Las potentes manifestaciones populares que están aconteciendo en Chile desde la semana pasada son una indicación de varios procesos sociales y políticos que es necesario desenredar para entender en toda su complejidad. En efecto, lo que comenzó como una evasión juvenil del pasaje del metro, pronto, y por la negligencia de las autoridades de gobierno, se convirtió en una inédita forma de insurrección popular, caracterizada por marchas, cacerolazos, protestas y meetings en lugares emblemáticos, pero también por la ruptura radical del cordón umbilical que ataba la ciudadanía al sistema político institucional. Quizás en estos días lo más importante sea destacar, precisamente, estas dos situaciones: por un lado, la transformación de la revuelta estudiantil en revuelta popular, entendiendo lo popular en su condición heterogénea y no identitaria; y, por el otro, la puesta en práctica de las capacidades de auto-organización de diversos sectores de la sociedad, en términos transversales, interseccionales y a nivel nacional, haciendo que la evasión del metro quede cifrada como el origen puntual de un proceso de destitución más amplio. 

Una de las mayores dificultades que enfrentan estas organizaciones es, sin embargo, su invisibilización por parte de unos medios de comunicación abocados a sostener el relato inculpatorio que criminaliza la protesta social mediante una insistente retórica, discursiva y visual, enfocada en los incendios y saqueos, muchos de ellos de dudosa procedencia. Sin embargo, no basta con mostrar que los saqueos responden al cálculo oportunista de un gobierno que, mediante la propagación del miedo, quiere justificar su excepcionalismo fáctico y su militarismo destemplado; tampoco basta con mostrar cómo estos medios de comunicación, monopolizados por los grandes grupos financieros, funcionan como aparatos propagandísticos al servicio de la gobernabilidad neoliberal. Es necesario mostrar y enfatizar que la gobernabilidad neoliberal descansa, ella misma, en un delicado equilibrio juristocrático, ciego por definición a todas aquellas manifestaciones de democracia y participación popular que se desarrollen más allá del estrecho marco constitucional en el país. Y sería este estrecho equilibrio el que ha sido develado en su precariedad constitutiva gracias a las insistentes manifestaciones de estos últimos días. 

En este sentido, se podrían pensar estas inéditas manifestaciones populares no sólo como una extraña evocación de las jornadas nacionales de protesta de comienzos de los años ochenta, las que hicieron tambalear la gobernabilidad dictatorial, antes de ser cooptadas por la lógica representacional de los partidos de oposición que terminaron por convertirlas en un capital electoral que sustentó, a su vez, el pacto de gobernabilidad durante los treinta años posteriores al golpe. Hay algo más en estas manifestaciones, pues ellas ponen en evidencia el agotamiento radical de un horizonte categorial marcado por las tibias dinámicas de la transición a la democracia. En este sentido, las recientes manifestaciones muestran claramente dos cosas: que la dictadura no había terminado con la transición y que la legitimidad misma de la transición está finalmente agotada. En otras palabras, las protestas y manifestaciones han dejado en claro que el marco juristocrático en el que habitamos sigue siendo el de Pinochet y que las reformas y modificaciones de los últimos años son solo decorativas, pues tan pronto como se anuncia una posibilidad de cambio más profundo, todo el sistema institucional reacciona, sin descaro, apoyando la restitución militarizada del orden social. 

En este contexto, la decisión de Sebastián Piñera de aplicar el artículo 42 de la Constitución, relativo a la declaración del estado de emergencia, no inaugura nada nuevo, más bien confirma y devela la condición excepcional en la que se encuentra el país desde el golpe de Estado de 1973 y desde la imposición fraudulenta de la Constitución de 1980. En otras palabras, el presidente, atemorizado por los incidentes provocados por la sostenida negligencia del mismo gobierno al desoír los múltiples reclamos de la población contra sus medidas de ajuste neoliberal, ha decidido aplicar el artículo 42 de la Constitución de la República de Chile. Este artículo trata precisamente de la declaración del estado de excepción constitucional, cuestión que no puede esconder una paradoja muy relevante; a saber, se trata de una Constitución que se pone en suspenso a sí misma, según la voluntad soberana del presidente, es decir, según la voluntad del soberano. Sin embargo, el otro aspecto de esta paradoja auto-fundacional de la juristocracia constitucional chilena, aspecto que aparece frecuentemente velado y silenciado, está relacionado con el carácter radicalmente ilegítimo de la misma Constitución, es decir, con su condición fraudulenta y con su imposición autoritaria sobre la población, junto a la serie de mecanismos de auto-inmunización que hacen imposible su modificación hasta el día de hoy. No me refiero solo al sórdido origen palaciego de la Constitución del 1980, sino a la sacralización general del derecho en el constitucionalismo contemporáneo y sus procesos inmunitarios para resistir diversas oleadas democratizadoras. En este sentido, la Constitución de 1980 es tan ilegítima como toda constitución fundada en un mecanismo de auto-preservación. Ese mecanismo define, precisamente, el pacto juristocrático de las democracias liberales occidentales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, no se trata solo de mostrar el origen fraudulento de la Constitución chilena, sino de apuntar a su eminente violencia mítica en la medida en que siempre se la invoca como garante y límite de un orden naturalizado. Se trata entonces de cuestionar tanto su origen como su función disciplinante, gubernamental y preventiva.

El resultado de todo esto es el siguiente: la declaración del estado de excepción constitucional es, de hecho, el reconocimiento del estado de excepción constitucional en el que vivimos desde el 11 de septiembre de 1973, y que tanto la Constitución de 1980, como su re-legitimación durante la transición, no hacen sino confirmar. El estado de emergencia declarado la noche del viernes 18 de octubre de 2019 por el gobierno no solo pertenece al mismo marco histórico del golpe, sino que lo repite, y al repetirlo, desbarata no solo la retórica transicional, sino la misma pretensión de la derecha chilena de ser percibida como democrática y liberal. La sordera característica de los diversos sectores políticos participantes de la “transición” los hace cómplices “involuntarios” en el forjamiento de una situación cuyo desenlace se comienza a percibir cada vez más claramente. 

La tan festejada transición se muestra ahora como “la continuación de la dictadura por otros medios”, es decir, la transición no es sino la regulación de la guerra (según intensidades variables y relacionadas con el ritmo de los procesos de acumulación), en cuanto condición de posibilidad de la dictadura. La dictadura, en tal caso, se justifica siempre como intervención pacificadora. Es dentro y no contra esa paz dictatorial que la transición organiza el relato del progreso y la modernización, ocultando el anverso de los brutales procesos de expropiación y acumulación que la dictadura no sólo instaura, mediante la implementación fáctica del neoliberalismo, sino que defiende a toda costa. El ejército en las calles, un acto grave en sí mismo, adquiere entonces una gravedad mayor en este contexto, porque más que ser un argumento persuasivo es, lisa y llanamente, un acto denotativo que marca el límite de la fantasía democrática chilena. 

Sin embargo, lo que nadie podía anticipar está comenzando a ocurrir: la gente ha decidido mantener las protestas a pesar de las amenazas y los ataques policiales y militares, a pesar de los montajes del gobierno y la prensa oficial, y a pesar de la apelación al caos, los cortes intencionados de agua, la retórica del miedo y las amenazas existenciales. Una nueva felicidad se funda en la rebeldía que implica retomar el uso común de lo público y, a partir de allí, comenzar un proceso de construcción alternativo. Quiero, sin embargo, ser muy claro al respecto: no me interesa el gesto romántico y profético que ve en estas revueltas una explosión de la multitud y la fundación de un proceso radical y constituyente, basado en una rebeldía que bien puede ser pensada como el anverso de la violencia mítica del derecho, una forma resentida de la venganza. Tampoco quisiera subestimar la inclinación natural de la derecha y de los sectores políticos oficiales a usar la violencia militar en defensa del Estado de derecho, sin reparar en la cantidad de víctimas que tal represión potencialmente producirá. Por el contrario, dependerá de la capacidad de auto-organización de los movimientos populares, en toda su heterogeneidad, hacer de estos eventos, realmente, el fin de la ilusión transicional, terminar con la democracia ‘en la medida de lo posible’ y sentar las bases para una verdadera democratización que pasa, necesariamente, por una asamblea constituyente y por la cancelación del pacto de gobernabilidad del gobierno y la oposición, uno de los más flagrantes crímenes de la política neoliberal contemporánea, que el mismo gobierno intenta nuevamente restituir mediante una negociación a espaldas de los movimientos sociales y sus organizaciones. Sin embargo, eso requiere un realismo de nuevo tipo, capaz de negociar directamente, sin la mediación tradicional de los partidos implicados en el fraude, en función de la paulatina institucionalización de una nueva democracia. Es decir, requiere mantener las dinámicas de auto-organización popular, interseccional y transversal, y sus lógicas no institucionales de articulación, para triangular exitosamente el pacto auto-referencial de la gobernabilidad chilena. El efecto último de la revuelta no es la fundación de un nuevo orden, sino la contaminación profana del orden sacralizado por los dominadores.

Después de todo, el llamado a un nuevo pacto social no debe ni tiene porqué ser leído sólo como un llamado a restituir la clásica política del compromiso de clases. No se trata, por supuesto, de que no sean necesarios los compromisos, pero ningún compromiso puede ser más importante que la misma democracia, más allá de su secuestro juristocrático y su reducción procedimental. Sólo para aquellos que complicitan con el secuestro institucional de la política, el énfasis en las organizaciones sociales puede aparecer como romántico o ineficiente, pues lo que hace posible dicho secuestro es la misma invisibilización de las dinámicas de cooperación y participación que ya siempre están teniendo lugar antes del momento de la revuelta. La revuelta, en este sentido, es una dislocación del orden que deja ver, por un momento, que las cosas podrían ser, perfectamente, de otro modo. Coordinadoras de trabajadores, de estudiantes, de vecinos, formas locales y regionales de organización, de apoyo, de lucha, muchas marcadas por el infame crimen de la dictadura, y otras nuevas, surgidas de las mismas dinámicas de la explotación neoliberal contemporánea, movimientos de defensa de derechos minoritarios, étnicos, sexuales, ecológicos, en convergencia con lógicas comunitarias, municipales y con militancias de base; barras bravas y clubes culturales, etc. No ver todo esto es, precisamente, estar preso del pacto juristocrático y su gobernabilidad neo-corporativa.

No está demás tampoco inscribir la singularidad de la revuelta chilena en el contexto regional, e incluso global, en el que -desde las protestas que llevaron a la renuncia del gobernador Ricardo Roselló en Puerto Rico, el verano pasado, hasta el levantamiento generalizado de la población en Ecuador, hace algunos días, o actualmente en Haití-, se aprecia una crisis creciente de la gobernabilidad neoliberal. En efecto, el llamado giro a la derecha que habría comenzado en el contexto hemisférico con la elección de líderes de centro y extrema derecha, tales como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, Sebastián Piñera o, incluso, en Colombia con Iván Duque y la continuación del uribismo, no solo habría marcado el fin de la llamada “marea rosada”, sino también el agotamiento de lo que Maristella Svampa llamó “El consenso de las mercancías”, esto es, una gobernabilidad basada en la promesa del consumo y la híper-explotación de recursos naturales. Es importante entender que, en este contexto, el neoliberalismo, lejos de haberse agotado con la recuperación de la democracia a nivel continental en las décadas recientes, se adaptó, flexible y dinámicamente, a la nueva coyuntura política, caracterizada por gobiernos de centro-izquierda que, más que producir cambios sustantivos, abusaron de una retórica radical pero no muy efectiva. Sin embargo, esa capacidad de metamorfosis del neoliberalismo no es infinita, en la medida en que, como tal, el neoliberalismo es una radicalización de los procesos de explotación y acumulación que han definido al capitalismo históricamente. En este sentido, la actual crisis de gobernabilidad neoliberal está directamente relacionada con la baja inevitable en la tasa de ganancia, baja que los grupos financieros e industriales dominantes no están dispuestos a sobrellevar, transfiriéndola a la población cada vez más precarizada. Frente a esto, se necesita una nueva forma de entender la política democrática, pues las viejas estrategias de la gobernabilidad neoliberal están acabadas. Si el límite histórico de la gobernabilidad neoliberal fue la administración de lo social y su contención, para asegurar la continuación de los procesos de extracción y acumulación, hoy en día, la crisis expuesta en la diversidad y abundancia de protestas sociales debe abrir la posibilidad de un tipo de práctica política que no se limite a la mera administración del chorreo. Es necesario no solo recuperar el histórico distribucionismo benefactor, sino llevarlo a cabo mediante la restitución de una (im)propiedad común basada en el uso colectivo de los bienes, más allá de la apropiación capitalista contemporánea.

En otras palabras, la innegable torpeza e insensibilidad de Sebastián Piñera y sus asociados para declarar el estado de emergencia, luego declarar la guerra contra la población civil y llamar al orden de manera vacía y obtusa, a espaldas de los movimientos y organizaciones sociales, no son sólo atributos notorios de su ‘liderazgo’, sino síntomas del agotamiento mismo de la gobernabilidad transicional. Sin embargo, lejos de predicar una crisis terminal del capitalismo, una debacle del neoliberalismo, o la aparición intempestiva de la multitud como un sujeto negado por la historia, tiendo a pensar que nos encontramos en una difícil encrucijada: o fortalecemos las capacidades de auto-organización popular, más allá de los niveles locales, estableciendo redes de cooperación internacional y procesos de ayuda material efectiva, o caeremos nuevamente en la lógica del cordón umbilical con el que seguiremos amarrados a los procesos institucionales de cooptación y representación con los que se ha perpetuado la gobernabilidad neoliberal a nivel global. No hay razón para ser optimistas, sobre todo si el fascismo militarista y securitario neoliberal sigue latente y acechando, pero frente a todo esto, lo único realmente posible es seguir fortaleciendo las formas de organización social y sus imaginarios democráticos, inclusivos y transversales.