Me asignaron el miércoles 19 de mayo en el World Trade Center como día y centro de vacunación. Asistí puntual y sin opinión. (Quizá conmigo llevaba un anhelo tácito de que la inoculación sirviera para abrir nuevamente las puertas del mundo, que nos permitiera respirar la luz de la calle y mirar los ojos ajenos sin pantallas de por medio). Había escuchado múltiples juicios y pareceres respecto al proceso y la organización del mismo, pero me había resistido a hacer el mío propio. Al salir de ahí me percibí envuelta en un aire de optimismo, me invadió entonces de súbito una alegría que parecía esparcirse en el ambiente. El asalto de ese alborozo trajo consigo múltiples preguntas: ¿Por qué parecemos todas tan contentas? ¿Qué de esta vacunación masiva produce este entusiasmo?

No creo que haya respuestas contundentes o definitivas para casi ninguna pregunta. Quizá por ello imaginé diversas posibilidades. Las primeras eran las que explicitaban el anhelo al que aludí en el párrafo pasado. Después se ensombreció mi reflexión. Pensé que sería una pena que la (aparente) felicidad colectiva proviniese de la idea (individual(ista)) de que se había puesto una a salvo. Que el júbilo fuese el resultado de la suma de nuestras reflexiones y actos individuales y egoístas. Sería triste concluir que la algarabía que sentí flotar por el aire provenía de una mirada interna, de verse al ombligo sin percatarse de que en el ombligo está la marca de que somos siempre las otras. Que ese breve aliento se originaba en el olvido de la otra, en la ceguera de lo otro, en el desdén del todo que somos y sin el cual no somos una. Sería, por otra parte, muy extraño pensar eso porque como siempre dice Carlos Pereda que dice Marcela Rodrígez “vivir mata”. Ni la vacuna más potente, ni la pócima mejor diseñada, nos lavará la vulnerabilidad del cuerpo. Estamos vivas porque podemos morir.

En todo caso, y sin aventurar una posible respuesta colectiva, sé lo que a mi me conmovió y me conmueve. Lo que me toca es la sensación de que aun en lo masivo es posible el colectivo. Lo que  me estremece es la cavilación de que quizá no estábamos ahí viendo por nosotras mismas, sino que estábamos ahí en un esfuerzo común. Esta impresión no viene únicamente de una ilusión, tiene un sustento en lo que vi. Desde mi perspectiva, quienes asistimos a recibir nuestra dosis no éramos una masa corporal. Éramos un montón de cuerpos caminando organizadamente, de rostros variados que expresaban distintas emociones. Éramos un cúmulo que podía fácilmente ser un colectivo, (quizá en algunos casos incluso a su pesar) exudábamos espíritu común. Éramos personas. Las miradas, que había yo percibido agachadas en los últimos muchos meses, no se dirigían al suelo, parecían levantarse; parecían mirarse unas a las otras. Quise convencerme de que ese mirarnos unas a las otras nos recordaría que una sin las otras no es nadie, que la vulnerabilidad propia es (siempre también) la ajena.

Ese miércoles es un ejemplo de que la salud pública puede ponerse al servicio de la gente. Los gestos de quienes nos recibían y atendían eran amables, estas personas ponían atención a los detalles. Al entrar nos preguntaban algunos antecedentes y ofrecían ayuda para requisitar el documento que previamente había cada una impreso. En general, quienes nos recibieron nos miraron a los ojos. En general tuve la sensación de ser alguien, una ésta, no cualquiera. Lo que vi es una organización como debería siempre ser. Una atención que merecemos todas todo el tiempo. Estas son las fuentes de la pequeña alegría que me alienta. La tristeza y la rabia, sin embargo, se hacen aparecer y tampoco por un mero pensamiento, sino por una cuestión de hecho. Es indignante que nos sorprenda mirar funcionar bien la salud pública. Que sea extraño mirar una buena y eficiente organización en los espacios públicos, que el trato digno y respetuoso sea tan excepcional que sea meritorio de mención. Esto debería ser lo ordinario, lo común, lo nuestro de cada día.

Este escrito tiene un elemento de loa. Pero que no se confunda, no es un encomio a ningún gobierno. El desmantelamiento que éstos (los pasados y presentes) han implementado de los servicios públicos (la salud, la educación, el cuidado, etc.) es notable y no parece tener fin pronto. Esta breve reflexión es un emplazamiento a mirarnos entre nosotras. Es también un reconocimiento y un agradecimiento para todas las trabajadoras de la salud que llevan un año trabajando incansablemente desde su trinchera, también para las voluntarias que están ahí, cada día, contribuyendo a que todas nos protejamos entre todas. Nos incluye a todas, a quienes hemos participado de una u otra manera del proceso, por la disposición que hemos mostrado a ser un colectivo. Ojalá reconozcamos que así, siendo un solo cuerpo, mirándonos entre nosotras, el mundo puede ser mejor independientemente de las clases y los partidos políticos.