Despedí el 2019 y recibí el 2020 en Plaza Dignidad, antes conocida como Plaza Italia, en Santiago. El júbilo por un año prometedor políticamente junto a las protestas que se desarrollaron en todo el país se celebraban en aquel momento. Jóvenes combatientes (algunos de la primera línea) y familias enteras llenaron las calles. Muchos habían convocado a un asado popular (“parricada) para recibir el año nuevo: el espectáculo de las multitudes era hermoso. Allí, los drones que volaban encima de nosotros, aparentemente manejados por el Estado, fueron derrumbados uno por uno gracias al poder de la gente, quienes lanzaban la luz verde y roja del láser. Fue el último evento multitudinario al que asistí. 

Pese a la pandemia y el miedo por el contagio, la gente salió a las calles para aprobar la elaboración de una nueva Constitución. El 25 de octubre del 2020, el plebiscito arrojó en su mayoría la opción “Apruebo” en oposición al “Rechazo”. Los datos del Servicio Electoral también determinaron que ganaba la Convención Constitucional en contra de la idea de una Convención Mixta Constitucional que implicaba la participación de la política partidista de siempre. Todo el poder debía regresar a la gente. El proceso constituyente continúa y el 11 de abril de 2021 el pueblo chileno deberá elegir un total de 155 convencionales constituyentes de forma directa. Los asuntos empezaron a colocarse sobre la mesa, particularmente los ejes centrales del documento y los mecanismos de representación, además se visibilizaron las agendas feministas y del pueblo mapuche, entre otras. Otro debate deliberativo sería el contenido orgánico, la forma de gobierno y las instituciones que emanarán de la nueva Constitución. Asimismo, habrá que pensar los derechos que deben consagrarse como el derecho fundamental al agua, cuestión que ayudaría a los habitantes de Petorca, por poner un ejemplo. Otro asunto en las agendas de discusión son los derechos culturales. 

Como es conocido, la tradición constitucional chilena proviene de un referente liberal y después neoliberal, si se atiende a su última forma dada en dictadura. Mucho se ha hablado ya de la Constitución de 1980 en su origen pinochetista y sus posteriores reformas donde, entre otras cosas, se retiró simbólicamente el nombre del dictador, remplazándose con la firma de Ricardo Lagos en 2005. Fernando Atria en La Constitución tramposa planteó un análisis integral del perfil autoritario y contramayoritario de las disposiciones constitucionales y describió la treta legal respecto cómo el discurso constitucional entiende la representación política, pues 

la forma tramposa que la Constitución de 1980 da a la unidad política chilena: una forma esencialmente antidemocrática en la que el pueblo no es entendido como la fuente última de validez, sino como el peligro del cual hay que protegerse (recuérdese: se trata de “mitigar los defectos y los males del sufragio universal”, de una constitución “protegida” del pueblo). La eliminación de todo cerrojo, por tanto, y su reemplazo por reglas que busquen habilitar al pueblo para actuar y no neutralizarlo, sería la destrucción de la Constitución de Pinochet y su reemplazo por otra democrática. Eso sería una nueva constitución, incluso si el resto del texto no fuera modificado. (2013, p. 54-55)

La solución que pensó Atria a principios de la década quedó rebasada por las demandas y exigencias ciudadanas, puesto que la gente no sólo fue más allá de la modificación textual, sino que dictó la necesidad de promulgar otro documento como ley fundamental por medio del voto, es decir, aquello que más aterraba a la lógica jurídico-política pinochetista. A pesar de ello, su diagnóstico fue correcto: lo fundamental en la destrucción de la antigua Constitución era la habilitación de la voz del pueblo para ser escuchada y obedecida, tal cual es entendida en muchas tradiciones constitucionales republicanas, es decir, abrir los mecanismos de democracia directa. Valga aquí reafirmar un movimiento esencial presente en la manera cómo De la Torre Rangel tituló un libro suyo en reminiscencia de otro: El derecho que sigue naciendo del pueblo (2012).

Pero, volviendo al punto de los derechos culturales, ¿qué es lo más cercano que la Constitución actual ofrece sobre estos derechos? Poca cosa. Si bien el artículo 19 en su numeral 25 habla expresamente de “La libertad de crear y difundir las artes”, esta declaración se hace bajo una visión capitalista y en concordancia con la dogmática del derecho autoral. Se trata de una libertad de los titulares de los derechos de autor y no tanto de los creadores y artistas comunes. Inmediatamente después se establece el derecho de autor en relación con la propiedad de las obras y se garantiza la propiedad industrial sobre “patentes de invención, marcas comerciales, modelos, procesos tecnológicos u otras creaciones análogas”. En este orden de ideas, la Constitución no reconoce los derechos culturales. 

Una pregunta habitual que se han hecho los juristas de nuestros países es si la titularidad y exigibilidad de ciertos derechos inician y terminan con el reconocimiento expreso de las leyes internas o si se puede ir más allá en un diálogo judicial con fuentes externas en una constitucionalidad flexible y abierta. No es casual que muchos de los cambios en la interpretación y reformas a los marcos jurídicos nacionales en América Latina provengan de los fallos de la Corte Interamericana y lo que se conoce como un sistema interamericano de derechos humanos.  

No existe aún una resolución sobre derechos culturales que involucre al Estado chileno, pero la pregunta de fondo es saber ¿hasta qué punto pueden los chilenos hacer válido ante sus autoridades y tribunales lo que se establece en la Convención Americana sobre Derechos Humanos? La Convención fue firmada por Chile el 22 de noviembre de 1969 durante la presidencia de Frei Montalva pero fue ratificada hasta el 8 de octubre de 1990, es decir, hasta la caída del gobierno de Pinochet. La cuestión, en muchos sentidos, quedó como un gesto protocolario de la entrada de Chile a una nueva etapa democrática y un compromiso político con los derechos humanos. 

Sin embargo, si tomamos los derechos en serio, allí ya están los derechos culturales que pueden ser invocados por cualquier ciudadano chileno, si se atiende a una interpretación no restrictiva de la Convención. En el artículo 16 sobre la libertad de asociación, se declara que “Todas las personas tienen derecho a asociarse libremente con fines ideológicos, religiosos, políticos, económicos, laborales, sociales, culturales”. Aunque media el derecho de libre asociación, si se interpreta en un sentido teleológico –como suelen decir los abogados− se vislumbrará una cara del derecho a la cultura, donde la autoridad debe garantizar a las personas una libertad creativa y de expresión. Por otro lado, en el capítulo III de la Convención (artículo 26) donde se tratan los famosos DESC (derechos económicos, sociales y culturales), se instituye un desarrollo progresivo, donde “Los Estados Partes se comprometen a adoptar providencias, tanto a nivel interno como mediante la cooperación internacional, especialmente económica y técnica, para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos”. A partir de lo anterior, se podría fundamentar la obligación del Estado para ofrecer bienes culturales a los ciudadanos. 

Más allá de llevar a cabo y motivar estos retos de hermenéutica jurídica, la oportunidad que significa la promulgación de una nueva Constitución dictada por representantes efectivos del pueblo chileno es inmejorable. Entre otras posibilidades, está la armonización con los contenidos de la Convención y, sobre todo, la implementación de la forma más radical y acabada de una trayectoria regional. La alineación del texto chileno en una constelación conocida como el nuevo constitucionalismo popular latinoamericano, representada por Constituciones como la ecuatoriana de 2008 o boliviana de 2009, implica un nuevo modo de entender los procesos constituyentes y la formulación de derechos a partir de una base horizontal.

Aunque con fuertes críticas en torno a la máquina de partido en lo relativo a la disposición de órganos y poder decisorio (ingeniería constitucional), la Constitución cubana de 2019 amplió formalmente el catálogo de derechos. El problema y reto de este diseño está en su exigibilidad y justiciabilidad ante el Estado, cuestión que en estos momentos está en una tensión social entre artistas activistas y autoridades. Sin embargo, en el artículo 46 se afirma ya la universalidad que tiene toda persona a la vida y otros derechos, entre ellos, el derecho a la cultura. Esto se complementa con el artículo 79 que elocuentemente dice lo siguiente: “Todas las personas tienen derecho a participar en la vida cultural y artística de la nación. El Estado promueve la cultura y las distintas manifestaciones artísticas, de conformidad con la política cultural y la ley”.

Toca a la comunidad artística cubana la defensa y materialización de sus derechos culturales que desde el año pasado se consagraron a nivel constitucional. La comunidad artística chilena, por su parte, no se ha quedado con los brazos cruzados y ha activado una fuerte agenda gremial que se acompaña de otras exigencias colectivas como la que mundialmente expresaron el colectivo Las Tesis sobre la violencia patriarcal y de Estado. Performance, conversatorios en webinares y acciones artísticas se han llevado a cabo en los meses pandémicos para pensar el rumbo de la futura Constitución. 

Los poetas, sólo por poner un ejemplo, no esperaron al 2022 para generar un nuevo texto. El colectivo Jornadas de Derecho y Literatura aprovechó la coyuntura de discusiones políticas y artísticas para convocar a un grupo de escritores a imaginar la Constitución. El fin era elaborar colectivamente una (re)constitución poética, donde “la diversidad de las voces reunidas, que se traducen en poéticas que han dialogado de un modo u otro con el devenir nacional, es el fenómeno que nos permite afirmar que esta publicación puede sumarse a una serie de ejercicios artísticos susceptibles de ser rastreados a lo largo de una tradición estética que reconoce, en ciertos marcos históricos, modelos de autoría colectiva, y cuya pujanza sería el preámbulo para un reconocimiento institucional” (2019, p. 16).

El libro colectivo fue escrito por dieciséis voces, entre ellas se encuentra la poeta Daniela Catrileo, quien escribe un poema titulado “Petu mongeleiñ” (todavía existimos), mestizo entre el español y el mapudungún. Allí la lengua de la resistencia se levanta finalmente y sobrepasa el decir jurídico, “porque nuestra lengua diaspórica/ colectiva porfiada fronteriza mapuchada arremete/ desbordando la jurisdicción”. Se descoloca lo chileno a partir de la irrupción de la palabra y una lengua ilegal que siempre ha hablado a contracorriente de la ciudad letrada. Por su parte, Elicura Chihuailaf, quien recientemente fue merecedor del Premio Nacional de Literatura, envía un “Recado confidencial a los chilenos”. Entre otras cosas, denuncia los procesos de culturización que traspasan a los sujetos indígenas: “En tal sentido, me dicen, hay que tener en cuenta que la política al servicio del poder establecido es también un agente ‘culturizante’, en el entendido de la imposición de una cultura oficial, es decir, desculturizante. Y, junto a ello, que las llamadas sociedades globales sienten un gran temor a que los pueblos ‘originarios’ proyectemos el futuro sobre la base de autopensarnos culturalmente” (2020, p. 73).

Héctor Hernández Montencinos, quien ha trabajado en su poesía y ensayos la idea de hiperdictadura para describir el proceso de violencia institucionalizada posterior a 1990, envía los lectores una “Lista de deseos para una nueva democracia”. Allí propone: “Crear de una vez el Ministerio de la Cultura y las Artes y enseguida una Imprenta Nacional subvencionada, de calidad, libre y sin mafias. Aumentar los cabildos culturales para el desarrollo de la autogestión local. La cultura y el arte serán los que permitan seguir soñando. Le dan oxígeno libre y creativo a la sociedad de mercado”. (2020, p. 120)

La propuesta del poeta santiaguino no se puede reducir a una nueva institucionalización cultural y al ejercicio autogestivo de los derechos culturales, es retornar en el fondo a la idea de derecho insurgente que fundó nuestras repúblicas. El cabildo y las juntas autónomas fueron los espacios desde donde se pensaron las independencias americanas y en muchos sentidos son semilleros de cultura. El sueño, una utopía cultural, puede trazarse en esta futura Constitución. Cerremos los ojos e imaginemos.


Referencias 

Atria, Fernando (2013). La Constitución tramposa. Santiago: LOM.

De la Torre Rangel, Jesús Antonio (2012). El derecho que sigue naciendo del pueblo. Movimientos sociales y pluralismo jurídico. México: ediciones Coyoacán/ Universidad Autónoma de Aguascalientes.

Constitución Política de la República de Chile.

Constitución de la República de Cuba. 

Convención Americana sobre Derechos Humanos. 

VVAA (2020). (re)constitución poética. Santiago: Jornadas de Derecho y Literatura.