permitieran vivir juntos en inconmensurabilidad, en vez generar más desmembramiento, desapego y destrucción. Tengo en mente aquí el término de “resurgencia” de la indígena del pueblo Mississauga Nishnaabeg, Leanne Betamosake Simpson, el cual implica (explicado en términos occidentales) hacer un mapa del pensamiento colonial confirmando las formas de vida indígenas o formas alternativas de estar en el mundo: una forma de renacimiento que al mismo tiempo es resistencia.[4] Aquí me puedes acusar de apropiación del pensamiento indígena: me declaro culpable. Mi civilización se derrumba a pasos agigantados y no tenemos herramientas para dibujar el futuro; ahora la pobreza está de nuestro lado. Leo en tu afán por salvaguardar la lengua de comunidad como una forma de renacimiento y resistencia. Como un intento de trascender el episteme moderno como campo de la experiencia de la colonia.

Quiero seguir deconstruyendo y aprendiendo del reflejo de mi cultura e historia que me pudiera ofrecer el espejo de tu historia. Para mí es importante diseminar la conciencia de la deuda histórica que tenemos los descendientes de colonizadores hacia los pueblos originarios, que la modernidad es indisociable del colonialismo y que los reclamos de progreso y emancipación de la modernidad están ligados a la continuada explotación, despojo, desaparición forzada de los pueblos originarios y de la destrucción medioambiental. En el campo cultural, nos toca reflexionar sobre la historia de la representación en el arte, literatura y en el imaginario político mexicanos sobre la historia de la representación de los pueblos originarios: desde la glorificación de los muralistas respecto a los campesinos luchando por sus tierras y por ser parte de la nación mexicana (en su contraparte femenina, las Adelitas es especialmente tremenda), a la idealización de los pueblos originarios como guerrilleros, como en José Revueltas, a las imágenes melancólicas de Juan Rulfo, de pueblos originarios pasivos ante su destrucción inminente por la modernización de medio siglo, hasta el personaje de Cleo, de Roma de Alfonso Cuarón, cuya devoción incuestionada a la familia para la cual trabaja la lleva a darles su propia vida. Tlalli de Pedro Reyes es parte de esta historia. Estas representaciones se han robado la posibilidad de la autodeterminación narrativa y política de los pueblos originarios. Por eso propongo insistir en traer a la esfera pública (si todavía existe algo así) esta discusión junto con la urgencia de expresar solidaridad con los pueblos originarios en relación a la intensificación de los megaproyectos de muerte y la persecución de defensores de la tierra en aras del capitalismo trasnacional racializado. Más allá del activismo en redes, urgen muchos Atencos; hay que poner las cuerpas en la línea de la resistencia.


* Agradezco los comentarios y sugerencias de Saúl Hernández Vargas al igual que a les editores de Revista Común por anotaciones en versiones anteriores de este texto.

[1] Silvia Rivera Cusicanqui, Un undo ch’ixi es posible: Ensayos desde un presente en crisis, Buenos Aires: Tinta Limón, 2019, p. 38.

[2] Yásnaya Elena A. Gil, Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística, comp. Ana Aguilar Guevara et. al., México: Almadía, 2020.

[3] En los estudios decoloniales se hace una diferencia entre el colonialismo por poblamiento (o “settler colonialism”), por ejemplo en Estados Unidos y Canadá, donde las poblaciones fueron desplazadas, despojadas y cercadas en “reservas”, sus tierras pobladas por familias de peregrinos que reclamaron propiedad sobre la tierra. A diferencia del colonialismo español, basado en el mestizaje (en la violación de españoles a mujeres indígenas). Sin embargo, en las estructuras coloniales que persisten, me parece que predomina el colonialismo de colonos, en el sentido que unas poblaciones siguen siendo despojadas (de sus territorios, de los comunes) en aras de sostener las formas de vida de los habitantes privilegiados de las zonas urbanas.

[4] Leanne Betamosake Simpson y Edna Manitowabi, “Theorizing Resurgence from within Nishnaabeg Thought” Centering Anishinaabeg Studies: Understanding the World through Stories, edited by Jill Doerfler, Niigaanwewidam James Sinclair, Heidi Kiiwetinepinesiik Stark, Michigan State University Press, pp. 279-293.