La noticia de la muerte de Diego Armando Maradona ocasionó una verdadera conmoción global. Máximo protagonista del espectáculo que desde mediados del siglo XX, y sobre todo en las últimas décadas, produce a granel oleadas de emociones planetarias, su súbito deceso impactó profundamente tanto en la opinión pública como en la conciencia íntima de las personas, que —en Argentina muy marcadamente, pero también en otras muchas partes— lo lloraron (lo lloramos) sin consuelo. Pasado ese primer momento de estremecimiento, aún cuando no acalladas las sensaciones múltiples que su muerte suscita, es posible volver sobre su figura desde miradas que se aventuren más allá de la nota necrológica o la pura evocación sentimental. 

«20 de octubre de 1976. Diego Maradona debuta como jugador profesional» por ANSESGOB, se reproduce con licencia CC BY-SA 2.0.

 

     Los sesenta años de vida de Maradona pueden dividirse en dos mitades de una duración casi equivalente. Las imágenes de su etapa como jugador, desde sus tiernas ensoñaciones en la niñez a su carrera profesional casi perfecta regada de estaciones inolvidables y momentos épicos, no cesan de causar asombro, incluso a quien ya las conoce, por sus detalles de belleza inextinguible. A la tarea de revisión de esas instantáneas, en esta era de fácil acceso al extenso archivo que brinda registro de esa marcha fulgurante, nos hemos entregado millones en estas semanas de duelo. Y así comprobamos, una vez más, la hermosura de sus goles y destrezas, el frenesí popular que acompañó a cada paso sus triunfos, pero también los trazos igualmente bellos de su biografía juvenil, desde su novela familiar de orígenes humildes a la historia de amor adolescente que lo cobijaría durante sus grandes hazañas. Ese Maradona, el de los Cebollitas, el de Argentinos Juniors, el de Boca, el del Napoli, el de la selección argentina, y siempre el enrulado de sonrisa diáfana, es imbatible en su frescura y en sus pasos de ballet en los estadios. 

    Pero si la historia de este genio del fútbol mundial conmueve de ese modo, entre otras razones es porque a todos nos habla del inexorable paso del tiempo. La segunda mitad del itinerario biográfico de Maradona se inicia cuando avizora el término de su carrera incandescente. Es sabido que en los deportistas, y por su gravitación en especial en los jugadores de fútbol, la frontera que separa el ejercicio de la actividad que les otorga trascendencia y el otro lado del retiro temprano, comporta facetas singulares. Jubilados prematuros en la plenitud de su edad biológica, los futbolistas tienen ante sí largas décadas por delante en las que, las más de las veces, no harán sino constatar que lo verdaderamente resonante ya ha quedado atrás. Una porción reducida se mantiene adherida al mundo del fútbol desde posiciones activas, sea como directores técnicos (la única colocación que produce personajes que compiten ventajosamente con la luminosidad que acompaña a los jugadores), periodistas u otras tareas menores. La mayoría, en cambio, transita su sobrevida en actividades ordinarias, sazonadas apenas por rememoraciones episódicas de su trayectoria pasada vinculada a las canchas. La nostalgia temprana es el ingrediente fundamental del ex jugador de fútbol. Sobre esa base, en Argentina el humorista Luis Rubio compuso a su personaje Eber Ludueña, prototipo risueño del futbolista retirado que vive sólo de narrar el anecdotario que surge de aquello que ya no es. Para los que provienen del estrellato, a menudo esa estructura sentimental se traduce en la gestión empresarial por parte de terceros de las facultades evocadoras de sus nombres propios, transformados en marcas. 

       Pues bien: lo singular del caso de Maradona es que a su carrera sublime de futbolista le añadió una sobrevida que, por su capacidad para recrearse como figura adicta a los primeros planos, no le fue en zaga. Quizás el principal componente de ese proceso de reconversión residió en el permanente talante anti-statu quo que se fue afirmando en él durante su tortuosa fase de abandono paulatino del fútbol a lo largo de la década de 1990. Fue en esa etapa ritmada por decisiones zigzagueantes y momentos conflictivos en su vida privada y en escarceos con la justicia, que Maradona se reinventa como vocero de causas perdidas y enemigo frontal de poderes reales e imaginarios. 

    No es que su ciclo como jugador haya carecido por completo de ribetes que anunciaban el tipo de posiciones que esgrimiría el resto de su vida. Pero, como la abrumadora mayoría de integrantes de su gremio, el joven Maradona evadía las posturas abiertamente políticas. Incluso más, contra la ubicación en la que suele colocarlo la imaginación retrospectiva -incluyendo sus propios relatos efectuados a posteriori-, junto a sus compañeros de la selección argentina encaró el célebre partido contra Inglaterra del Mundial de 1986 como un evento trascendental pero de cariz deportivo, a distancia de las ansiedades de los segmentos de la opinión nacional que lo asociaban a la pasada contienda bélica de Malvinas. 

    Fue entonces recién en el marco de las idas y vueltas que enmarcaron su despedida de las canchas que en Maradona despunta su desde allí permanente gestualidad adversativa, siempre dispuesta tanto a ensalzar a los amigos como a delimitar y desafiar enemigos. Y es en vinculación a esa nueva posición de enunciación contestataria que se robustece la narrativa que repolitiza momentos anteriores de su vida familiar y deportiva (sus raíces populares, sus años napolitanos de rivalidad y triunfos sobre el norte italiano opulento, el sesgo revanchista que crece en el recuerdo de aquel partido contra Inglaterra). Ya en los años 2000, esas disposiciones se enlazan más nítidamente a plataformas y símbolos de las izquierdas. A un tatuaje del Che que databa de fines de la década anterior, añade en su cuerpo otro de Fidel Castro. Y en 2005, participa activamente de la Cumbre contra el ALCA de Mar del Plata, donde se lo ve muy cercano a Hugo Chávez y otros protagonistas de la ola neoprogresista de la región. Probablemente, la muestra más elocuente de ese Maradona asociado a sensibilidades antiimperialistas y tercermundistas está condensada en el documental que le dedica Emir Kusturica en 2008. En una escena de esa película en la que el protagonista regresa de visita a Villa Fiorito, su barrio pobre de infancia, interrogado por el realizador serbio acerca del momento de nacimiento de su concienca política señala que fue “a través de ver el mundo (…) de haber leído sobre el Che Guevara, y haber estudiado sobre Cuba”. En efecto, al parecer es en los años que pasa en la isla al inicio del nuevo siglo —como parte de su recuperación de su adicción a las drogas y otros problemas de salud—, que en Maradona termina de cuajar ese aspecto de su sobrevida.   

    Una dimensión que no dejaría de exhibir en los quince años a la postre finales de su biografía. Claro que su izquierdismo no pasó del tipo de gestos habituales en sus formas de presentación en la esfera pública. Modalidades en las que Maradona reveló una capacidad de inventina parangonable a sus habilidades como jugador. Ahora que la estatura de su mito se agiganta con la evidencia inapelable del fin de su trayecto vital, nuevas imágenes de su estampa en luchas callejeras o en suburbios de ciudades lejanas del mundo permiten presagiar que esa sobrevida cultivada en su existencia no se extinguirá con su muerte.