En vez de empantanarnos en la discusión sobre los orígenes de Xóchitl Gálvez, y para no perdernos en los misteriosos caminos de la autoadscripción, resulta más productivo revisar su gestión como directora de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).

Xóchitl llegó a la CDI en el momento en que se aprobó el mecanismo que permitiría reemplazar al viejo Instituto Nacional Indigenista (INI) por un organismo democrático y moderno, acorde a los tiempos de la transición. El eje del cambio del INI a la CDI fue la creación del Consejo Consultivo (CC) que, por ley, era el órgano encargado de “entablar un diálogo constructivo entre los pueblos indígenas y la sociedad”.

El Consejo Consultivo era enorme: 140 representantes de los pueblos indígenas, siete consejeros académicos, 12 de organizaciones sociales, siete de las comisiones de asuntos indígenas de la Cámara y el Senado y 32 representantes de los gobiernos estatales. Desde su creación, la integración del CC fue un problema administrativo y político, porque para la CDI resultaba muy difícil determinar quiénes eran esos 140 representantes.

En teoría, el tema de la representación se podía solucionar cuando se aprobara la reforma para incorporar los Acuerdos de San Andrés y los pueblos se convirtieran en sujetos de derecho, cuestión que era imposible, porque los Acuerdos eran rechazados por toda la clase política: desde Cuauhtémoc Cárdenas hasta Diego Fernández de Cevallos. Y aunque Fox decía respaldar la iniciativa y se apoyaba en Luis H. Álvarez y en algunos miembros de la antigua Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa), en la práctica no tenía ni fuerza ni voluntad para impulsar una reforma constitucional.

El Consejo Consultivo despertó cierto entusiasmo, porque parecía reproducir el espíritu del IFE y de los “órganos ciudadanos” que proliferaron durante el foxismo, pero en realidad, Xóchitl y Fox lo utilizaron para otros objetivos: aislar políticamente al EZLN, cooptar organizaciones y líderes indígenas y aminorar la resistencia contra los proyectos que venían de la mano del Plan Puebla-Panamá.

Es una historia más bien triste, porque hubo una enorme cantidad de líderes que pasaron del Consejo Consultivo a tener un papel gris en los partidos o que terminaron convertidos en expertos en “bajar recursos”, casi siempre distanciados o enfrentados con sus comunidades. En el medio, los territorios indígenas empezaron a ver la proliferación de concesiones mineras y de agua, el crecimiento de parques eólicos y un despojo generalizado de tierras de la mano de caciques, gobernadores, empresas y grupos criminales, sin que la titular de la CDI o su Consejo Consultivo hicieran las recomendaciones facultadas por la ley que regía a la Comisión.

La inoperancia y el carácter subordinado y clientelar del Consejo Consultivo quedó demostrado cuando San Salvador Atenco y otros pueblos afectados por el primer proyecto del aeropuerto de Texcoco reclamaban ser reconocidos como pueblos originarios y obtener el derecho a los mecanismos de consulta del Convenio 169 de la OIT. Aunque se hicieron peritajes que proporcionaban evidencia de que Atenco y otros pueblos afectados eran comunidades que existían desde la época prehispánica, el gobierno de Fox se negó de manera sistemática a reconocerlos como indígenas.

Xóchitl Gálvez les negó a otros el derecho a la autoadscripción y al reconocimiento que reclama para sí misma. En definitiva, los pueblos de Atenco y sus alrededores fueron sometidos —con la complicidad de la CDI— al indigenómetro.

En 2005, cuando los no-indígenas del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra fueron reprimidos por el gobernador Enrique Peña Nieto (dos asesinados, 31 mujeres violadas, más de 200 detenidos y un número indeterminado de heridos), ni Xóchitl ni la CDI se pronunciaron, como tampoco lo hicieron cuando la policía federal reprimió a los pueblos de Oaxaca durante la insurrección de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), otro episodio largamente aplaudido por los partidos que hoy forman el frente opositor.

La gestión de Xóchitl es una muestra de cómo funcionó la transición: se crearon órganos con una nueva burocracia y se estableció un barroco entramado de comisiones, representaciones y procedimientos que, teóricamente, debían inhibir los excesos del presidencialismo y abrir las instituciones a la participación ciudadana. En los hechos, lo que sucedió es que se renovaron formas clientelares para adaptarlas a un marco pluripartidista, se transfirió el uso de la violencia y los mecanismos represivos a los gobernadores y se establecieron límites muy claros a la democracia: el Estado de derecho termina donde empieza la inversión privada.

Frente a la autoadscripción no hay mucho qué decir. Ni la 4T, ni El Fisgón ni los antropólogos tienen legitimidad para determinar quién es indígena o no. Autoadscribirse como indígena es casi un derecho individual, parecido al que se tiene a declararse católico o evangélico, heterosexual o gay u optar por cualquier otro rasgo individual.

Lo que sí es importante es entender cómo se utiliza esa autoadscripción y qué efectos tiene sobre la vida pública. En el caso de Xóchitl Gálvez resulta claro que la autodefinición no se aleja mucho del mecanismo indigenista tradicional que identifica la filiación étnica con una propiedad individual. En la tradición indigenista, lo que determina quién es indígena o mestizo son (casi siempre) actitudes culturales del individuo: si habla español o no, si se viste de cierta forma o de otra, si su casa tiene tales o cuales características, etcétera.

Y aquí es donde nuestros mecanismos de definición resultan extraños y chocantes para esos pueblos que nosotros categorizamos como indígenas, porque para ellos, la adscripción suele ser un asunto colectivo: se es miembro de un pueblo específico porque se tiene un cargo, se participa en la asamblea, en el tequio y otras prácticas que sólo pueden hacerse en comunidad. Y eso es lo que el Estado mexicano, incluyendo a la 4T, no quiere reconocer o sólo quiere hacerlo de manera discrecional.

En todo caso, si algo debemos reconocerle a Xóchitl Gálvez y al indigenismo foxista es que lograron lo que parecía imposible: que reconocerse como indígena se convirtiera en un privilegio que se otorga a unos y se niega a otros.


Imagen de cabecera: EneasMx, vía Wikimedia Commons.