En uno de sus textos más famosos, Walter Benjamin se preguntaba sobre los cambios que habían empezado a darse en el mundo del arte a partir de la invención de la cámara, y con ella la posibilidad de reproducir las obras. Esto es: de captar sus emanaciones lumínicas en una nueva imagen, idéntica a la original en más de un sentido y fácilmente multiplicable. De tal manera, la obra se despoja de su contextualidad fija y puede trasladarse a miles de contextos diferentes, sin ataduras a su ser material. Con todo, algo queda del pasado sacro de la imagen: eso que Benjamin llama el aura y que no es tanto algo inherente a la obra misma, sino a la manera en que nos han educado a recibirla. La internet no ha hecho sino acentuar lo ya anunciado por el filósofo alemán. Ahora, desde esta misma computadora en la que escribo, puedo encontrar imágenes de altísima calidad de millones de piezas y recorrer sus trazos, sus colores, sus formas, acaso con mucha más calma, cercanía y detenimiento que en un museo. Al mismo tiempo, no dejo de acudir a museos, porque la recepción de la obra en tales contextos me resulta distinta por varios motivos, entre ellos la emoción, culturalmente determinada, de poder contemplar sin más intermediarios que mis anteojos el “original”: el poder del aura, si bien en cierto sentido melancólico, no ha desaparecido.

Los directores de los grandes museos europeos se quejan de que los turistas caminan de sala en sala, casi sin detenerse frente a ninguna obra, más que para tomar fotos y más fotos de dudosa calidad, por las restricciones típicas de las pinacotecas. Acaso no van por las obras en sí, sino por haber estado entre las obras; acaso sus fotos no quieren ser una fiel reproducción del original, sino dejar constancia de su estadía breve frente al aura de la obra, la cual no está ya en lo representado, sino en su mera existencia material (algo que es más una sensación espacial que una derivada de la contemplación). La forma más radical del pasado sacro de la imagen fue el icono, representación de lo divino que se vuelve encarnación, ídolo físico de lo metafísico. Los iconos, típicamente, se guardaban de manera celosa la mayor parte del año, para ser exhibidos solamente durante ciertas festividades. Su contemplación, pues, estaba vinculada con el ritual, y muchas veces con el peregrinaje. La idea del viaje moderno, del viaje por placer, cuya consagración proviene del siglo XIX, copia la dinámica del peregrinaje; es un tipo de peregrinaje, aparentemente secular, pero de igual manera fundado en la veneración. No se busca sólo el esparcimiento, sino, según reza la mitología burguesa, un tipo de revelación. Ese era el propósito de los viajeros europeos decimonónicos que se embarcaban en el Grand Tour para recorrer las grandes mecas de la cultura de su continente, y sigue siendo el propósito de las millones de personas que toman un avión para desplazarse de su hábitat en busca de la belleza. No sólo la del arte, por supuesto: la naturaleza asimismo ha jugado en ello un papel fundamental (aunque más que la naturaleza en sí misma, se trata de un modo de relacionarse con la naturaleza: uno que mucho le debe a la tradición artística, a la manera en que ha formado nuestra sensibilidad, por cierto). 

El turismo, como pilar económico, se sustenta en esa mitología. El capital promueve el aura como un valor central e insustituible del arte, porque de ello depende en parte el precio de la obra en el mercado, pero también porque ayuda a sostener esa actividad económica, cada vez más practicada (y promovida), aun a costa de su fatal impacto ecológico. No es casual que los museos sean parte central de toda guía de viaje, de tanta propaganda turística. Lo que se vende es un modelo empaquetado de experiencia: viajar es confirmar un prejuicio: la experiencia trascendental preconcebida, reservada para las clases más solventes económicamente, y para algunos sectores de la clase trabajadora, si bien mediante el esfuerzo enorme que implica haber ahorrado para hacerlo, gracias a una vida que parece un presente interminable, por rutinaria y por repetitiva. El mercado de las experiencias es el mercado de las excepciones, de lo que rompe momentáneamente la rutina, y por ello dirige tantas veces nuestro deseo. 

De cualquier modo, mitologías aparte, es claro que nuestra recepción y nuestro conocimiento del arte ha cambiado radicalmente desde que su reproducción fotográfica fue posible. Ello ha determinado, por supuesto, algunos caminos del arte contemporáneo, por ejemplo cuando la obra depende de una espacialidad que construye más una experiencia vivencial que una obra tangible —algo casi arquitectónico, y por ende menos reproducible que la pintura—. Hay, por lo tanto, que estar allí para recibirla en plenitud, para vivirla (algo que coincide con la mercantilización de la experiencia, por supuesto, aunque no se reduce a ello). 

La relativa desacralización del arte ha dejado, pues, algunos huecos ideológicos que han encontrado otras maneras de llenarse. Un ejemplo radical es la comida. Hay un género de pintura muy conocido, cuyo desarrollo coincide con el ascenso de la burguesía como clase empoderada: la naturaleza muerta. El género, de importancia crucial en la historia del arte por distintos motivos, tuvo dos desarrollos divergentes: por un lado, está su alianza con el género de la vanitas, en tanto muestra de que los bienes materiales son perecederos e intrascendentes, según una moral con el ojo puesto en la vida ultraterrena; por el otro, la representación detallada (y a veces exuberante) de la comida era un símbolo más de la riqueza de las clases dominantes. Por ello, su lugar de exhibición solía ser doméstico: duplica la bonanza de la casa burguesa, la hace símbolo. La naturaleza muerta, en esta segunda vertiente, es el antepasado de la fotografía de alimentos, y cumple más o menos la misma función: ser la consagración de una ideología. No es casual que la publicidad, heredera de algunos valores anteriormente transmitidos por el arte (y de muchos de sus procedimientos), haga uso tan frecuente de esas imágenes gloriosas para alentar el consumo. 

Pero el mercado de la experiencia ha promovido también otros usos nuevos de la comida. Me refiero, por ejemplo, a la cocina de autor. Sucesora de los jefes de cocina en los grandes palacios de la nobleza europea, la figura del chef sigue entreteniendo el gusto de los ricos y poderosos. Y lo logra convirtiendo a los ingredientes en algo más, que sólo él (se nos dice) puede lograr. No es casual, en ese sentido, que la presentación estética de los platos se esmere tanto en incorporar varios de los ingredientes tan sólo como manchas de colores, brochazos de puré, pinceladas de emulsiones, cuya visión nos dice poco de su sabor, pero que está ya componiendo una obra

La cocina es un saber comunitario, un rumor que se comparte. Es algo que, hasta hace muy poco, no estaba sometido a las dinámicas patriarcales de la autoría o del genio, copiadas de las disciplinas artísticas. Algo que se sustenta en el anonimato, y en la felicidad de replicar, si bien con nuestro propio sello, aquello que hemos probado fuera de nuestra casa. Tal es el sentido de las recetas, que permiten un vínculo vivo con nuestra comunidad y nuestra historia. Pocas cosas me gustan tanto como que alguien me pregunte, en el súper o en la recaudería, cómo preparo tal o cual cosa. Pocas cosas me hacen sentir tan rodeado de mi herencia como esa sopa de ajo que hacía mi abuela y que mi madre me enseñó a preparar hace poco. Pocas cosas gozo tanto como cocinar para otros, y contarles, si les gustó, cómo lo hice, para que puedan llevarse la receta como un regalo más. 

Como disfruto mucho cocinar, disfruto, también, ver programas de cocina. Por ejemplo, Chef’s Table. He visto todas las temporadas, y hay muchas cosas de la serie que me parecen fascinantes. No dejo, con todo, de recibirla con cierto escepticismo. Por ese retrato del cocinero como artista; por esa insistencia en la demarcación individual del genio; por su atención en el virtuosismo (no es casual, por ejemplo, el soundtrack elegido para la introducción, aliado con esa edición vertiginosa del movimiento); por esa propaganda de las mitologías neoliberales (es sintomático que casi todas las historias son de éxito, derivaciones culinarias del american dream, aun entre las figuras más marginales allí representadas); por el constante enrarecimiento de la comida, para hacerla menos reproducible, menos comunitaria, y sostener con ello esa otra mitología: la de la técnica superior y difícilmente asequible, que quiere en parte justificar los exorbitantes precios de tantos restaurantes. 

Desde hace tiempo vengo madurando una idea, esa que gravita alrededor de este texto desde el inicio: ante la paulatina desacralización del arte, ante la devaluación tecnológica de los grandes centros del poder estético, el aura, en tanto reducto ideológico, ha buscado otras maneras de permanecer viva. De ahí que la cocina de autor, entendida como arte, promueva un nuevo tipo de peregrinaje, en pos de esa obra, sólo transmisible en su apariencia, pero nunca en su punto más neurálgico —el olor, el sabor—. De ahí, también, la necesidad de presentar esa obra con una producción visual cada vez más elaborada, y menos apegada a su origen material. A diferencia de las naturalezas muertas, de la publicidad de los supermercados y productos de abarrotes, los platillos de los chefs más prestigiosos hoy en día suelen seguir el mismo modelo: la emancipación de sus humildes materias primas, para lograr un destello visual, equiparable al del arte abstracto. Es eso: hacer arte abstracto con lo más concreto: lo preparado para la deglución. Ello cumple determinadas funciones en una época en que la imagen tiene un papel fundamental en la socialización de toda experiencia: es la imagen (la de Instagram; la de Chef´s Table) la glorificación y la propaganda de esa comida inalcanzable, reservada tan sólo para unos cuantos (como el arte antes de su reproductibilidad técnica). La comida, así, se convierte en un medio para acentuar la exclusión, no un vehículo para compartir(nos). 

Debido a todas esas características, la comida de autor resulta, secretamente (como alguna vez dijo Eagleton sobre cierta teoría del poema), una versión del Estado bien ordenado: nada sobra, nada falta; todo está regido de manera impecable por la mano experta del chef y de su equipo. De ahí la indignación autoritaria de Enrique Olvera porque sus clientes le piden limoncitos y chiles toreados. Sería como grafitear la Mona Lisa. 

Lo más paradójico de todo es que muchos chefs (el mismo Enrique Olvera, Elena Reygadas o Jorge Vallejo, entre los más sobresalientes de nuestro país) se asuman, y presuman, tantas veces como activistas. Su agencia se centra en la protección de los ecosistemas y la lucha contra el cambio climático y la agricultura a lo Monsanto (transgénica, insecticida, depredadora), en parte porque el atentado contra la biodiversidad, dicen, es un atentado contra la oferta de ingredientes (y más de esos ingredientes raros, a los que son tan adeptos). Elena Reygadas, por ejemplo, tiene una aparición estelar en Pan y circo, la serie escrita y conducida por Diego Luna, justo en el episodio sobre el cambio climático. Algo curioso de la serie es el uso de la comida como símbolo. En esa hermenéutica digestiva, Reygadas sirvió helado de postre, porque su transitoriedad emula la de los polos, cada vez en mayor peligro de desaparición. El problema que veo en ese gesto resume el problema que veo en la serie (y el problema, creo, de ese tipo de activismos): todo se vuelve un simulacro, lleno de gestos bienintencionados, ética y estéticamente llamativos, que sin embargo no alcanzan a cuestionar el fondo de los problemas. De tal suerte, la discusión se torna estéril, pues da vueltas sobre sí misma y ofrece, una y otra vez, las mismas lecciones preconcebidas, pero difícilmente pone el dedo en la llaga o formula propuestas. ¿Es posible un activismo que se juegue en las mesas de los restaurantes más caros del mundo? ¿Su defensa del ambiente es tal, o acaba siendo la defensa de un estilo de vida? ¿Su elección por los ingredientes más raros de México es genuinamente parte de ese activismo, o es más bien una forma de demarcar sus propuestas gastronómicas de la comida tradicional?

La serie Pan y circo tiene momentos vergonzosos, como la aparición de Osorio Chong, y algunos momentos rescatables, sobre todo por la participación de ciertos invitados. La premisa, sin embargo, deja mucho que desear. La comida nos une, es cierto. Pero esa comida, no. No en tanto sociedad. En cambio, marca un límite, y continúa la glorificación de un tipo de cocina que, a pesar de fundamentarse en ingredientes locales, es profundamente colonizadora. ¿No es la empresa de esos grandes chefs “elevar” la comida mexicana al más alto nivel internacional? ¿No es su manera de hacerlo alterar sus procedimientos tradicionales, mediante la imposición de una técnica “correcta”, pretendidamente “supra étnica”, pero que en realidad es eminentemente europea? 

En el fondo, el activismo de los chefs se reduce, pues, a gestos. Gestos enaltecidos por un sistema que los coloca en el pedestal del genio. Gestos que no cuestionan nuestras prácticas de consumo, sino que crean su propio mercado, más respetuoso del capitalismo que del medio ambiente. Gestos que los validan éticamente para, escudados en el comercio justo y los productos orgánicos, cobrar más de la cuenta. 

Al final, sin embargo, el helado no se derrite si nos lo comemos rápido.