¿En qué consisten los derechos culturales? ¿A qué se obliga el Estado cuando reconoce estos derechos? Se sabe que los derechos culturales son recientes y configuran una parte de los derechos humanos, aunque las personas tienen a veces una idea difusa de ellos. Éstos provienen del ámbito internacional –Declaración de Friburgo, principalmente− y fueron consagrados después a nivel constitucional. Recientemente se han detallado más por los legisladores y la Constitución de la Ciudad de México habla, en su artículo octavo, de una “Ciudad educadora y del conocimiento”. Pero la cuestión no termina con la carga simbólica en el discurso constitucional o, como aludió el presidente en una conferencia mañanera en junio de 2019, al relativizar el concepto “cultura” y encauzar estos derechos con otros asuntos pendientes, como el apoyo a las culturas de los pueblos indígenas. El asunto prioritario es, a mi modo de ver, lograr su exigibilidad y plena materialización. Esto quiere decir que los derechos culturales puedan ejercerse bajo cualquier circunstancia y ser garantizados por los tribunales.
Los derechos culturales tienen una doble dimensión. Por un lado, al esgrimir un derecho de acceso a la cultura, el Estado se obliga a brindar y satisfacer necesidades culturales de la población, es decir, contribuir a que existan bienes y servicios culturales que permitan, si así se quiere, un desarrollo integral o espiritual en los habitantes, como sucede con el derecho a la educación. Por otro lado, no sólo el Estado mantiene esta obligación constitucional, sino que tiene que garantizar el derecho de las personas para expresarse culturalmente y producir cultura, afianzando la diversidad en cada una de las subjetividades. Aquí se puede hablar de un derecho cultural y entran en juego otros derechos: derecho al trabajo, libertades de expresión y creativa e incluso el derecho a la palabra, todo ello para enunciar la relevancia cultural de ciertos actos y acontecimientos productores de vida. Finalmente, para lograr esto es ineludible discutir y democratizar las instituciones culturales, sus políticas públicas, dar voz a los agentes culturales y monitorear a las autoridades competentes.
Regresemos al tema de los derechos culturales como derechos humanos. Bolfy Cottom, uno de los principales estudiosos del tema en México, escribe desde las primeras líneas de su libro Legislación cultural que “La historia de los derechos culturales parte de experiencias amargas y dolorosas vividas a causa de guerras y el abuso de gobiernos autoritarios, imperialistas y represores” (2015: 23). Desde el discurso académico y cierto activismo cultural, este origen está en concordancia con las luchas sociales, la libertad de expresión y el reconocimiento de los pueblos, cuestión que hace mucho sentido si se observa la historia de los contrapoderes, que son las organizaciones y estructuras que se han opuesto a la institucionalidad oficial. Sin embargo, formalmente, al igual que sucede con otros derechos humanos, estos se tazan desde una tradición liberal y eurocentrista, ya sea acudiendo a la visión cronológica de las llamadas “generaciones de derechos” o a la fuente brindada por los instrumentos internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Los derechos humanos, más allá de armonizarse dogmáticamente con una legislación liberal y/o neoliberal, han sido verdaderas armas de resistencia para muchos activistas y defensores populares. El discurso jurídico se reconfigura y revisita no sólo por los herederos de la ciudad letrada, sino por voces al margen del sistema. Por eso, Cottom define el derecho cultural como un “derecho humano que corresponde a toda persona individual o colectiva, por el simple hecho de pertenecer o conformar una o más comunidades culturales” (2015: 27). Cottom menciona también que los gérmenes de los derechos culturales en México se encuentran en el movimiento estudiantil de 1968, los Acuerdos de San Andrés y el reconocimiento de los derechos indígenas. Por supuesto que podría ser el caso, pero habrá que hilar fino para no confundir derechos y reconocer luchas jurídicas por “cuerdas separadas”, usando una expresión litigiosa que significa trámites independientes para lograr una resolución común.
En realidad, se puede rastrear el origen de los derechos culturales en México gracias a las interpretaciones hechas a la Constitución. La labor jurídica es eminentemente hermenéutica y argumentativa. En las lecturas atentas de las leyes, en este caso, la Constitución de 1917, se pueden desprender nuevos derechos y, en última instancia, fundamentar derechos derivados del texto constitucional como lo ha hecho en diversas ocasiones la SCJN. Pero el discurso de los derechos humanos no se agota con la interpretación oficial de la Corte; todo lo contrario, muchas veces sobrevive a esas lecturas. Los derechos culturales son recientes si se observa únicamente la reforma legal, pero discursivamente vienen desde más atrás. Quien hizo una lectura radical de la Constitución en este punto fue Vicente Lombardo Toledano, personaje olvidado por la academia jurídica.
Lombardo integró la historia del constitucionalismo nacional, preguntándose por la pertinencia revolucionaria de las Constituciones y sus derechos. En “Lo que vive y lo que ha muerto de la Constitución de 1857”, escrito en mayo de 1957 dentro del marco del centenario, el intelectual mexicano puntualizó la clave de la reforma constitucional para dinamizar el desarrollo material de un pueblo dentro de una institucionalidad productiva. “El reemplazo total de una Constitución por otra acontece cuando la estructura económica de un país entra en crisis definitiva” (2008: 235). Propuso una reestructuración en el catálogo de derechos, imaginando otra dispositio: cambiando títulos, incorporando derechos gremiales en la parte dogmática. “En cuanto a la lista de las garantías individuales, hay demandas que surgen de la experiencia. Estas son: el derecho a la salud, el derecho al trabajo y el derecho a la cultura. No se trata de una fórmula declamatoria (…), sino de derechos de los individuos que implican obligaciones para el Estado”. (2008: 238-239). Hay que decir que la enunciación del derecho a la salud se incorporó en la Constitución hasta 1983 y el derecho a la cultura hasta 2009. Lombardo lee ya estos derechos en un devenir de crisis y conquistas sociales. En otro texto reafirmó el deber estatal: “En el régimen socialista el Estado tiene como misión primordial desarrollar al máximo las fuerzas productivas para poder satisfacer las necesidades materiales, sociales y culturales de la población” (2008: 283).
Independientemente de las formas de Estado, las autoridades deben satisfacer necesidades básicas de los gobernados. Los derechos culturales son instrumentos legales para satisfacer el desarrollo de producciones singulares y colectivas de vida. Sin embargo, en el mundo jurídico existen muchas normas que pueden obstruir y hasta cierto punto oponerse a la satisfacción de derechos. Justo la tarea de legisladores y de juristas es idear piezas y herramientas para armonizar racionalmente las normas dentro del sistema. Los derechos culturales mantienen problemas respecto a su juridicidad, satisfacción y exigibilidad.
A principios de año, acudimos al Instituto de la Defensa de los Derechos Culturales, autoridad que se desprende de la Ley de los Derechos Culturales de los Habitantes y Visitantes de la Ciudad de México y, lamentablemente, ante nuestro recurso de queja que consistía en exponer violaciones de derechos culturales de una promotora cultural dentro de un programa local, la autoridad respondió que no contaba con competencia por estar “impedida legalmente” de acuerdo con el oficio SC/DGINDDECULT/056/2020, cuestión a todas luces inadmisible si se atiende a la ley reglamentaria. La principal dificultad está allí: en la evasión de la autoridad competente. Estos derechos aún no son tomados en serio, parafraseando el título del clásico libro de Ronald Dworkin; muchas veces sólo funcionan como figuras retóricas lanzadas en la oratoria deliberativa. Aunado a esto, hay que tener en cuenta que la reforma a la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) publicada el pasado primero de julio vulnera derechos fundamentales, particularmente derechos culturales. Esta reforma fue pensada para homologar los contenidos de derechos de autor con la normatividad estadounidense. Con 99 votos a favor y tres en contra, el Pleno del Senado la aprobó con celeridad debido a la entrada en vigor del T-MEC: “madrugar”, decían en La sombra del caudillo.
¿Cuál es el sentido de la reforma más allá del tratado trilateral? Hay daños colaterales advertidos lúcidamente por José Ramón Narváez en “La ‘notificación y retirada’ sus efectos en lo electoral”. Para él, “La legislación norteamericana tiene unas limitaciones específicas a la libertad de expresión digital en aras de supuestamente proteger los intereses de los derechohabientes sobre la autoría de imágenes y materiales audiovisuales”, vulnerando la tradición de propiedad intelectual mexicana, que mantiene excepciones al derecho patrimonial del autor. Los fines de las reformas a la LFDA y al Código Penal Federal se conectan para obstaculizar las expresiones de los cibernautas que tomen material protegido por el copyright aunque esto implique, en muchos casos, el ejercicio de una actividad cultural al sociabilizar contenidos modificados.
Por la materia que analiza, Narváez se detiene en una figura: la solicitud de “notificación y retirada”, que avisa al usuario de la inhabilitación del material protegido de sus publicaciones. Ésta no exige ninguna formalidad probatoria y puede entrar en conflicto con la garantía del debido proceso. En su visión, transgrede el derecho a la información pues, aunque se atacan las fake news, se puede eliminar material noticioso que sea de valor para las audiencias. También apunta un problema en la coherencia interna entre el espíritu de la reforma y el artículo 151 de la LFDA. En este artículo se establece que no hay violación en el uso de una obra protegida sin un permiso previo del autor cuando no exista un beneficio económico directo o se use para fines de enseñanza, investigación y noticiosos; es decir, un artículo permite el uso excepcional de obras protegidas y la reforma lo prohíbe expresamente. Pero más allá de esta lucecita para resistir la reforma a partir de la propia ley, lo preocupante es la aplicación de esta figura a las voces disidentes por parte de la autoridad y los proveedores de servicios. En la mayoría de los casos la solicitud de retirar un contenido “recae en información que ni siquiera es ilegal; no sólo eso, en varias ocasiones este recurso digital se ha utilizado para censurar críticas al sistema político”.
¿Qué sucede con el usuario común de proveedores de servicio de internet? Además del peligro del castigo y la censura digital, se sanciona cualquier modificación o alteración de contenidos a través de la gestión de derechos, es decir, “los datos, aviso o códigos y, en general, la información que identifican a la obra, a su autor, a la interpretación o ejecución” (LFDA). Algunas prácticas, que van desde el ciberactivismo hasta bajar pdfs de libros digitalizados para la enseñanza e investigación, entran en riesgo de ser punibles. “Para quien comparte contenidos y se encuentra con algún ‘candado digital’ y decide saltarlo –por ejemplo, a través del denominado ripeo o conversión de formato de los materiales− porque considera que es una forma de ejercer sus derechos, podría ser merecedor hasta seis años de prisión. Lo cual supone una paradoja: para ejercer mi derecho a informar debo violar la ley”. Los derechos culturales se encuentran también dentro de esta «paradoja». Para ejercer mi derecho cultural –es decir, hacer un GIF de una película, intervenir artísticamente una canción, digitalizar un libro, etc.– tengo que pasar por encima de esta “legalidad” o, valiéndome del título de un libro menos conocido, emplear El derecho a resistir el derecho, como dice Roberto Gargarella. El drama capitalístico, como lo prefiguró Félix Guattari, puede globalizarse en un biopoder digital. El Estado y los proveedores de servicios no sólo vigilarían y aplicarían la ley con discrecionalidad, sino que los usuarios navegarían con vulnerabilidad ante la velocidad con que se crean y comparten contenidos, sin saber específicamente qué puede y no compartir y descargar. En este escenario, los usuarios serían menos activos en redes y auto-regularían sus intercambios y descargas: una sutil autocensura.
Quisiera terminar con un aspecto elocuente de la reforma. En la sección sancionadora de la LFDA, se agregó el artículo 232 Quáter que trata los supuestos conductuales para ser merecedor a una multa que oscila, según la UMA vigente, entre 86,880 y 1,737,600 pesos. La fracción tercera a la letra dice que se impondrá dicha multa a quien sin la autorización respectiva “Produzca, reproduzca, publique, edite, fije, comunique, transmita, distribuya, importe, comercialice, arriende, almacene, transporte, divulgue o ponga a disposición del público copias de obras, interpretaciones o ejecuciones, o fonogramas, sabiendo que la información sobre la gestión de derechos ha sido suprimida, alterada, modificada u omitida sin autorización”. Nótese la cantidad de verbos, el abuso frenético; una especie de verborrea punitiva que destruye la vida y la cultura en internet tal cual la conocemos. Coloqué este fragmento de la ley en Facebook. Al momento de escribir esto, sólo he recibido 22 reacciones; ojalá vengan muchas más. La reforma a la ley ya ha sido aprobada, queda aún la defensa en los tribunales, el acompañamiento de la sociedad civil y el activismo en las redes, donde se librará esta lucha por los derechos culturales.
Referencias
Gargarella, Roberto (2005). El derecho a resistir el derecho. Buenos Aires: Miño y Dávila editores.
Cottom, Bolfy (2015). Legislación cultural. Temas y tendencias. México: MA Porrúa.
Dworkin, Ronald (1978). Taking Rights Seriously. Cambridge: Harvard University Press.
Lombardo, Toledano (2008). Escritos sobre las Constituciones de México. Tomo I. México: CEFPS Vicente Lombardo Toledano.
Narváez, José Ramón (2020) “La ‘notificación y retirada’ sus efectos en lo electoral”. Voz y voto. Política y elecciones. México.
Ley Federal del Derecho de Autor.