Hace unos meses una conocida librería y biblioteca privada de la ciudad de Puebla fue usada para una reunión de organizaciones como Sí por México que convocaban a una de las marchas realizadas en la ciudad a favor del INE. Entre los participantes destacaba, en primera fila, una mujer portando el pañuelo azul que identifica al movimiento Provida y el lema antiabortista “Salvemos las dos vidas”. La fotografía de los organizadores causó molestia en un buen sector de clientes y asistentes a la librería, pues desde su fundación ésta ofreció al público libros con temas relacionados a la diversidad sexual. La librería, a través de los años, se consolidó como un espacio para presentaciones de nuevos títulos, lecturas, homenajes, conciertos y encuentros con gente interesada en la cultura. Esto, me parece, añadió una carga extra a la molestia: los espacios culturales tienen vida gracias a la comunidad que los frecuenta y, por supuesto, hace suyos. Sin embargo, entre los comentarios en las redes sociales, algunos mencionaron el origen privado de la librería y biblioteca que ofrece el préstamo gratuito de su acervo: el dueño o los dueños pueden decidir a quién invitar o a quién rechazar, pues el lugar es propiedad suya, más allá de su vocación filantrópica, diferente a un negocio tradicional que obedece —además de la visión del patrón— a la dinámica de costo-beneficio.
El punto central podría resumirse así: ¿a qué vocación democrática responden las buenas obras financiadas por el sector empresarial? Nadie, en su sano juicio, estaría en contra de una biblioteca gratuita, una orquesta, un museo, un parque o los innumerables proyectos de asistencialismo surgidos, en apariencia, de la Sociedad Civil en su conjunto, pero echados a andar y coordinados por la Iniciativa Privada, es decir, un grupo en específico. Sin embargo, pocas veces se discute lo que hay atrás del bien común promovido por los empresarios mientras, esa misma área, suele ser desatendida por el Estado en aras de la austeridad y la disciplina financiera. Cuando se revisa con un poco de talante crítico lo que sucede, vemos (además de la problemática relación entre condonación de impuestos, herencias y filantropía empresarial) que las buenas obras, los mecenazgos provistos por la élite, difunden una ideología que desactiva cualquier crítica hacia ellos. Esto, por supuesto, ocurre de maneras sutiles —normalizadas por la sociedad— o más explícitas.
“Dale un pez a un hombre y comerá hoy. Enséñale a pescar y comerá el resto de su vida” refiere un famoso proverbio chino. La frase alude a las ventajas de no depender de otros para tener futuro. Me parece que hay un consenso sobre esto y, sin embargo, aplaudimos acríticamente el espejismo de la benevolencia empresarial cuando se suma a una buena causa. Hay una suerte de estigma social para los beneficiarios de la ayuda del gobierno. En las redes y en los medios son tachados de “clientelas”, gente cuya ignorancia no le permite ver que es manipulada por los intereses de la casta política en turno. Quizá, su peor pecado es renunciar a ganarse un lugar en el mundo gracias a su esfuerzo. El famoso “echeleganismo”, ritualizado en nuestra vida diaria, nos vuelve emprendedores de nosotros mismos, “empresarios oprimidos” —en palabras del ensayista liberal Gabriel Zaid— que necesitan desprenderse del Estado controlador para prosperar.
A pesar de esta narrativa impuesta desde hace muchos años, la perspectiva cambia cuando el benefactor es el empresariado y, entonces, el control gubernamental cede su lugar al control privado que, por supuesto, no está sujeto a un consenso popular sino a los designios de los emprendedores que se han abierto camino por sí mismos. Ya no son clientelas, sino ciudadanos que se suman a proyectos apartidistas. Se limpian ríos, a pesar de que los organizadores de la cruzada sean dueños de las empresas que contaminan el agua. Se organizan conciertos a pesar de que los patrocinadores evadan impuestos. Se fundan museos o se donan obras de arte a ellos a pesar de que la empresa que esté atrás provoque una epidemia de salud pública, como sucedió, dramáticamente, con el fentanilo y la familia Sackler, dueña de Purdue Pharma. Pasaron muchos años y numerosos escándalos con la crisis de los opiáceos en Estados Unidos para que el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met) quitara el nombre de los Sackler de sus salas. Fueron mucho más veloces cuando, el 28 de febrero de este año, expulsaron a la bailarina clásica originaria de Camboya —Sophiline Cheam— de sus instalaciones, pues había cometido el error de danzar frente a la estatua de un dios camboyano albergada en el Met. Quizás consideraron problemático que esto remarcara el saqueo cultural hecho por los países ricos a la periferia. A la postre, el arte actual, profundamente despolitizado y que no intenta interactuar con la realidad, ha encontrado suelo fértil en las galerías subvencionadas por los empresarios.
La filantropía empresarial tiene un último rasgo peligroso: la ilusión de una comunidad que es, en esencia, una escenografía. En espacios culturales, cruzadas contra el cambio climático y otros más, se crea la esperanza de un cambio colectivo que exorciza nuestros demonios generados por una sociedad hiperindividualista. Se dona ropa, comida, juguetes. Se dan becas a los más necesitados. Las clases medias y altas mexicanas, espoleadas por las campañas empresariales, intentan salvar al país haciéndose indispensables y valiéndose del paternalismo que le critican a la denostada élite política. No hay necesidad de preguntarles a los náufragos del sistema qué necesitan o, incluso, cuestionar el paradigma económico que los empobrece, porque los bienhechores tienen todas las respuestas. Los que no necesitan que les regalen pescado sino aprender a pescar quedan atrapados, de esta forma, en las redes de la filantropía que los domestica poniendo blancos falsos a sus justas demandas y, peor aún, imponen —a través de sus proyectos incuestionables— su visión del mundo a la mayoría.
Cuando los mecenas de este siglo mezclan su buena voluntad para los desposeídos con su vocación artística, se obtienen resultados que rozan la parodia, aunque no lo vean así sus protagonistas, demasiado ensimismados en llevar su evangelio a las masas. El 13 de agosto del año pasado, el dueño de un popular restaurante y bar cultural del Centro Histórico de la Ciudad de México arrojó, desde un helicóptero, 50 mil poemas del escritor chileno Raúl Zurita. La aeronave sobrevoló los municipios de Tultepec, Ecatepec, Cuautitlán, Tultitlán, entre otros pertenecientes al Estado de México. Para que el acto performático no acabara en el vacío, es decir, los versos impresos fueran pisoteados u olvidados en las calles como cualquier propaganda destinada al basurero, las autoridades de esos lugares aseguraron que hablarían con los ciudadanos para que “valoraran” lo que les ofrecían los filántropos voladores. La poesía, como las revelaciones divinas en la Antigüedad, baja de los cielos y necesitamos intermediarios que, como los profetas, nos compartan esa iluminación. No podemos interponernos en su cruzada y, mucho menos, criticarlos. Ellos, desde su realidad, imaginan por nosotros.
Foto ilustrativa de cabecera: russellstreet, vía Flickr.