El domingo 7 de mayo, el pueblo chileno atravesó por un momento más del largo proceso político que se inauguró en el país con el estallido social de 2019. Un momento, dicho sea de paso, al que se arribó debido a que las fuerzas políticas progresistas que ahora mismo controlan el gobierno nacional y que dirigen su aparato estatal, hasta ahora, no han sido capaces de concretar ninguno de estos dos objetivos programáticos: encauzar y conseguir la institucionalización plena de las exigencias populares de las cuales se hicieron representantes y voceras en las elecciones de 2021.

En estricto sentido, de hecho, la ronda electoral de ese domingo, convocada para integrar el Consejo de redacción de la nueva Constitución de Chile, es producto del rechazo popular que se manifestó, en el referéndum de septiembre del 2022, en contra de los contenidos que la primera Convención Constituyente había plasmado en el texto de la que en ese año aún se pensaba que sería la nueva Carta Magna del país, pero que no lo fue por un rechazo manifiesto del 62 % de los votos emitidos en un ejercicio de democracia directa que contó con la participación de alrededor de 13 millones de votantes. Y es que, en efecto, ese rechazo al proyecto de una nueva constitución, que sustituyera a la pinochetista de 1980, condujo al proceso político por el que atraviesa el pueblo chileno, desde 2019, a la necesidad de que se celebrasen unas nuevas elecciones, con el objetivo de renovar a las y los integrantes de la Convención Constituyente electa en mayo de 2021, y, a partir de ello, trabajar en la redacción de un nuevo proyecto constitucional que también habrá de ser sometido a referéndum en diciembre de este año 2023.

Para desgracia de las bases sociales y de las fuerzas políticas progresistas del país (y, en general, del resto de América Latina), sin embargo, los resultados arrojados por los comicios del 7 de mayo, lejos de augurar, por fin, el encausamiento institucional del mandato popular que se expresó en el estallido social de 2019, parecen más bien indicar que todo lo que hasta ahora habían ganado —y lo mucho que aún estaban por ganar con la promulgación de una nueva constitución que expresase las reivindicaciones históricas de las izquierdas locales— será objeto de una virulenta reacción en contra, organizada y liderada, intelectual y programáticamente, por los sectores de más extrema derecha con los que cuenta la clase política nacional.

Indicativo de ello es, por supuesto, el hecho de que, en estas votaciones, fueron los partidos de la derecha tradicional (históricamente reconocida como una derecha centrista o moderada, aunque heredera de la cultura política del pinochetismo) y los de la extrema derecha (más que neopinochetista, en muchos aspectos, su superación radicalizada) los que contarán con el dominio indiscutible de la redacción del nuevo proyecto constitucional, sin que la coalición gobernante y el resto de las fuerzas políticas del progresismo chileno cuenten con la capacidad de vetar (y quizá ni siquiera de efectivamente condicionar) los contenidos que se terminen plasmando en el nuevo texto fundamental del Estado. Ello, en virtud de que, de los pocos más de 11 millones de votos emitidos en estos comicios (siendo ésta una participación histórica del 78 % del total de 15 millones de electores y electoras del país), la derecha tradicional y la extrema derecha obtuvieron poco más de las tres quintas partes de los escaños de la Convención Constitucional necesarios para redactar en solitario la nueva constitución y, junto con ello, evitar la posibilidad de que otras facciones políticas veten el borrador final que será sometido a referéndum popular en diciembre próximo. La coalición gobernante, por supuesto, con apenas 16 delegados está lejos de alcanzar esa posibilidad.

¿Cómo interpretar, en este sentido, el hecho de que, a poco menos de un lustro de distancia del que fue el mayor estallido popular en el Chile de la posdictadura, poco más del 60 % de la población total (arriba de 11 millones, en un país de 19.5 millones de habitantes; prácticamente un 80 % de la ciudadanía con derechos políticos vigentes) arrastrara al proceso constituyente que se abrió en 2019 desde posturas mayoritariamente progresistas (y algunas de ellas radicalmente progresistas) hacia direcciones no sólo divergentes, sino contrarias y profundamente reaccionarias, antitéticas, respecto de las banderas que movilizaron al pueblo chileno previo a la emergencia sanitaria global causada por el SARS-CoV-2?

Aunque las causas que explican este movimiento pendular, de un extremo a otro dentro del espectro político-ideológico nacional, son múltiples y diversas, tres factores parecen haber desempeñado un rol incuestionable en el fortalecimiento de la reacción en curso en contra de la superación de la cultura política, la Constitución y el Estado heredados de la dictadura pinochetista. A saber: a) la distancia que tomaron las fuerzas políticas del progresismo con representación en la Convención Constituyente de 2021, respecto de las exigencias que eran fundamentales para los sectores populares que delegaron en ellas su mandato; b) la ambigüedad mostrada por el presidente del país, Gabriel Boric, en la definición de las agendas que eran prioritarias para las bases sociales de apoyo de la coalición partidista que él encabeza; y, c) la pericia mostrada por la extrema derecha chilena no sólo para capitalizar en su favor los miedos y las incertidumbres de las que fue objeto la mayor parte del electorado chileno, de cara al proceso constituyente convocado en 2020, sino, asimismo, la capacidad que mostró para fagocitar a la derecha tradicional (centrista o moderada).

Y es que, en efecto, en relación con el primer factor, un aspecto que no se debe de perder de vista es que, si en el referéndum constitucional de septiembre de 2022 el rechazo a la adopción de una nueva Carta Magna chilena fue la respuesta dominante entre la ciudadanía convocada a sufragar, ello no se debió, ni en primera ni en última instancia —como llegó a afirmar el gobierno de Boric—, a las campañas de desinformación desplegadas por las derechas en medios de comunicación, en particular; y en los principales espacios de discusión pública, en general; mucho menos a que el nuevo proyecto constitucional fuese demasiado izquierdista para el gusto del chileno y de la chilena promedio, sino, antes bien, al hecho de que, en la práctica, las y los representantes del progresismo en la Convención, además de dejar de prestar atención a las demandas populares que habían alimentado el estallido, buscaron invertir la relación del mandato popular que se les había delegado y, en lugar de ajustar su propuesta de redacción constitucional a las aspiraciones explícitamente formuladas en las calles por sus electores, intentaron imponerles una agenda que en muchos sentidos no se correspondía con las ambiciones o los anhelos más inmediatos de quienes se habían rebelado en contra del statu quo imperante.

Pero esto no porque —como llegaron a asegurar algunos análisis desde posturas pretendidamente socialistas, aunque a todas luces conservadoras—, en el proyecto constitucional redactado por el progresismo en la Convención se hubiese privilegiado la reivindicación de “una mezcla incongruente de preocupaciones identitarias y de justicia social por encima de los derechos y protecciones materiales de clase” (Rojas, 2022, “Un reproche a la izquierda del siglo XXI”. Jacobin Latinoamérica, 15/12/2022). Es decir, no, por supuesto, gracias a un supuesto sobredimensionamiento de la importancia que para las y los delegados del progresismo en la Constituyente tuvieron las banderas culturales e identitarias de la nueva izquierda chilena, por encima de las demandas materiales más acuciantes de los sectores que se habían estado movilizando desde 2019; sino, antes bien, debido a que ese primer borrador de una nueva constitución no supo dar respuesta efectiva ni articular con congruencia, por un lado, los cambios más inmediatos que se necesitaban implementar para desahogar las tensiones de la coyuntura; y, por el otro, la posibilidad de sentar las bases de un proyecto histórico de más largo alcance, cuyo éxito dependía de la puesta en marcha de un proceso de cambio más profundo, pero lento.

Estallido social en Chile; 25 de octubre de 2019. Foto: Isaías Tello.

En términos programáticos, por ejemplo, esa tensión entre los cambios políticos necesarios en lo inmediato y la reconfiguración del Estado chileno a largo plazo, en el campo de las izquierdas y del progresismo, se evidenció en la heterogeneidad de contenidos constitucionales que las diferentes facciones que lo componen privilegiaron en la redacción final del primer borrador de nueva constitución (2021). Y es que, mientras que las listas integradas por las fuerzas políticas de Apruebo Dignidad (la coalición de partidos hoy gobernante) se centraron en sostener cierto equilibrio entre, por un lado, el régimen de la concertación posterior a la dictadura, respetando la participación del capital en temas como salud, educación y previsión social (bajo un modelo mixto) y, por el otro, un proyecto social que lo rebasara por la izquierda, fortaleciendo el sindicalismo, la sanidad pública universal, el sistema de pensiones dignas y el acceso a una educación gratuita y de calidad; por parte de las y los representantes orgánicos de las manifestaciones de 2019 (Lista del Pueblo), las prioridades se desplazaron hacia cuestiones como la modificación del modelo de desarrollo económico (sobre todo en torno de su sustento extractivista), la mitigación del cambio climático y la recomposición de las relaciones políticas, económicas y culturales entre diversas identidades nacionales (la constitucionalización de la plurinacionalidad) o el fortalecimiento de lógicas de democracia participativa y directa en ámbitos subnacionales (Massai y Miranda, 2021, “La mitad de la convención: 77 constituyentes electos provienen de listas que impulsan cambios radicales al sistema”. CIPER, 18/05/2021).

En relación con el gobierno de Boric y el programa de Apruebo Dignidad en la Convención, además, es posible afirmar que, un dato sin duda indicativo de lo profunda que fue la ruptura entre la sociedad civil en pie de rebeldía y sus representantes ante la Constituyente, desde el comienzo, fue el resultado obtenido por  él y la coalición de partidos por la que compitió por la presidencia del país (uno y otra popularmente identificados con las fuerzas políticas mayoritarias del progresismo en la Convención) en los comicios de noviembre y diciembre de 2021 (primera y segunda vuelta, respectivamente), en los cuales no sólo la coalición hoy gobernante no logró convocar niveles elevados de participación electoral en el proceso sino que, aunado a ello, no fue capaz de sacar mayor partido del malestar social que en los años previos había saturado el espacio y la discusión públicos, en gran medida debido a su cada vez mayor tendencia a negociar equilibrios con las fuerzas políticas de la concertación (al balotaje de noviembre, Boric y Apruebo Dignidad calificaron en segundo lugar, por debajo de Kast y el Frente Social Cristiano).

Ahora bien, en relación con el segundo factor que jugó en favor de este movimiento pendular de la política chilena en tan poco tiempo (el relativo a la ambigüedad mostrada por el presidente del país, Gabriel Boric, en la definición de las agendas que eran prioritarias para las bases sociales de apoyo de la coalición partidista que él encabeza), algo que parece haberse instalado como sentido común dominante entre la población chilena es la idea de que su gobierno en realidad únicamente aprovechó la coyuntura por la que atravesaba el país para cambiarlo todo sin, en verdad, cambiar nada. Los sondeos que, a dos meses de haber tomado posesión, ya situaban su aprobación ciudadana en 36 % y su desaprobación en un 53 % parecen confirmar esa percepción entre la ciudadanía, pues, luego de 15 meses de gobierno, se mantenían, la primera, en un mínimo histórico de 30 %, y la segunda, en un máximo de 65 %. En otras palabras, si de algo dan cuenta dichos sondeos, ese algo es el relativamente generalizado sentimiento de insatisfacción que tiene el pueblo chileno con la manera en que Boric ha gobernado al país: en esencia, con un discurso que mantiene cierto radicalismo, pero acompañado de una práctica excesivamente conciliatoria con la derecha tradicional y, a menudo, tributaria de sus formalismos.

Las duras y sistemáticas (aunque veladas) críticas que desde el día uno de su presidencia ha esgrimido en contra de las izquierdas históricas de Chile, así como su visible distanciamiento respecto del progresismo regional, son apenas dos ejemplos de esta actitud que más bien tiende a confundir la incorrección política con críticas pensadas desde la izquierda y el progresismo, tanto en el ámbito doméstico como en su comprensión de la región latinoamericana en cuanto que proyecto geopolítico, geohistórico y geocultural. En el ámbito regional, por decir lo menos, es sintomático de esta actitud adoptada por el presidente chileno su valoración de iniciativas de integración tipo Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) y Prosur (Foro para el Progreso e Integración de América del Sur) como si fuesen lógicas de regionalización idénticas, al margen del hecho de que, en realidad, la primera, durante el auge de gobiernos progresistas en el continente, operó como un recurso de autonomía multilateral ante el avasallamiento del intervencionismo estadounidense; mientras que la segunda fue un mecanismo ideado por gobiernos americanos de extrema derecha para cerrar el paso, precisamente, a fuerzas sociales progresistas y de izquierda en la región.

Además, a lo largo de su poco menos de año y medio de gestión, una y otra vez parece comprobarse a cabalidad que, luego de su victoria electoral, tras el estallido, no sólo su gobierno dejó de buscar el apoyo de sus bases sociales para movilizar su agenda y para contar con un apoyo popular sólido y militante ante las resistencias que sobre el camino iba encontrando su administración sino que, yendo más lejos aún, además de desmovilizar a las masas que podían servir de soporte y de garantía democrática a su mandato constitucional, se resguardó bajo el amparo que le ofreció la clase política tradicional: aquella misma contra la cual una parte considerable de las masas en rebeldía se habían movilizado y protestado.

Finalmente, también está el tercer factor: la pericia mostrada por la extrema derecha chilena para capitalizar en su favor los miedos y las incertidumbres de las que fue objeto la mayor parte del electorado chileno, de cara al proceso constituyente convocado en 2020, así como su capacidad para fagocitar a la derecha tradicional. Rasgos, ambos, que, dicho sea de paso, además de explicar, en parte, la radicalización que experimentó el pueblo chileno a lo largo de estos poco menos de cuatro años, serán, de igual modo, un factor crucial en la definición a la que arribe el nuevo proyecto constitucional que habrá de someterse a referéndum en diciembre de este año. Y es que, en efecto, si se presta un mínimo de atención a la correlación de fuerzas que emergió de los comicios del domingo, 7 de mayo, para renovar a los delegados y las delegadas de la Convención Constitucional, lo primero que se alcanza a apreciar es que, cualquiera que sea el contenido del borrador final emanado de ella, el electorado chileno deberá de debatirse entre, por un lado, rechazar el nuevo proyecto y, en consecuencia (salvo que extraordinariamente se convoque a una tercera Convención Constituyente), seguirse rigiendo por la Carta Magna del pinochetismo; o, por el otro, aceptar una nueva ley fundamental que, en el mejor de los casos, podría ser apenas una reforma de la de 1980 o, en el peor, una superación por la extrema derecha de aquélla. Cualquiera de estos escenarios es plausible e incierto.

Contando la extrema derecha (la que tiene en Kast a su principal figura intelectual) con la mayoría de delegados y de delegadas a la nueva Convención, dentro del espectro de las derechas (por lo menos 23 de los 34 delegados obtenidos por las derechas unidas son representación del Partido Republicano) esta fuerza política se hallará en condiciones inmejorables para forzar, en el seno de las derechas tradicionales, una mayor radicalización de los intereses que defenderán en la nueva redacción constitucional que salga de la Convención. Y es que, aunque es verdad que la derecha tradicional (dentro y fuera de la Constituyente) también cuenta con la alternativa de afianzarse en posicionamientos más centristas (lo que al progresismo le permitiría algún grado de negociación de sus propias agendas), no deja de ser cierto que tanto en las últimas elecciones presidenciales (2021) como en el rechazo plebiscitario de la nueva constitución (2022) y en los recientes comicios de delegaciones constituyentes (2023), no ha sido ella, la derecha tradicional, la que mayores grados de movilización y de adherencia popular ha conseguido entre las masas sino que, antes bien, ha sido la derecha que la rebasa por su extremo derecho.

Ante tal escenario, parece que, para ser capaz de sobrevivir en lo inmediato, la derecha tradicional deberá de aceptar cierto grado de fagocitación por parte de la derecha representada por José Antonio Kast y el Partido Republicano, a despecho y sacrificando, sin duda, lo poco que esta derecha centrista había conseguido distanciarse de su propio pasado pinochetista. Y esto no tanto porque la derecha de Kast sea, en efecto, una reedición del pinochetismo o una suerte de neopinochetismo, pues, a pesar de que claramente esta extrema derecha se inscribe dentro del régimen de historicidad de la dictadura del general Pinochet, en muchos de sus aspectos las diferencias entre esta fuerza política y aquel régimen son mucho más que accesorias o meras actualizaciones de lo viejo en un contexto nuevo.

Existe, por ello, la posibilidad de que la derecha tradicional acepte mimetizar sus propios intereses con los del Partido Republicano. Sobre todo, por ejemplo, en agendas como las referentes a la sexualidad y el género, ante las cuales la extrema derecha, en voz de José Antonio Kast, ya ha aclarado su posición de abierta hostilidad ante cualquier lógica que privilegie la participación de las mujeres en política y en el espacio público por razón de género (apelando a que el principio normativo de la política debe de ser la igualdad ciudadana). Un agravante de este escenario es, además, la claudicación declarada de Gabriel Boric ante esta unidad de las derechas en su país, pues lejos de recuperar la confianza de las masas y de apelar a ellas en uno de los momentos en los que más las necesita, optó por solicitar al bloque político liderado de facto por Kast que, de buena fe, se comporten como lo que nunca han sido (unos y unas demócratas), privilegiando el diálogo con el progresismo y las izquierdas históricas. En este caso, el pueblo de Chile estaría ante un movimiento de reacción que fácilmente podría favorecer la aceptación y la interiorización de los extremos como la nueva normalidad de la cultura política chilena posestallido social.