Hay varias encuestas, particularmente hechas en Estados Unidos, que estudian la manera en la que se perciben a sí mismos diferentes grupos sociales y raciales. Recuerdo haber visto una en la que la población blanca de ese país afirma que las minorías (latinos, afroamericanos, entre otras) tienen una representación poblacional mayor a la que muestran los censos. Por otro lado, hace algunos años el Whiteness Project, una investigación del documentalista Whitney Dow en la que entrevistó a blancos de clase trabajadora, mostró, entre otros datos, que un 60 % de ellos cree que la discriminación que sufren es tan grave como la que sufre la población afroamericana.

Estos estudios son la punta del iceberg de un fenómeno complejo y que, por desgracia, adquiere tintes cada vez más peligrosos: la ansiedad de los blancos estadounidenses y, por supuesto, de las élites blancas de otros países, por los discursos que cuestionan su legitimidad y el dominio que han tenido, históricamente, sobre las minorías. En su libro Cómo funciona el fascismo, del 2019, Jason Stanley —profesor de Filosofía de la Universidad de Yale— tiene un nombre para este comportamiento: victimismo. Al apropiarse del papel del amenazado, las élites demonizan las justas demandas de los subordinados. La narrativa que ve al diferente como un ser irracional, violento e, incluso, monstruoso tiene una larga historia y se normaliza en películas, novelas, propaganda política y otras plataformas. Una buena muestra del imaginario fílmico —en este caso, basado en una obra literaria que se fraguó en una tradición colectiva, inspirada en el folklor del Medioevo— que explota esta visión maniquea es El señor de los anillos: la racionalidad y la apariencia —curiosamente uniforme— de los elfos contrasta con el salvajismo y la apariencia —curiosamente diversa— de los orcos.

En México el discurso polarizador de las élites se dirige, en los tiempos recientes, a los electores. Si las preferencias del sector popular van en el sentido contrario a la agenda de la clase dominante (al menos de un grupo que monopoliza la difusión de ideas en los medios convencionales), los votantes son tachados de inmediato de ignorantes, irracionales o, en el mejor de los casos, de que están sometidos a sus emociones. La propaganda política es base de la democracia de mercado que tenemos y apela, justamente, a las emociones. Sin embargo, los mismos articulistas que normalizaron la campaña de miedo del 2006 en las elecciones presidenciales —el famoso eslogan de “peligro para México” endilgado al actual presidente del país— ahora denuncian el sometimiento de la gente a los políticos de bando contrario que manipulan esperanzas y miedos.

Despojar de legitimidad es, por supuesto, el primer paso para poner en duda los derechos de las mayorías que no siguen la hoja de ruta de los sabios del siglo XXI, los “técnicos” supuestamente libres de ideología que, desde esa neutralidad, sólo quieren la prosperidad para todos. En noviembre del 2021 Arturo Damm, columnista del diario La Razón y participante de varios programas en TV Azteca, escribió en su cuenta de Twitter lo siguiente: “El comportamiento de la diputada Marisol Gasé [de Morena] me convence más de que no cualquier ciudadano tiene el derecho de ser votado para puestos de elección popular. Aunque suene contradictorio necesitamos una democracia aristocrática: sólo los mejores, no cualquiera”. Un año después, en mayo, el locutor Pedro Ferriz de Con declaró en la misma red social: “El pueblo que apoya a López Obrador no está capacitado para opinar sobre el presente y el futuro del país. Por eso tiene que ser la clase media la que se mueva”.

Más allá de fobias o filias políticas y de personajes en concreto —como el presidente López Obrador—, hay que entender que los ejemplos que muestro no son hechos aislados y deberían analizarse o denunciarse más allá de su extravagancia. Estamos ante un discurso de odio que radicaliza a una minoría y que crea una realidad alternativa en la que su supervivencia está en juego. La defensa del statu quo se esconde detrás de la condena a cualquier reforma a las instituciones o, peor aún, a cualquier intento por redistribuir el ingreso. Si en Estados Unidos tenemos una mayoría de facto que sobredimensiona a una minoría que, ciertamente, va en ascenso, aunque aún está despojada de poder político, en México tenemos una minoría poblacional que se victimiza, pero que ha dominado al país en lo cultural, en lo político y en lo social. El resquebrajamiento del monopolio que ha detentado por siglos provoca síntomas de ansiedad que antes se quedaban en lo verbal, pero que ahora vemos en las calles. De esta forma, la minoría sobrerrepresentada en los puestos de toma de decisiones del país reclama, para sí misma, la democracia y convierte, en su discurso, a la mayoría en masas que tilda de despóticas, protofascistas e incapaces de integrarse a la utopía civilizadora que han construido nuestras élites y que, irracionalmente, rechazan.