Nadie pone en duda que las reflexiones mañaneras del Presidente de la República colocan los temas sobre los cuales revoloteará buena parte del debate público nacional, sea este recogido por la prensa nacional o se restringa al estrecho espacio de las redes sociales. Esta disposición hace que decenas de adictos a la comunicación en red discutan cosas como el valor de los videojuegos o el verdadero sentido de la reforma energética. Es posible imaginar que día a día hay decenas de escuchas especializados de distintos medios de comunicación o simples trolles a sueldo, atentos a cualquier diatriba, señalamiento abierto o alguna frase de Andrés Manuel López Obrador que se pueda convertir en trending topic o, mejor aún, en escándalo nacional, con motivos justificados o no. No demerito el hecho de que hay que estar atent@s a lo que el mandatario del poder ejecutivo devela o incluso estigmatiza desde ese espacio tan peculiar que es la “Mañanera”, pero no es menor ni casual el modo en que cualquier frase, asociación repentina o respuesta a una pregunta explícita es puesto en el caldero de la otra palestra de enjuiciamiento: la de la “neutra” opinión pública.

Ahora tocó ni más ni menos que a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Parte de las palabras exactas de AMLO fueron: “… hasta la UNAM se volvió individualista, defensora de estos proyectos neoliberales; perdió su esencia de formación de cuadros de profesionales para servir al pueblo…”. Las respuestas saltaron inmediatamente. Destacan de entre ellas la de la bancada priista, encabezada por Rubén Moreira, que de forma airada señaló “De manera contundente, las diputadas y los diputados del PRI condenan cualquier tipo de intromisión e insisten en que no puede haber influencia del poder político sobre la cátedra, el debate de las ideas y los académicos y estudiantes, ya que la lucha por la autonomía es el reflejo del interés de la comunidad por generar conocimiento”. Pero más notables son las declaraciones del ex priista José Narro Robles, ex rector de la UNAM (2007 – 2015), quien manifestó al periódico Reforma: “Con toda franqueza lo digo, se falla cuando se sostiene que la Universidad Nacional Autónoma de México ha perdido ese compromiso social, no; una de las grandes vocaciones de la universidad es ayudar, contribuir a resolver los problemas de nuestra colectividad…”. Y, hay que decirlo fuerte y claro, los priístas tienen razón: la UNAM sigue cumpliendo con su función social, pero lo hace a pesar de ellos. 

Nadie mejor que José Narro sintetiza en una sola figura el continuo y denodado esfuerzo aplicado durante décadas por hacer de la UNAM un botín político, bajo el control efectivo de su pluralidad y connatural inclinación crítica. Hay mucha indignación por los señalamientos hechos por el actual presidente que, como en tantos otros casos, toma la parte por el todo y, en su tendencia a la generalización, pierde matices y provoca polémicas. Pero, ello no significa que la parte no exista. A la UNAM, como a la educación superior y a la investigación en todo el país, se la ha neoliberalizado; y si el proceso no es más profundo y devastador, ha sido gracias a las muchas generaciones de estudiantes —y, en otra medida, de académicos y trabajadores— que han encarado y resistido estos intentos, con mejores o peores resultados, durante décadas. Pero, ¿qué significa exactamente la neoliberalización de la UNAM? 

Uno de los rasgos característicos del modelo neoliberal es asumir que todo es mercantilizable, y que el ciudadano de a pie debe pagar de sus ingresos todo servicio. Incluso revisten esto con un tono moralino que dicta: lo que no se paga no se valora. La educación, por supuesto, no es la excepción. La historia contemporánea de la UNAM ha pasado algunos de sus momentos más críticos en el intento por neoliberalizar el derecho a la educación pública y gratuita: Jorge Carpizo en 1986 y Francisco Barnés de Castro en 1999 representan esos dos momentos, ambos derrotados por la vía de los hechos gracias a la resistencia organizada de los estudiantes. Pero, en 1997, otras reformas menos conocidas afectaron el pase a la licenciatura de los estudiantes que la UNAM forma en su bachillerato, y en ese mismo periodo se supeditó el examen de ingreso general al nivel medio superior al Ceneval, que es una asociación civil creada con fines de diseño y aplicación de instrumentos de evaluación. Fue sólo por la huelga estudiantil de 1999 que la UNAM readquirió autonomía relativa en el conocido “examen único”, que representa el filtro más importante a las aspiraciones de cualquier joven por hacer estudios de bachillerato. Con todo, las reformas que más han tenido efectos de largo plazo en las funciones sustantivas de la Universidad Nacional, es decir, en la docencia, la investigación y la difusión de la cultura, han sido menos  vistosas y graduales, pero han trastocado el centro neurálgico de su vida interna: la comunidad académica. 

Una de las estrategias que se aplicó a todas las instituciones de educación superior desde hace treinta años ha sido la implementación de los sistemas de estímulos a académicos e investigadores que, bajo el argumento de la necesidad de evaluar de forma diferenciada las trayectorias académicas y paliar los efectos de la crisis salarial, han producido individualización del trabajo, deterioro de la docencia en licenciatura y retraso de recambio generacional (Buendía et al., 2017). En este mismo contexto se creó el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) y el Sistema Nacional de Investigadores (SNI). En la UNAM, como en tantas otras instituciones, esto ha abierto brechas aparentemente insalvables entre profesores e investigadores de tiempo completo, frente al precariado de los profesores de asignatura, que representa el 70% de la masa de académicos —seguramente una de las más grandes del país en términos proporcionales—; ha producido también una tendencia a priorizar los beneficios que otorga el trabajo en posgrados, dejando en manos de los profesores con menos experiencia o más explotados las enormes cargas de las licenciaturas; en tanto que la investigación ha priorizado el desempeño individual —por ello es tan fácil de asociar a la meritocracia—, pues siempre resulta más sencillo medir resultados individuales que los procesos colectivos; y ha colocado la investigación en términos de un productivismo que en uno de sus rubros más destacados se tasa en número publicaciones —muchas de ellas de escaso o nulo impacto tanto en las propias comunidades académicas como en la sociedad en su conjunto—. En suma, se premia el trabajo individual, la capacidad de autoadministración y demostración de una productividad que se mide en términos cuantitativos, bajo parámetros que han sido imitados de los modelos de medición anglosajones. Por lo que los profesores e investigadores mejor remunerados son también presa de una explotación que es acallada con ingresos que les permiten mantenerse en el horizonte de la clase media. En tanto que, en el escalafón más bajo, los profesores de asignatura tienen que procurar competir para lograr alguna estabilidad laboral. Todos sin un sindicato fuerte que en ningún caso defienda derechos laborarles o incrementos salariales. 

Esto impacta en el día a día de la vida universitaria, que de forma paulatina ha cambiado su estructura para favorecer esta dinámica. Son décadas de pequeñas reformas neoliberales, operadas por algunos de los que hoy salieron airosos a defender a la raza y el espíritu. Esos mismos que nunca pugnaron por el presupuesto universitario y que han sentado las bases para la descentralización, la escisión efectiva entre la docencia y la investigación y la desvinculación social. Para quienes conocemos la UNAM desde hace muchos años, es evidente que los vicios que esto ha acarreado son el escenario perfecto para la simulación, la competencia desleal, la elitización, el desvío de recursos y otras prácticas que sólo son explicables por un mutuo pacto de silencio y permisividad entre quienes toman las decisiones y administran los recursos. 

Increíblemente, en este escenario, contra viento y marea, la comunidad universitaria —o un sector muy amplio de ella— ha resistido y ha encontrado los escollos para dar a su investigación cotidiana una proyección social, así como para dignificar la docencia, preparando bien a los más jóvenes, y, finalmente, para dotar al país de profesionales del más alto nivel y para crear espacios de cultura accesibles a tod@s. Esto es lo que pierde de vista el juicio general del presidente de la República: la resistencia universitaria. Por ello indigna profundamente que José Narro Robles, operador político de Carpizo, de Barnés y, digámoslo claro, de Juan Ramón De la Fuente, ahora hable como defensor de la vocación social de la Universidad. Él representa a esa generación de funcionarios que han puesto en jaque a la universidad durante décadas. 

Pero no se tapa el Sol con un dedo: la neoliberalización de la universidad se hace palmaria en la falta de solidaridad de los profesores de tiempo completo ante sus colegas de asignatura, y en su incapacidad de encabezar la crítica ante el productivismo laboral al que estamos sometidos tod@s. Quizá por ello la parte de verdad de lo dicho por el presidente se vive como una afrenta, tan explotable en términos mediáticos, a la que un sector de universitarios responde con un henchido espíritu puma que resulta inverosímil y faccioso si no se traduce en una autocrítica efectiva, por otra parte, imperiosa. Pues la olla de presión entre las generaciones con altos estudios, que año con año egresan de los posgrados universitarios sin expectativas laborales claras, así como el creciente hartazgo del profesorado peor remunerado comienzan a organizarse. Lo que anticipa que en no tanto tiempo demandarán soluciones estructurales que estén a la altura efectiva de la transformación social que esperamos de este momento de la historia de nuestro país. Y esto último no es asunto sólo de los universitarios, sino del proyecto nacional al que dimos nuestro apoyo en 2018.