Septiembre es un mes saturado de memoria. Sin embargo, el presente que vive nuestro país conlleva dificultades significativas para construir un relato sobre qué nos ha ocurrido como comunidad imaginada, rescatando el exitoso concepto de Benedict Anderson. Si bien la historia patria es procesada desde el gobierno como una sucesión épica pero evolutiva hasta la “cuarta transformación”, los sucesos recientes son más difíciles de incorporar. La sangría de violencia y criminalidad que experimentamos en la última década, contiene tensiones, dolores y fuerzas en pugna que obstaculizan construir una “historia más humana y menos árida”, fórmula con la cual Kerwin Lee Klein (From History to Theory, 2011) concibe a la memoria. 

En su último artículo Carlos Illades definió a la industria criminal como “un elemento orgánico y cualitativamente significativo de la economía-mundo”, la cual germinó a la sombra y amparo de los estados nacionales. Bajo esa marca de origen, se entiende la dificultad que tienen estos para reconocer y, en la medida de lo posible, “resarcir” los crímenes que ha padecido la población por esta forma de acumulación mafiosa. Los antimonumentos son edificaciones ilustrativas de esta condición. Hasta la fecha se cuentan en la Ciudad de México casi una decena de estas ofrendas contra el olvido, construidas y sostenidas por compañeros y familiares de víctimas, como iniciativas por verdad, memoria y justicia frente a la acción insatisfactoria de los gobiernos en turno.

Estas obras son un recordatorio material de las heridas abiertas en la conciencia nacional, su presencia interpela al Estado, pero también a la población coetánea a los crímenes irresueltos. En esa medida, examinar qué ha pasado con ellos es una posible entrada —tal vez la menos desgarradora— para sopesar las dificultades y tensiones actuales para asimilar la barbarie.  ¿Qué se recuerda y qué no?; ¿cuáles son los casos que se irguieron en antimonumentos en el país de los cientos de miles de asesinados y decenas de miles de desaparecidos? Esbozar una respuesta a estas preguntas es hurgar entre las pulsiones profundas que atraviesan a la sociedad mexicana: los hallazgos pueden ser poco tranquilizadores. Su examen nos llevaría a pensar el olvido de las costureras (entre ellas varias migrantes asiáticas) de la calle Chimalpopoca —predio ahora habilitado como estacionamiento— fallecidas en el sismo del 19 de septiembre de 2017, pero víctimas del crimen industrial del trabajo ilegalizado y precario persistente gracias a la corrupción de sucesivas administraciones del gobierno de la Ciudad de México. También tendríamos que sopesar la remoción que el gobierno de la alcaldía de Gustavo A. Madero hizo del memorial a los jóvenes fallecidos en el News Divine o el robo de varios zapatitos de cobre del antimonumento que evoca a los bebés calcinados de la guardería ABC.

Otras acciones frente a las memorias del tiempo presente no implican la negación o ataque al recuerdo, sino su sobreposición. El 26 de abril de 2016 un grupo de feministas inscribió en el antimonumento a los 43 de Ayotzinapa: “Nosotras no somos Ayotzinapa”. En un momento de saturación de desgracias y ninguna certeza, las denuncias competían por una atención finita: la exposición de crímenes emblemáticos frente a aquellos cotidianos que inundan la realidad mexicana. En el corto plazo, afortunadamente, esta sobreposición parece ser saldada por la acción de los sujetos agraviados en ambos casos enfocados en alcanzar justicia. Ahora, familiares y feministas se reorganizan para instalar un memorial a la universitaria Lesvy Berlín Osorio y las miles de mujeres asesinadas después de que el antimonumento instalado en la explanada de Bellas Artes fuera removido tras su montaje durante la última marcha del 8 de marzo.

Sin duda, el capitalismo criminal tiene efectos en la condición humana y la selección de nuestra memoria colectiva no escapa de este presente violento. Memoria y olvido toman en los momentos de transformación de narrativas, como el que transitamos, una dimensión ético-política. Enzo Traverso evocó la función moral de la memoria frente a la tentación de restituir a funcionarios nazis en el gobierno de Adenauer, afirmando: “Durante la fase de represión, la reivindicación del “derecho de memoria” toma un matiz crítico, si no el aspecto de una revuelta ético política contra el silencio cómplice” (El Pasado, instrucciones de uso, p. 45).

Hoy, a pesar de todo, tenemos la oportunidad de conformar una nueva ética política en medio de la tragedia nacional que padecemos. Si el Estado mexicano quiere pacificar al país a partir de una revolución de las conciencias, más que repartir la cartilla moral de Alfonso Reyes o llamar a que los delincuentes piensen en sus madres, ¿no tendría que resaltar y coadyuvar en la enorme labor que hacen el conjunto de familias de asesinados y desaparecidos en búsqueda de verdad y justicia? El historiador italiano habla de dos tipos de memoria posibles ante los hechos traumáticos: una fuerte y otra débil. La primera se daría a partir de la sincronía entre Estado y sociedad en la búsqueda de esclarecimiento de los hechos, consecuencias jurídicas y garantías de no repetición. Nuestro presente está necesitado de una memoria de este tipo sobre la historia reciente, pasando del antimonumento como lugar simbólico de resistencia a la conformación de una política nacional de memoria y reparación del daño. El Estado, por sí solo, no la edificará.

En el siglo XX, la población se volvió testigo dando pie a una de las características fundamentales en la construcción de los procesos de memoria: las sociedades emergieron como actores en el sistema de representación colectiva del pasado. En la actualidad mexicana, todos estamos conminados a jugar un papel activo en la edificación de una nueva memoria colectiva sobre los miles de asesinados, ultrajados y desaparecidos; después de todo, no olvidemos que el recuerdo de los ausentes es uno de sus elementos primigenios. La memoria se conjuga en presente y, en nuestras circunstancias, y a pesar de las dificultades y sobreposiciones, es apuesta política y obligación ética.