A diferencia de otras civilizaciones, una característica significativa de occidente es su dificultad para pensar que la realidad puede ser dos cosas opuestas a la vez. Recuerden a uno de sus “fundadores”, Parménides de Elea, quien dijo aquello de: “nada puede existir a parte de lo que es”. En otras palabras, para Parménides, Quetzalcóalt sería una pesadilla. Es cierto, por otro lado, que uno de los pilares del pensamiento occidental tiene que ver con lo que decía Descartes sobre la necesidad de percibir la realidad de forma clara y distinta. Me pregunto qué rendimientos arrojaría combinar ambas cualidades —pensar lo opuesto y hacerlo a partir de distinciones claras— a la hora de tratar determinados problemas de nuestra agenda política.
El pasado 23 de abril, la directora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, María Elena Álvarez-Buylla, intervino en una de las conferencias de prensa del gobierno para dar cuenta de ciertas carencias de la estructura científica mexicana en la lucha contra el coronavirus. Álvarez-Buylla se refirió al modelo de ciencia neoliberal que habría dominado la política científica de los últimos sexenios como la principal causa de esas carencias. El debate no se hizo esperar y pronto nos vimos abrumados por una avalancha de memes, tweets y alguno que otro razonamiento. Creo que el asunto es importante por varios motivos, pero uno fundamental es por el hecho de que en el debate público muy a menudo se cruzan capas de sentido que hacen que todo se confunda y que no logremos distinguir bien qué se está diciendo cuando se dice lo que se dice.
Epistemólogos, filósofos e historiadores de la ciencia, científicos en general, han puesto el grito en el cielo ante el rótulo de “ciencia neoliberal”, se han enredado en el debate sobre si la ciencia amerita apellido y han sacado a pasear el cadáver del viejo Lisenko —aquel ingeniero estalinista que dijo que la genética era ciencia burguesa—. En el fondo, no están entendiendo nada. Y, sin embargo, lo están entendiendo todo. No entienden nada porque olvidan que el discurso de Álvarez-Buylla es de carácter político, se enuncia en una conferencia de prensa del gobierno y tiene como destinatario a una nación angustiada por la pandemia. Confunden a “esta Álvarez-Buylla” con la “Álvarez-Buylla científica”, la que podría estar hablando en un seminario sobre ciencia y tecnología con la comunidad científica como auditorio. Cuando los científicos hacen una lectura científica de un discurso que habla sobre ciencia pero que es de orden político, sufren un cortocircuito que les lleva a demandar precisión y argumentación en un campo como el político que, al menos desde la óptica populista, funciona por simplificación y plebiscito.
Y es que el uso populista del término neoliberal —junto con el de la mafia en el poder, sustituibles uno por el otro a gusto del usuario— constituye una de las marcas distintivas de este gobierno. Neoliberal es todo aquello que se opone al pueblo que es, en cambio, de dónde emana la legitimidad de la gran transformación que se quiere llevar a cabo. Obrador decretó hace meses el fin del régimen neoliberal. Instituía así no sólo un nuevo calendario sino una fractura esencial en el cuerpo político: ellos (la minoría) y nosotros (la mayoría: el pueblo). Hablar de ciencia neoliberal de la forma en la que se hizo el otro día debe entenderse bajo este registro y no con un manual de Karl Popper bajo el brazo. Cuando se usa el significante “neoliberal” en una conferencia de prensa del gobierno, el objetivo es polarizar el espacio político entre el pueblo y sus enemigos, entre los proyectos que redundan en su bienestar y el mal gobierno, entre una política científica al servicio de la nación y otra al servicio del interés privado de unos pocos.
Evidentemente esto no quiere decir que lo dicho por la directora del Conacyt no merezca una discusión. Pero una vez situados en este marco político. Apelar como hizo Buylla a la soberanía científica, denunciar la escueta inversión privada en innovación o la apuesta por la rentabilidad económica en detrimento de la ciencia básica son directrices de política científica que se enmarcan, qué duda cabe, en un régimen de producción económica y en una escala social de valores. Y en una sociedad sana es imperioso preguntarnos cuáles son los más deseables. Y debemos tomar partido al respecto. Podríamos cuestionar si la dependencia científica de Cuba con respecto a la URSS era consecuencia del neoliberalismo, si la ciencia aplicada no ha sido a veces acicate de creatividad e innovación o si la relación entre la inversión pública y privada en tecnología resulta algo mucho más complejo. O bien, podemos condenar el modelo económico y político que ha dominado este país en los últimos sexenios, acordar con Buylla que la política científica requiere una nueva dirección y ventilar el tweet del expresidente Calderón como una nueva salida de tono a las que desafortunadamente nos tiene acostumbrado. Todo este debate político es justo tenerlo, sea en el marco del populismo o en su contra.
Pero los científicos escandalizados por las declaraciones de Buylla, aunque yerran al no distinguir este marco, aciertan a ver algo fundamental: que esas declaraciones suponen un cuestionamiento de su ideología profesional. Apellidar a la ciencia con el calificativo de neoliberal, supone —así puede entenderse— que la práctica científica está guiada por principios ajenos a los fines propios de la ciencia. Es como si desde el gobierno se les dijera a los médicos que su práctica no busca curar o la de los jueces impartir justicia. Es la creencia en el valor que define a esa comunidad lo que se ve erosionado al hablar de ciencia neoliberal. Y ese es el motivo por el cual la respuesta ha sido tan visceral e indignada por parte de los científicos. Es un ataque a lo sagrado de la identidad colectiva. Usted —diría el científico escandalizado— olvida que nuestra actividad está guiada por la búsqueda de la verdad y que existen unos protocolos racionales que permiten depurar lo que es verdad de lo que no. La ciencia no tiene apellido. Nosotros no somos banqueros.
Es esta crítica de la visión ensimismada y logicista de la ciencia lo que precisamente aplauden los miembros de la comunidad científica que se han puesto de lado de la directora del Conacyt. Para este sector de la comunidad científica mexicana, lo que olvida la visión encantada es que la ciencia es ante todo un dispositivo institucional situado en un contexto político y económico, el cual genera unos valores y favorece un tipo de productos científicos sobre otros. En este sentido, por mucho que la ciencia se acorace en razonamientos y procedimientos, es un mundo como los demás: está estructurado por relaciones de poder, determinado por intereses materiales y orientado por los valores dominantes de la sociedad. Si hay una economía y una política neoliberal ¿por qué no una ciencia neoliberal? Los científicos —dirían los cínicos— no son querubines lógicos.
Tanto la visión encantada como la cínica descubren y ocultan algo. Porque la ciencia, efectivamente, es un mundo como los demás. Pero también es distinto. La mejor forma de pensarlo es con la idea de frontera. Una frontera no es un límite infranqueable. Los cínicos tienen razón al decir que la ciencia no se practica en una campana de vacío, al margen de las luchas que tienen lugar en el mundo. No hay necesidad de alinearse con Lisenko para comprender que las relaciones de fuerza que articulan el mundo científico están conectadas con las relaciones de fuerza y los valores que articulan la sociedad. Es más, sostengo que hay una relación entre el grupo social o la clase de la que provienen los científicos, sus trayectorias profesionales y de aquí, sus productos científicos. Pero una frontera constituye también un umbral, un orden distinto. Si detectamos esa fisura es porque lo que ocurre dentro de las fronteras, aunque esté conectado, es distinto de lo que ocurre fuera. Y es aquí donde entra la visión encantada. Porque, efectivamente, nadie vence en los lances científicos si no es movilizando los recursos propios de ese mundo y traduciendo los recursos y valores externos a su lenguaje y a su lógica específica. Y ese trabajo de traducción y depuración —que se hace sobre la base de los recursos acumulados por la historia de esa disciplina—, es necesario llevarlo a cabo si uno quiere al menos ser escuchado. Si en el Guernica Picasso no hubiera plegado sus intereses y valores a los problemas específicos del campo de la pintura occidental, el resultado sería un cartel político, no una obra de arte pictórica. Lo mismo ocurre con el diálogo entre el científico que dispone de última tecnología de laboratorio y aquel que proviene de una universidad periférica, entre quienes están comenzando sus carreras en situación precaria y los grandes mandarines y gestores de proyectos: los resultados deben hacerse públicos y formalizarse en alguna medida, plegarse a las normas colectivas. La ciencia es bifronte: es una empresa temporal, donde el dinero, la influencia y el poder son principios eficientes; y a la vez, una empresa teórica, específicamente formal y alejada del interés material y partidista.
Pero situar las declaraciones de Álvarez-Buylla en el marco de este discurso sociológico sobre la ciencia y demandarle que hubiera sido más exacto —y hubiera concitado mayor consenso— el hablar de “ciencia producida desde un paradigma neoliberal” es no haber entendido nada de lo que estaba pasando en esa conferencia del gobierno, ni en lo que separa (y comparten) la ciencia y la política. Creo que establecer estas distinciones a la vez que intentar pensar la complejidad de nuestros enunciados, puede ayudar a sanear la discusión del espacio público. Falta nos hace.