El filme de Michel Franco, Nuevo Orden, estrenado en este año pandémico, ha sido objeto de múltiples reseñas y de una crítica intensa en redes sociales, debido a la manera estereotipada y maniquea en la que representa y racializa a las clases sociales. Por prejuicio o malevolencia, Franco representa a los pobres y desclasados como una horda de salvajes zombificados, de fenotipo visiblemente indígena, mientras que a la nívea élite económica la coloca como la víctima sacrificial del resentimiento de los de abajo. En su desesperación, los blancos aceptan el estado de sitio militar, a pesar de que el ejército, integrado por gente de piel obscura, también agrede secretamente a los miembros de la élite, no por venganza racial sino por pura y llana corrupción.

Aunque Franco tiene algunos aciertos cinematográficos, como mantener el ambiente de suspenso de principio a fin, su obra genera polarización, contraviniendo tanto la aspiración artística a la universalidad como la propensión psicológica que tenemos los espectadores a identificarnos con las venturas, desdichas y peligros de los personajes que vemos en pantalla. Franco no crea personajes que nos interpelen a todos o nos llamen si quiera a la compasión, pues desde las primeras escenas interpone abismos de raza y clase entre la trama y la audiencia. Los únicos que pueden identificarse llanamente con su representación del “nuevo orden” pertenecen a la élite económica y a la ideología de la blanquitud. 

Franco no ha hecho sino reciclar fielmente un tropo originado en la época colonial, que se expresó recurrentemente a lo largo de los siglos XIX y XX, hasta el levantamiento zapatista de 1994. El libro La rebelión de los indios y la paz de los españoles (1996) de Felipe Castro nos permite comprender cómo entre los españoles de la era colonial (tanto criollos como peninsulares) se gestó un sentimiento de amenaza a partir de las rebeliones indígenas del siglo XVII, como el levantamiento de 1692 en la Ciudad de México. En la visión de los blancos, los indios eran “gente sin razón,” viciosos, flojos e indignos de confianza por sus tendencias levantiscas.

A comienzos del siglo XIX, la población indígena y las castas del Reyno de México-Tenuxtitlan (que incluía las provincias de México, Valladolid, Puebla, Oaxaca y Veracruz) protagonizaron la revolución de independencia (1810-1821), sin embargo, fueron los criollos quienes terminaron monopolizando el poder y la gloria, como los arquitectos de la nación independiente que terminó llamándose México. El nombre del país apuntaba al papel central del Reyno de México en la emancipación de la corona española, ya que otros reinos, provincias y capitanías de la Nueva España tuvieron una intervención escasa o nula en el proceso. Los indígenas de aquel reino sufrieron una terrible afrenta, pues a pesar de haber sido mayoría numérica y de haber peleado cuerpo a cuerpo contra los realistas, fueron excluidos del relato independentista, mientras que un puñado de criollos y castizos fueron reconocidos como los padres de la patria por la posteridad.

 En su Historia de Méjico (1849-1852), el “padre” del conservadurismo mexicano, Lucas Alamán, no tuvo empacho en describir a los insurgentes no como un ejército libertador sino como tribus bárbaras, compuestas por familias enteras de indios armados con palos, lanzas, arcos y flechas, quienes al haber desencadenado una guerra civil sólo dejaban anarquía y destrucción a su paso. Para Alamán, el padre Miguel Hidalgo era poco menos que un embaucador que manipulaba a los indios con fines aviesos, mientras que las únicas motivaciones de los indígenas eran el saqueo y la venganza contra los descendientes de los españoles. Como lo hizo notar el historiador Charles Hale en El liberalismo mexicano en la época de Mora (1968), la visión de Alamán sobre la llamada “cuestión indígena” no era exclusiva de los conservadores, sino que era transversal a la élite criolla.

Así, por ejemplo, el doctor Jose María Luis Mora, el “padre” del liberalismo mexicano, intentó suprimir a los pueblos indígenas por decreto, al considerar que el término de “indio” era oprobioso para una larga porción de ciudadanos y debía ser abolido del uso público. Para Mora, también la historia antigua de México era prescindible, pues como manifestó en su obra, México y sus revoluciones (1836), Hernán Cortés era el único fundador de la nación mexicana y nada de lo acontecido antes de su llegada era importante. Finalmente, para Mora los indígenas eran incapaces de alcanzar un grado de ilustración, civilización y cultura semejante al de los europeos. Además, estaba la amenaza siempre latente de una guerra de castas. La propuesta de Mora para superar el atraso que le ocasionaban a México los indios y las castas era promover la migración europea masiva, para que ésta terminara absorbiendo y asimilando a la población no blanca, como ocurrió hasta cierto punto en los estados del norte de México.

En 1848, en el contexto de la guerra de castas (un conflicto armado étnico-político entre los criollos y la población maya), el gobernador de Yucatán, Justo Sierra O’Reilly, hizo un llamado a suprimir o expulsar a la raza india del país, debido a su imposibilidad para amalgamarse con otras razas. Considerando que los mayas constituían el 90% de la población de la península yucateca, Sierra estaba promoviendo un auténtico genocidio (la inexistencia de tal concepto en aquel entonces no niega la realidad histórica del fenómeno). La postura de Sierra no era atípica. Pese a ser una escandalosa minoría, para los criollos eran los no blancos los que no tenían derecho a vivir en el país.

En el norte de México, en la nueva línea divisoria entre México y Estados Unidos creada por la guerra de 1846-48, otro genocidio contra los indios tenía lugar a los dos lados de la frontera, puesto que ambos gobiernos alentaron la migración europea ofreciendo tierra a los colonos a cambio de que contribuyeran al exterminio de las “tribus nómadas.” Porfirio Díaz, el dictador indomestizo de entre siglos, amplificó las prácticas genocidas, al promover el desplazamiento forzado de miles de rebeldes yaquis y mayos de Sonora a las plantaciones henequeneras de Yucatán. Para desconsuelo de la élite criolla, tales prácticas no sólo no pusieron fin a la “cuestión indígena,” sino que contribuyeron al caldo de cultivo de la revolución de 1910-1920.

La idea de unas masas indias amorfas, deambulando a través de la historia nacional sin cultura, civilización, organización, expectativas, proyectos o metas propias, y cuyo único objetivo existencial podía ser la venganza contra los blancos, alcanzó a los intelectuales del siglo XX, incluyendo a los ideólogos del mestizaje, como José Vasconcelos. A pesar de que las comunidades indígenas e indomestizas protagonizaron la revolución, fueron suprimidas una vez más del relato nacional. Asimismo, la revolución barrió con muchos resabios decimonónicos y con la oligarquía terrateniente, pero no con la jerarquía racial. A diferencia del siglo XIX, en el que la inestabilidad política posibilitó que hubiera un presidente afrodescendiente (Vicente Guerrero), uno indígena (Benito Juárez) y otro indomestizo (Díaz), los presidentes del siglo XX se ubicaron unánimemente en el espectro criollo-mestizo, y si no eran millonarios antes de llegar al poder, se enriquecieron desbordada e inexplicablemente a través de la función pública (de ahí su identificación personal con los de arriba).

Los gobiernos post-revolucionarios arroparon a la sociedad mexicana con el manto ficticio del mestizaje y pusieron en marcha una política de Estado paternalista y de asimilación cultural a toda costa, la última estocada en los esfuerzos de la élite criolla por desindianizar a México, bajo el supuesto de que los indios no tenían nada que aportar a la nación más allá de su folklore, el cual podía ser preservado a través de las artesanías, los textiles, el baile folklórico y los museos. Esta política, bautizada como indigenismo, fue el esfuerzo más tenaz y duradero por contener a los indígenas en una esfera donde se garantizaba que no volverían a perpetrar supuestos actos de revanchismo histórico. 

No obstante, la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a comienzos de 1994, puso fin al sueño de la élite criolla de haberse desembarazado definitivamente de la cuestión indígena como prerrequisito para modernizar a México. Haciendo gala de una tradición multisecular, los intelectuales orgánicos del régimen explicaron el alzamiento como resultado de la manipulación de unos indios pobres, ignorantes y resentidos por parte de un puñado de líderes mestizos (incluido un hombre blanco de ojos claros apodado “Marcos”), cuyas intenciones sólo podían ser oscuras. No faltó incluso el que invocara el espectro de la guerra de castas.

La respuesta de la sociedad civil nacional e internacional en contra de la guerra en Chiapas y a favor del reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, marginó a los partidarios de las teorías de la conspiración, al enfatizar la legitimidad tanto del levantamiento como de las demandas zapatistas. Si bien el EZLN sigue siendo objeto de las especulaciones más descabelladas, que sostienen que el subcomandante “Marcos” fue una invención del presidente Carlos Salinas y otros desvaríos semejantes, para cualquier observador serio del fenómeno es evidente que el EZLN logró cambiar las relaciones de poder en el territorio donde los zapatistas pudieron establecer un control efectivo, llevando a cabo un empoderamiento real de las comunidades mayas. Su legado es tan contundente e irreductible que ni siquiera los intelectuales conservadores de hoy insisten en afirmar que los zapatistas son un grupo de indios manipulados, cuyo propósito ha sido robarles a los blancos lo que por derecho les pertenece. 

Cuando los sectores progresistas creíamos que al fin estábamos en una correlación de fuerzas favorable para ganar la batalla cultural contra las visiones dicotómicas, maniqueas, profundamente racistas y anti-indígenas del pasado, en pleno siglo XXI Michel Franco sacó el viejo tropo del baúl de los recuerdos. Su comprensión de las líneas divisorias de la sociedad mexicana no es una anomalía ni obedece a una limitación individual, por el contrario, corresponde a la visión de la élite económica blanca que monopoliza los espacios de poder en México, la cual se siente vulnerada porque un presidente plebeyo que no se ajusta a las reglas no escritas de la jerarquía raciclasista, ganó las elecciones en 2018. 

La presidencia de AMLO ha sacado a relucir los temores y paranoias atávicos de la élite blanca, tal y como se expresan en Nuevo Orden: los indios de siempre (aunque ya sin vestimenta típica) irrumpen en la burbuja burguesa de una de las colonias más exclusivas de la CDMX para ejercer su venganza y propagar caos y destrucción. No hay ninguna explicación a esta violencia, simplemente ocurre como resultado del antagonismo entre los de arriba y los de abajo. La película no lo insinúa, pero en la mente de los ricos el discurso polarizador del presidente, quien se refiere a ellos como fifís, le da cuerda al odio contra ellos y legitima su status de víctimas. 

La mayoría de las reseñas de Nuevo orden la ha catalogado como una obra distópica que acontece en un futuro indefinido. Sin embargo, si algún mérito tiene el filme, es el de ser un fiel retrato de subjetividad burguesa en la era de la narcoguerra. La élite económica se siente doblemente amenazada, tanto por los de abajo como por instituciones corruptas, en las que no puede confiar del todo. El estado de sitio no es algo hipotético, durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto (2006-2018) cientos de municipios vivieron bajo el control policiaco-militar, incluyendo el municipio más rico del país, San Pedro Garza García. 

Desde la guerra fría, el ejército mexicano se consolidó como un poder paralelo, blindado por completo de la justicia civil y con facultades extralegales para establecer un estado de sitio de facto. La administración de AMLO no ha militarizado al país, sino que ha legalizado varias situaciones irregulares que se venían dando desde entonces, creando un marco jurídico favorable al instituto armado. Si bien una de las funciones del ejército es la de servir como el instrumento del Estado que garantiza la hegemonía de una clase social, eso no impide que las prácticas violentas y corruptas de algunos militares de diferente rango atenten contra los de arriba. Militares en activo o en retiro han estado envueltos en ejecuciones extrajudiciales, robos y secuestros de miembros de la élite. En los lugares más inseguros del país, los militares también han extorsionado a los ricos para ofrecerles protección adicional, como si fuesen guardias privadas. 

Los burgueses de la película ignoran que miembros corruptos del ejército mantienen en cautiverio a sus familiares para exigir fuertes sumas de dinero como rescate. Los burgueses de la vida real saben que las fuerzas de seguridad son parte de la corrupción, pero tal y como lo muestra Franco, la burguesía prefiere aliarse con el ejército y respaldar sus graves violaciones a los derechos humanos –como las ejecuciones a mansalva y la pena de muerte en sustitución de juicios penales–, antes que permitir una profunda reorganización social, pues ésta implicaría la pérdida de sus privilegios de raza y clase. En el filme, la dictadura militar resuelve el problema de la insurrección de los prietos.

Franco entiende a la perfección a la élite blanca y traduce su pensamiento al lenguaje audiovisual, no como un outsider sino como miembro de ese mismo estamento. Por ello, no se le escapa un detalle central: los miembros del ejército son morenos, al igual que los sublevados, lo que no deja lugar a dudas sobre quién es el verdadero enemigo de la blanquitud. La visión binaria de este dispositivo ideológico se confirma ante la ausencia de actores que hubieran hecho menos insufrible la trama, como los políticos, el crimen organizado y la clase media. En la película, todo queda reducido a la lucha entre blancos y no blancos y el ejército como mal necesario para garantizar la preservación del statu quo.

Para la élite blanca, sería deseable que México dejara de ser un país habitado predominantemente por gente de piel morena, pues sólo así podría exorcizar el sentimiento de amenaza que le produce su condición minoritaria. Los criollos siguen sin aprender de sus esfuerzos históricos por desindianizar y blanquear a la sociedad mexicana, en cambio, siguen reciclando viejas fobias y paranoias, con más denuedo ahora que consideran que los plebeyos les están arrebatando el poder. Su última esperanza es tener al ejército de su lado, como en la película. Vale la pena prestar atención a la moraleja de Franco: la élite no vacilaría un segundo en apoyar una dictadura militar si eso les garantizara la preservación de sus privilegios históricos.