FERNANDO ESCALANTE GONZALBO Y JULIÁN CANSECO IBARRA, DE IGUALA A AYOTZINAPA , GRANO DE SAL- EL COLEGIO DE MÉXICO, MÉXICO, 2019.
La herida de Ayotzinapa sigue abierta. El crimen sigue sin resolverse, y la opinión pública se ha dividido entre defensores y detractores de la “verdad histórica”, a tal punto que cualquier diálogo hoy parece imposible. Seis años, tres investigaciones oficiales y media docena de investigaciones periodísticas de gran calado después, los dos lados no terminan por ponerse de acuerdo en la verdad pericial de los eventos del 26 de septiembre. En esta reseña quisiéramos señalar las fallas, inconsistencias y mentiras del libro De Iguala a Ayotzinapa (El Colegio de México/Grano de Sal) que, mediante un supuesto análisis antropológico, pretende salvar esta distancia entre los críticos y los defensores de la versión gubernamental. El resultado es el inverso: el libro de Fernando Escalante y Julián Canseco, parece más una defensa de la verdad histórica que un intento de analizarla. [1]
Concebido como una disección de la cultura política que leyó automáticamente la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa como un crimen de Estado, los autores confiesan desde el principio no buscar decir nada nuevo sobre lo que pasó aquella noche en Iguala. Prometen que no les interesa explicar quiénes, cómo, ni por qué desaparecieron a los estudiantes. Escalante y Canseco sólo buscan entender por qué este crimen se convirtió en un acontecimiento tan importante para la vida pública de México y por qué fue interpretado como una reedición de Tlatelolco, en vez de interpretarlo como otro “enfrentamiento de narcos contra narcos”, tal y como se habían explicado las masacres, grandes y pequeñas, de la década y media previa. Para esto, recurren al concepto de “cultura antagónica”, hijo deforme de la historia patria de buenos contra malos, a través de la cual los mexicanos leemos todo evento político como un episodio más en la gesta de libertadores puros vs el mal gobierno.
Hay tres tipos de libros malos. Los libros mal concebidos, los libros mal ejecutados y, rara avis, los libros mal etiquetados. De Iguala a Ayotzinapa pertenece a este último grupo. Los académicos del Colmex posiblemente hubieran encontrado un público más amplio si hubieran vendido su libro no como un estudio académico neutral, sino como lo que realmente es: el marco teórico que le hacía falta a la “verdad histórica” de Jesús Murillo Karam y Enrique Peña Nieto. No por nada este libro ha sido ampliamente recomendado por personajes que han defendido la versión del gobierno pasado, como Héctor de Mauleón y José Antonio Meade. El lector notará que la neutralidad prometida desaparece desde las primeras páginas. Incapaces de prescindir de algún anclaje en “la realidad” para cuestionar las interpretaciones que hicieron los medios, el modelo subyacente de los autores para interrogar la elaboración política del crimen es nada menos que la “verdad histórica” de la PGR.
Para mostrar de qué manera los detalles sobre lo que pasó en Iguala se “deformaron” en la opinión pública hasta volverse idénticos a Tlatelolco, Escalante y Canseco necesitan una idea previa sobre lo que sucedió. Y esa idea, ante la que contrastan las múltiples versiones, es la investigación de la Procuraduría: al inicio del libro lamentan que “la explicación oficial vino a quedar como una versión más” (p. 24). Sin embargo, no queda claro si los autores leyeron la investigación que tanto defienden, pues sólo citan de pasada un artículo periodístico donde se habla de “más de 400 tomos de investigación”. Los autores quieren dar la impresión de que los consultaron, pero más vale no hacerles muchas preguntas sobre su contenido: “eran decenas de miles de páginas de escritura farragosa, reiterativa, en el lenguaje técnico del ministerio público” (p. 25). No dicen mucho de la carpeta de investigación pero lloran el desprestigio que la rodea. Deploran que “la investigación oficial queda[ra] descalificada de antemano (…) no importa cuántos ni quiénes puedan ser investigados, procesados, ni con qué pruebas, puesto que siempre quedará la sospecha de que había ‘alguien más’” (pp. 90-91).
El lector (aunque Escalante y Canseco dirían: el prisionero de la cultura antagónica) se preguntará en este punto ¿qué no la PGR rompió la cadena de custodia de pruebas esenciales y, lo más importante, torturó a decenas de personas en el curso de la investigación? Los egresados del Colmex conceden que “uno de los testigos pudo haber sido víctima de torturas”, pero matizan enseguida que “la prensa aprovechó sobre todo los aspectos más dramáticos de las declaraciones de los acusados” para, “en un ambiente de suspicacia”, sospechar de la versión del gobierno (pp. 25-26). Uno creería que, por ejemplo, el informe de la ONU-Derechos Humanos que acusaba la tortura de 32 detenidos durante la investigación presentaba uno de esos hechos incontrovertibles para compartir un piso mínimo de verdad. Por no hablar de los videos de torturas durante los interrogatorios, difundidos antes de la publicación del libro. Pero para Escalante y Canseco estos “problemitas” de la investigación de la PGR no deberían desacreditarla.
La adhesión que profesan los autores a la “verdad histórica” alcanza un triste cenit: exasperados por las sospechas sobre la participación militar en la desaparición de los estudiantes, Escalante y Canseco escriben que “en lo fundamental, en el relato de los hechos el informe del GIEI coincide con la versión de la PGR, no sugiere una interpretación diferente (…) Dice que algunos testigos han señalado a militares, o antiguos militares o parientes de militares, como colaboradores del grupo delictivo que secuestró a los estudiantes (…) [pero] el informe sólo señala que hay dudas” (p. 27). La redacción ambigua es clave (“algunos testigos”, “antiguos militares”, “parientes de…”) porque permite sembrar una duda sobre la duda. Ridiculiza la preocupación de que, en un estado como Guerrero, donde las fuerzas armadas han usado la desaparición forzada como técnica de terror contra organizaciones insurgentes, el Ejército haya tenido algo que ver en la desaparición de los estudiantes de una escuela marcada por su disidencia política. La defensa que los autores hacen del Ejército a cada una de las páginas del libro es desconcertante: “la responsabilidad del ejército, el crimen de Estado, no es un dato, sino una idea, o más exactamente una pauta cultural” (p. 58).
Nos parece extraño que Escalante y Canseco puedan publicar mentiras tan enceguecedoras. Los informes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) son públicos y están en línea. El segundo informe tiene un capítulo titulado “El 27 Batallón en la noche de Iguala”. Los expertos independientes describieron que la inteligencia militar tenía conocimiento de la inminente llegada de los estudiantes en camiones. El 27 Batallón tenía acceso directo a la información operativa de todas las instituciones de seguridad que pasaban por el C4. Según el GIEI, los soldados estuvieron presentes en los momentos clave anteriores a la desaparición de los estudiantes. El informe también precisa que los militares del 27 Batallón nunca aceptaron ser entrevistados por los expertos independientes, ni mostrarles sus bitácoras o reportes. En la cita anterior, Escalante y Canseco hablan del primer, no del segundo informe del GIEI (que no mencionan en toda esta sección). Pero la idea que buscan transmitir es transparente: según ellos, el GIEI nunca sugirió la implicación de los militares. Afirmar tal cosa es sencillamente falso. El “sospechosismo” que tanto lamentan Escalante y Canseco se pudo haber disipado de una manera muy sencilla: si se investigaba imparcialmente a los militares y se concluía su inocencia. Esto no merece una oración en De Iguala a Ayotzinapa.
Otra muestra flagrante de la adhesión de los autores a la hipótesis gubernamental —según la cual los estudiantes de Ayotzinapa fueron secuestrados, asesinados e incinerados por sicarios locales y policías corruptos al haber sido confundidos o infiltrados por miembros de un cartel rival (p. 67)— es la predilección de Canseco y Escalante por el uso de las palabras “masacre” y “matanza” para referirse a lo ocurrido en Iguala. Al leer el libro, no cabe la menor duda: los estudiantes que desaparecieron fueron asesinados. Aún cuando hablan de las protestas cuyo lema era “¡porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”, los autores no sólo hablan de su desaparición, sino que también agregan “que habían sido asesinados” (p. 92). Afirmar que las autoridades deben buscar a los desaparecidos con vida no es en aras de “politizar” el caso. Es un error empírico que Canseco y Escalante no comprendan el alto grado de incertidumbre que rodea el destino de los estudiantes de Ayotzinapa. Si este crimen atrajo una movilización tan importante, fue porque la duda sobre el paradero de los estudiantes dificulta que se le dé carpetazo al asunto: sin cuerpo para llorar, no hay verdad ni olvido.
En la pluma de Escalante y Canseco, la tarea supuestamente objetiva de entender la construcción cultural del caso Ayotzinapa toma un cariz oscuro: exculpar al gobierno de Peña Nieto, acabar con las dudas sobre el Ejército y voltear las acusaciones contra quienes exigen nuevas investigaciones. El argumento se sostiene en ironizar sobre un collage de errores editoriales: “aquí Juan Villoro y Elenita Poniatowska dijeron que Ayotzinapa fue el sitio de la masacre en lugar de Iguala”… El lector se verá asaltado por una duda recurrente: De acuerdo, pero ¿y eso qué? En el único momento en que Escalante y Canseco se encuentran de frente con material empírico sobre la representación de los desaparecidos de Ayotzinapa, su interpretación se centra en cuestionar por qué los estudiantes no han sido asociados con el hampa local: “un grupo de periodistas se propuso elaborar perfiles biográficos de cada uno de los 43 normalistas (…) viajaron a las comunidades de las que eran originarios, entrevistaron a familiares, vecinos y amigos (…) en el libro hay sólo dos alusiones al mundo de la delincuencia” (pp. 74-75). Porque según la “verdad histórica” a los estudiantes los masacraron al haber sido confundidos o infiltrados por otro cartel, a Canseco y Escalante les sorprende que los periodistas no se centren en sus supuestos vínculos con el narco.
Hay algo profundamente ingenuo en un libro que se sorprende ante la desconfianza de buena parte de los mexicanos frente a la “verdad histórica”. Pero tal vez esa ingenuidad no es tan sólo un error, ya que a los autores se les escapó otra pregunta crucial: la de por qué, a pesar de una tras otra revelación periodística, un sector de los intelectuales continúa negando la posibilidad de que las instituciones del Estado mexicano hayan estado involucradas en el crimen de Iguala. Esa es una pregunta que Escalante y Canseco están estructuralmente imposibilitados para plantearse en el libro. Que el Estado mexicano desarrolló un aparato para reprimir, desaparecer y asesinar es una verdad de Perogrullo que difícilmente tendrá detractores. Que muchas de esas prácticas han continuado, en el contexto de la militarización de la última década y media, lo es todavía más. Las Fuerzas Armadas han dejado tras de sí una estela interminable de violaciones a los derechos humanos. A un sector de los intelectuales mexicanos les preocupa mucho eso. Pero no porque empaticen con el dolor de las víctimas. Les preocupa porque temen por la estabilidad de un sistema político en donde los uniformes estén manchados. A esa intrincada operación de saneamiento público se reduce este libro.
Notas
[1] A pesar de que Escalante ha sido un lúcido crítico de la militarización del país, este libro recuerda desafortunadamente al académico que en septiembre del 2009 todavía defendía la intervención de las Fuerzas Armadas en la guerra contra el narco, diciendo que la tendencia de la tasa de homicidios en México no permitía asegurar que la violencia estaba aumentando. Véase “Homicidios 1990-2007”, Nexos, septiembre 2009.