Crónica

José Luna

Foto: José Luna
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Tlatelolco es un montón de concreto erguido hacia el cielo.  Su construcción duró un sexenio empezando en 1960. El Arquitecto Mario Pani apostó por el modelo de vivienda en vertical para abarcar más población en un menor territorio. La idea de la Unidad Habitacional Nonoalco Tlatelolco era proyectar progreso debido a que las colonias aledañas eran puntos de extrema pobreza. 

Tlatelolco era una pequeña ciudad dentro de una gran ciudad. Contaba con cine, teatros, centros deportivos, clínicas, escuelas, oficinas y acontecimientos que son parte de la historia nacional. Ocho años después, Tlatelolco fue el punto de una masacre de estudiantes. Para 1985 el suelo se movió y la arquitectura modernista se derrumbó dejando una gran brecha de estigmatización y rechazo por los acontecimientos suscitados. Otra vez, la modernidad se cubrió con sangre. 

Tlatelolco tiene diversos espacios públicos. Me había empujado a frecuentar la Plaza de las Tres Culturas por la rehabilitación de COVID-19. El proceso de mi contagio me duró diez días de calentura y los últimos cuatro de la cuarentena me tuve que inyectar en el estómago para ayudar a mis pulmones a trabajar. Eso me dejó con problemas respiratorios y sin ganas de hacer fotografías. Me había convertido en una estadística.

Tlatelolco es un oasis subjetivo. Recorrí la unidad con mi cámara, usándola como pretexto para recuperar mi estado de salud. Y sin dame cuenta había conseguido unas imágenes de la forma en cómo percibo Nonoalco Tlatelolco después de sobrevivir al COVID-19.