En Foz de Iguazú, la noche del 10 de junio, un policía penitenciario invadió una  fiesta privada. Gritando consignas en favor de Bolsonaro, mató a balazos al cumpleañero. El asesino tuvo acceso a las cámaras privadas del lugar y vio que se  trataba de una fiesta temática en homenaje a Lula. El muerto, un dirigente local del  Partido de los Trabajadores, que trabajaba como guardia civil, festejaba con  familiares y amigos sus 50 años. El 31 de agosto, en Goiânia, capital del  estado de Goiás, un policía militar disparó a las piernas de un “hermano” de culto,  en medio a una celebración religiosa de un templo de la Congregación Cristiana de  Brasil (evangelista). Según testigos, la víctima, un asesor administrativo  simpatizante del PT y crítico a la politización de la religión, cayó ensangrentada, mientras el culto siguió normalmente. La noche del 7 de septiembre, en la zona  rural del interior del estado de Mato Grosso, dos cortadores de leña entablaron una  discusión sobre política. En el calor de los hechos, el joven bolsonarista de 22 años  apuñaló varias veces a su colega de trabajo, un hombre de 42 años simpatizante  del PT. Lo dejó moribundo, se fue por un hacha y lo remató. Escondió las armas del  crimen y se fue caminando a la ciudad.  

¿Qué representan estos tres eventos a días de las elecciones más  complejas desde el fin de la dictadura, en 1985, en Brasil? Además de comprobar que la tensión política es creciente, demuestran que la ola de intolerancia estimulada en el país desde finales del segundo gobierno de Dilma Roussef y  potenciada en los cuatro años del gobierno de Jair Bolsonaro ha logrado dividir a  los brasileños, mermar las posibilidades de convivencia y sembrar el miedo a  pronunciarse políticamente. En tal contexto, salir a votar el domingo representa,  para muchos, mantener en el país una agenda neoliberal en la economía y  conservadora en las costumbres. Para otros –afortunadamente la mayoría– se trata  de defender a la democracia y romper con el retroceso que esos cuatro años representaron para Brasil. El muro de odio e intolerancia necesita romperse para  que el miedo no se vuelva una limitante al ejercicio legítimo del voto. 

Qué dicen los números 

La última encuesta (publicada por el Instituto Datafolha el jueves 29 de  septiembre) indica que el expresidente Lula da Silva sigue con posibilidades de vencer en primera vuelta. Sin embargo, mantiene 50% de las intenciones de voto  (llegó a tener 54% pero bajó), lo que no representa una posición cómoda para él y  su coalición, ya que la encuesta posee un margen de error de 2 puntos porcentuales  y la victoria en primera vuelta sólo es posible con 50% más uno de los votos válidos,  lo que excluye del conteo a los votos nulos y en blanco. Bolsonaro, que ahora compite por el Partido Liberal, permanece com 36% de las intenciones de votos,  mientras los dos candidatos que siguen, Ciro Gomes (del PDT) y Simone Tebet (MDB), mantienen, respectivamente, 6% y 5%. 

Al parecer, el margen de maniobra del PT disminuye, porque, al contrario de  las elecciones de 2018, cuando sólo 64% de los electores ya habían definido su  voto, en el pleito actual las encuestas muestran que 85% de los brasileños ya saben  por quién irán a votar. Hay, por lo tanto, un 15% de electores a convencer. Ayer, al  terminar el último debate entre los candidatos, se dieron a conocer otros datos muy  significativos acerca del tema, igualmente provenientes de la encuesta de  Datafolha: de los electores simpatizantes de Lula, 91% se muestran completamente  decididos, mientras que entre los simpatizantes de Bolsonaro, la cifra es de 89%.  Entre los electores de Ciro Gomes, 54% están plenamente convencidos de votar  por él, mientras que entre los electores de Simone Tebet, el porcentaje sube a 62%.  

Por los datos anunciados puede ser que la campaña por el voto útil llevada a cabo por los petistas en esta última etapa antes de la primera vuelta de las elecciones no alcance los resultados esperados y el pleito vaya a segunda vuelta. Ciro Gomes, quien ocupó el tercer lugar en las elecciones presidenciales de 2018 y decidió viajar a París, antes de la segunda vuelta, en lugar de brindar su apoyo al  candidato del PT, Fernando Haddad en contra de Bolsonaro, hoy insiste en  mantener su candidatura. Además, ha optado por una estrategia belicosa de  ataques a Lula, acusándolo de corrupción y culpando a su “mal gobierno” (del cual  por cierto formó parte durante un periodo) por la victoria de Bolsonaro. A pesar de  haber propuesto el voto útil a los electores en 2018, hoy considera esa demanda de  los petistas y simpatizantes de Lula como “fascismo de izquierda”, lo que lo aleja  del PT, los partidos coligados y los electores de Lula y lo acerca a la ultraderecha bolsonarista. La candidata Simone Tebet, por su parte, ha tenido un buen  desempeño en los debates, lo que indica que podrá mantener su pequeña pero fiel  base de apoyo, para incrementar su capital político en los próximos años. 

Los números dicen mucho pero no determinan, en última instancia, una  contienda que, posiblemente tendrá tintes dramáticos el próximo domingo. La pelea  por los votos, terminada la campaña oficial de los partidos con el último debate del  jueves 29, ahora se desarrollará en las calles y las redes sociales.  

“¿Sin miedo a ser feliz?’” 

Después de pasar 580 días injustamente en la cárcel, donde llegó por una serie  de atropellos jurídicos que lo impidieron competir por la presidencia en 2018,  cuando era el candidato favorito, Lula recuperó sus derechos políticos y regresó con fuerza al escenario nacional. Sus adversarios no lograron derrotarlo, aunque la  campaña de desprestigio en su contra, en contra del PT y de la izquierda en general  ha alimentado la acción de las fuerzas fascistas que se dejaron ver a lo largo del  país en todo su esplendor. 

Lula, como el brillante negociador que ha sido, desde sus tiempos de líder  sindical, logró forjar una gran alianza con todas las fuerzas dispuestas a crear un frente anti-Bolsonaro. Al escoger como vicepresidente a Geraldo Alckimin, un  político originario del PSDB, principal adversario del PT en el pasado, y a quien venció por dos veces, Lula sigue la estrategia que, según él, aprendió de Paulo Freire: es necesario reunir a los divergentes para vencer al antagonista. 

En su campaña, Lula ha insistido que es necesario derrotar a Bolsonaro para  poder retomar una política de reconstrucción del país y de su revalorización en el espacio internacional. Pero principalmente ha defendido la necesidad de volver a  cuidar de los sectores marginados de la población que, en sus periodos como  presidente, alcanzaron un mejor nivel de bien estar a través de políticas públicas de  inclusión, prácticamente abandonadas durante el gobierno de Bolsonaro. El pleno  ejercicio de la ciudadanía – que se refleja, entre otros factores, en el acceso a educación, salud, vivienda de calidad y a la participación política – es lo que Lula  pretende ofrecer a los brasileños, si lo eligen presidente. 

En el ámbito de la política externa, Lula cuenta con una gran simpatía,  mientras Bolsonaro es demonizado, entre otras razones, por su pésima conducta  en la pandemia y, principalmente, por la política de destrucción que ha  implementado en la Amazonia. Ya en el ámbito de la política interna, se nota que  muchos actores que apoyaron a Bolsonaro y, antes de ello, conspiraron en contra  de Dilma Roussef y apoyaron o incluso participaron en el golpe parlamentario,  judicial y mediático que la destituyó de la presidencia en agosto de 2016, hoy ven  con menos temor y quizás con una cierta simpatía pragmática el regreso de Lula y  el Partido de los Trabajadores al poder. Sin embargo, como muestran las encuestas,  si actualmente Lula cuenta con 50% de las intenciones de voto, 36% de los  brasileños (89% de los cuales plenamente convencidos) siguen apoyando a  Bolsonaro, a pesar de todos los malos manejos económicos que ha hecho en su  gobierno, a pesar de su política genocida y ecocida, de su agenda de destrucción del país y su desprecio por la cultura.  

“Sin miedo a ser feliz” es el título y refrán de la canción que embala las  campañas políticas de Lula, desde su primer intento por ganar la presidencia del  país, en 1989. Hoy, inspira una pregunta que preocupa a todos los analistas de la  situación política y social de Brasil y que buscan vislumbrar alternativas para su  futuro. Después de que el surgimiento y la victoria de Bolsonaro terminaron de abrir la caja de Pandora e hicieron visibles todos los prejuicios y resentimientos de una  sociedad estructuralmente desigual, ¿quiénes defenderán los cambios sociales y  políticos necesarios para hacer que los brasileños puedan seguir deseando una  sociedad más justa y “sin miedo a ser feliz”, como dice la canción de Lula y del PT? 

El domingo, 2 de octubre, puede traer la respuesta. Tal vez ella tarde un poco  más y nos llegue 28 días después, el 30 de octubre. De cualquier manera, algo  queda claro de los ejemplos que mencioné al inicio de este texto: la violencia, el  prejuicio y el odio estimulados por Bolsonaro hicieron un corte vertical en la sociedad  brasileña y han echado raíces. La mayoría de los brasileños defiende la democracia  y es prácticamente seguro que Bolsonaro será derrotado. Sin embargo, el bolsonarismo será un gran desafío por vencer. La victoria de Lula deberá ser el  primer paso de este largo camino.