Twitter: @kadenian

¿Puede la gran industria del entretenimiento liderar la lucha por la subversión de las estructuras sociales? ¿Puede servir como un bastión desde el cual acabar con los atávicos convencionalismos del machismo que no son sino la manifestación más inmediata de un esquema de injusticia y opresión generalizados? Todo parece indicar que, dentro de las corporaciones más sobresalientes que en este momento tiene la industria del entretenimiento, los ejecutivos creen que sí, o que al menos pueden hacernos pensar que sí. Esta conclusión surge de un tweet publicitario emanado de la cuenta oficial de Star Wars en España (@starwarsspain). En él una imagen anunciaba la premier de la ignominiosa última película de esta saga y contenía el siguiente mensaje: “Especialmente recomendada para el fomento de la igualdad de género”.

En pocas horas el tweet generó revuelo y rechazo, principalmente entre los más conservadores para quienes toda mención que se haga de “igualdad de género” refiere a una ideología, una conspiración de pernicioso lavado mental que, según deliran, trae aparejados desenlaces desastrosos para la sociedad. Pero esta acción publicitaria fue rechazada incluso entre quienes ven con buenos ojos la igualdad de género, pues con acierto interpretaron todo aquello como un descarado intento por comercializar la causa feminista. Al final, la publicación desapareció del timeline de la cuenta, se restauró con ello el equilibrio de la fuerza y la vida continuó su curso natural. Pero, esto es solo un ejemplo, en realidad poco importa el incidente como tal. El lema “Especialmente recomendada para el fomento de la igualdad de género” tiene que ver con una olvidada clasificación cinematográfica del Ministerio de la Cultura español que formaba parte de una fallida campaña de fomento a la igualdad de género. Lo verdaderamente desafortunado de la cuestión es que a algún audaz empleado encargado del marketing de la película le haya parecido buena idea rescatar tal lema.

Poco importa lo del tweet porque es de sobra sabido que, desde hace unos buenos años, algunas grandes compañías han apostado por coquetear con lo que se ha llamado “las políticas de la presencia”, o como lo dicen los angloparlantes: la diversidad y la inclusión. Ha sido evidente cómo, sobre todo en las películas, se ha buscado incluir personajes con características físicas y psicológicas que en otras épocas eran retratados de manera grotesca y humillante o que, de plano, constituían un tema tabú dentro de la industria y se encontraban completamente invisibilizados. Sin embargo, esta apuesta de las grandes productoras de cine por la inclusión y la diversidad no parece obedecer a ninguna campaña por la no discriminación o por el reconocimiento de derechos de las minorías, tampoco está claro que haya algún posicionamiento político concreto al respecto, ni siquiera se puede afirmar que las historias de las películas más recientes reivindiquen nuevos valores a través de narrativas vanguardistas y arriesgadas; en realidad, la aparición de este tipo de personajes suele ser algo meramente superficial dentro de la trama, nada más que un artificio estético que, como escribieron Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración, está encaminado a seguir utilizando los avances tecnológicos en la explotación del consumo de masas dentro de un sistema económico global en el que resulta preferible esto a utilizarlos para acabar, por ejemplo, con el hambre en el mundo (Horkheimer y Adorno, 2002: 111).

Bien valdría preguntarnos si el hecho de que algún personaje femenino ocupe el rol de macho testosterónico, tradicionalmente atribuido a los hombres, es algo verdaderamente feminista o, en todo caso, si se trata del feminismo que queremos. Porque al final, en la mayoría de los casos, se trata de las mismas historias pensadas por y para hombres, en las que el personaje principal, mediante la utilización de algún arma o poder fantástico, recurre a la violencia para alcanzar los objetivos marcados por la trama, los cuales por lo general consisten en la realización de épicas proezas inhumanas, epopeyas de las que depende la salvación de todo un reino, del planeta o hasta del universo mismo. Desde la industria por lo general se rechaza la posibilidad de explorar nuevas narrativas que se enfoquen y profundicen sobre aspectos de la vida que son constantemente pasados por alto dentro de la sociedad actual, pero que tienen una grandísima importancia dentro de nuestras vidas, narrativas que resultarían más subversivas dentro de un verdadero combate al machismo; me refiero a todo lo correspondiente a nuestro lado emocional, por ejemplo. No es imposible ni poco lucrativo, se hizo con Inside Out, donde se abordan las vivencias y sentimientos de una niña común que está experimentando los últimos años de su infancia. En lugar de eso se suele optar por presentar historias de superheroínas que patean, golpean y provocan grandiosas explosiones a su paso. Algo que, como diría Kelsey Jannings, únicamente tiene sentido si el héroe es un hombre, pues al ser diferentes las reglas entre unos y otros, la superheroína tendría que luchar, antes que nada, contra el resentimiento que sus poderes provoquen entre una sociedad que probablemente buscaría despojarla de estos (visto en la serie Bojack Horseman).

Habrá quien interponga la objeción de que quién piense así es demasiado purista y le da demasiadas vueltas a la cuestión, que si bien es evidente que detrás de este tipo de decisiones creativas hay un interés comercial sobre todas las cosas, al final del día, estas películas tienen el potencial de comenzar a erosionar aquellos prejuicios machistas de acuerdo con los cuales las mujeres no pueden o no son aptas para desempeñar las tareas convencionalmente atribuidas a los hombres, llámense éstas: jugar futbol, dirigir una empresa o combatir a los Sith. Sin duda, la protagonista de la última trilogía de Star Wars disipará las telarañas mentales de más de un padre o madre y quizá estos ofrecerán menos objeciones frente a los deseos de una hipotética hija de desempeñar algún deporte o profesión “de hombres”. No obstante, pese a que existe esta feliz posibilidad, no se puede simplemente pasar por alto que quizás, detrás de ese blandir de espadas láser a diestra y siniestra que hace la última Jedi, se esconda, como en la película de John Carpenter They Live, el mensaje: consume y obedece. 

El problema con el consumo es que no se pueden subordinar las reivindicaciones de justicia a esta directriz. No cabe duda que es una buena noticia que en los estudios de mercado que hace la industria entre su público se vea reflejada una tendencia favorable a que las mujeres adquieran un mayor protagonismo en sus películas y favorable a romper con los viejos modelos de mujer tan característicos de las películas de princesas, por ejemplo, que resultaron ser bastante provechosos para las grandes compañías y que han ayudado a perpetuar estos modelos por décadas. Sin embargo, aunque este cambio siempre puede llegar a traducirse en una transformación consciente o inconsciente de actitudes machistas, si este lavado de cara que se hace la industria del entretenimiento no viene acompañado por un proceso reflexivo de carácter emancipatorio por parte de los consumidores, tal cambio servirá de muy poco. 

Sin emancipación toda manifestación positiva es reversible. Si el auge feminista pierde fuelle o, por la razón que sea, cambian los patrones de consumo, la burbuja feminista habría de reventar y la audiencia, que nunca habría terminado por interiorizar la causa, volvería a la vieja normalidad como quien retoma un antiguo vicio. Lo peor del caso es que nadie puede garantizarnos que en 20 años, lejos de mantenerse la tendencia actual en la sociedad, esta no se tornará recalcitrantemente conservadora y despreciará todo lo que se asemeje a la ya de por sí defenestrada igualdad de género. Si se da una situación así, ¿podemos esperar que las masas de consumidores se resistirán? ¿o se limitarán a observar impávidas —como si se tratara a su vez de un espectáculo— cómo se desmantela lo que años atrás había costado tanto trabajo conseguir? Solo una verdadera emancipación de los consumidores demostraría que no hay burbuja en el auge feminista y prevendría un repliegue machista guiado por los patrones de consumo y los estudios de mercado de las corporaciones. El problema es que la clave para conseguir tal cosa no la vamos a encontrar en las últimas películas de Star Wars o en las de princesas.

Se trata en realidad de algo sobre lo que reflexionaron los ya mencionados Theodor Adorno y Max Horkheimer hace más de 70 años y que tiene tanto o más vigencia ahora que entonces. De acuerdo con estos maestros de la Escuela de Frankfurt, la industria del entretenimiento ha transformado la esfera pública, lo que era un espacio presto para el debate racional se ha convertido en una maleable audiencia, una masa pasiva y abocada al consumo. El éxito que la industria del entretenimiento ha tenido con esta transformación radica en que todo este tiempo ésta se ha limitado a reproducir de forma constante a la sociedad tal cual es, “frente a los prototípicos rostros de los héroes y personajes de las películas, fabricados de acuerdo con los estereotipos de las portadas de revista, la supuesta individualidad se desvanece mientras la fascinación por estos modelos ideales se nutre de la secreta satisfacción de que el esfuerzo por alcanzar la individualidad sea reemplazado por el de la imitación —aunque al final este último sea más arduo” (Horkheimer y Adorno, 2002: 126). Por esa razón es difícil ver películas verdaderamente provocadoras que se salgan de los marcos normativos de las sociedades machistas. Es justamente en la incesante repetición de la sociedad tal como es, que se encuentra garantizado el entretenimiento y por lo tanto el rédito económico: 

La afinidad entre el dinero y el entretenimiento radica en el significado mismo de entretenimiento, es decir: ser una apología de la sociedad. Estar entretenido quiere decir estar de acuerdo. La diversión quiere decir no pensar, olvidar el sufrimiento, aunque esté en pantalla. En el fondo se trata de impotencia. En efecto se escapa, pero no se trata como se afirma, de escapar de una realidad desagradable, sino que se escapa del pensamiento de resistirse a esa realidad. La liberación que promete la diversión es la de pensar en negativo. El descaro que tiene [la industria del entretenimiento al hacerse] la pregunta retórica: “¿qué quiere la gente?”  radica en el hecho de que pretende considerar como seres pensantes a las mismas personas cuyo pensamiento busca anular. (Horkheimer y Adorno, 2002: 115-116)

Así pues, si hoy en día las películas están protagonizadas por personajes femeninos y además incluyen otros personajes de colectivos marcados por cuestiones raciales, identitarias o de preferencias sexuales, es porque esto refleja a la idiosincrasia de la sociedad occidental actual, refleja los valores del que es su carácter dominante. Y aunque por supuesto sigue habiendo, aun en las “mejores sociedades” occidentales, terribles actos de opresión, discriminación y violencia que se dan de manera sistemática y generalizada en contra de los integrantes de cualquiera de estos colectivos, lo cierto es que lo que hacen las grandes compañías del entretenimiento no es en ningún sentido subversivo. Seguramente lo habría sido si estas medidas por la inclusión y la diversidad hubieran sido implementadas hace 40 años, por ejemplo. Si todo lo que rima con “igualdad de género” les resulta chocante a muchas personas (aunque sean la mayoría), es porque estas personas se han apartado de las convenciones y valores dominantes de su propia sociedad, y no porque esta sea una idea radical. Está muy claro: si se hace dentro de las grandes producciones cinematográficas, no es revolucionario.

Consecuentemente, si la industria del entretenimiento se monta sobre una ola que dentro de la propia convención imperante resulta vanguardista, como la de las protagonistas testosterónicas, es para que la audiencia de masas siga consumiendo, pero también para que siga obedeciendo. Como decía la cita anterior, el entretenimiento normalmente va asociado a una suerte de escape cognitivo y la constante repetición en las pantallas de una sociedad reflejada ante sí misma obnubila dentro de los espectadores los deseos y la necesidad por pensar una sociedad verdaderamente distinta: “Bajo la tregua ideológica existente entre ellos, tanto los consumidores en su conformismo, como los inescrupulosos productores que estos mantienen, están tranquilos. Ambos se contentan entre sí con la reproducción de lo mismo” (Horkheimer y Adorno, 2002: 106). La estrategia que se persigue es la de la contención, no la de la resistencia, siempre va a ser más fácil cambiar el cauce de un río que intentar secarlo o contener su flujo. 

No hace falta que lo digan abiertamente o que esconda dentro de los productos culturales algún tipo de mensaje subliminal, es suficiente con mantener las cosas girando sobre su propio eje: “el espectador no necesita pensamientos propios: es el producto el que prescribe cada reacción, no a través de algún argumento lógico —se desmoronaría al ser expuesto al pensamiento— sino a través de señales” (Horkheimer y Adorno, 2002: 181-182). Los productos culturales impiden la emancipación porque en conjunto funcionan como un gran pacificador: no hace falta salir a la calle a hacer la revolución porque los personajes en la pantalla ya nos ofrecen una versión edulcorada de ésta; las glorias del personaje de turno, conseguidas no sin mucho esfuerzo, nos dotan del pundonor suficiente como para seguir soportando nuestra realidad particular día tras día; ni siquiera somos capaces de imaginar que otra sociedad es posible porque constantemente estamos consumiendo la propia tal como es, nos la pueden aderezar con dragones, robots o alienígenas, dotarla de tintes utópicos o incluso distópicos, ubicarla en el pasado o en el futuro, pero es esencialmente casi siempre la misma sociedad.

La alternativa no es que se deje de ir al cine, se deje de consumir productos culturales en general, o siquiera que se deje de consumir merchandising. Tampoco parece sensato pensar que el entretenimiento o la diversión son negativos en sí mismos. En realidad, resulta bastante difícil pensar en una sociedad ideal del postconsumo. Lo que sí resulta necesario es que se consuma con criterio, sin desconectar el cerebro y sin dejarnos engañar por hipócritas corporaciones carentes de escrúpulos cuyo único interés radica en la obtención de ganancias económicas. Lo necesario es que pensemos en términos radicales, más allá de la realidad que nos presentan los productores y, sobre todo, que tengamos siempre presente algo que es fundamental: que las batallas por la igualdad, la no discriminación y la justicia no se luchan en las pantallas, en las salas de cine o en el sofá, sino en los libros, en los tribunales y en las calles.


Referencias

Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, 2002 [1987], Dialectic of Enlightenment: Philosophical Fragments, Stanford University Press.