Eran mediados de los años 80 —la Guerra Fría se había puesto fea otra vez— cuando, entre curioso y picoso, le preguntaba a mi abuelo si sabía qué era eso del comunismo. Él, serio y adusto como era, me respondía que el comunismo era una cosa muy mala que venía de Rusia. Hoy día pasa algo similar con el populismo. Hagan la prueba. Es verdad que algo ha cambiado: el peligro ya no proviene de la fría estepa rusa, sino de las paradisíacas playas venezolanas, lo cual viene a demostrar claramente que el progreso humano existe, incluso en actividades tan escabrosas como identificar al enemigo.

Esta pequeña anécdota familiar es más importante de lo que pudiera parecer a simple vista. Uno de los lugares comunes en los trabajos que abordan el tema del populismo es comenzar señalando la dificultad de referir el concepto a una experiencia histórica determinada. Esta fugacidad del término tiene que ver en parte con el hecho de que, no sólo se trata de una noción que los intelectuales han construido para entender la realidad —como, por ejemplo, el concepto de átomo—, sino de una categoría que usan los agentes en el fragor del conflicto político para denotar al adversario. Ya saben, el problema eterno de las ciencias humanas: mientras que el electrón no se clasifica a sí mismo, las personas tenemos esa sempiterna costumbre que lo hace todo un poco más abigarrado, confuso y apasionante. Por este motivo, creo que una forma útil de acercarse al problema no es partir de una definición a priori de populismo y ver si el caso en cuestión encaja, sino abordarlo desde los usos que se hacen del término en un contexto político determinado.

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Que la presidencia de Obrador y la 4T deben situarse a este lado (malo) de la frontera en el que se sitúan los gobiernos populistas, constituye un mantra en la vida pública mexicana que se despliega en tres niveles discursivos. El primero, retoma la venerable senda de mi abuelo y hace un uso visceral del significante que activa un imaginario plagado de emociones e ideas perversas: represión, escasez, autoritarismo. Aquí, aquello que me enseñó en una ocasión un anciano, vaso en mano, en una taberna del centro de Cádiz mientras se apoyaba con dificultad en la barra —“Alejandro, la vida es un matiz”— no tiene cabida alguna. El segundo de los usos viene a identificar el populismo con la demagogia. Sin haber leído a Tucídides, ni saber qué era la parresía, algo del mundo clásico se barrunta cuando se dice que el líder populista se caracteriza por prometer todo lo que el pueblo quiere oír y que “de las rocas brotará leche y miel» a cambio, eso sí, de alcanzar y conservar el poder. Perversiones de la democracia, lo llaman. Este tipo de uso abunda en las columnas de opinión de ciertos fast thinkers, preocupados fundamentalmente por las posibles políticas izquierdistas y de redistribución que pudiera llevar a cabo el susodicho gobierno “populista”: el “dinero”, ya se sabe, no sólo es cobarde, sino que entiende que hay una única forma de producir riqueza. Lo demás no es más que una irresponsabilidad y una inmoralidad. El tercer uso es el que más me interesa. Lo podemos encontrar en revistas de difusión, más o menos especializadas, en el discurso académico y entre buena parte de la intelectualidad mexicana. La forma de proceder es destacar los rasgos del populismo en tanto que, podríamos decir, “tipo ideal”, comparar varias experiencias históricas y concluir que, sin duda, la 4T constituye un caso dentro de la familia de los populismos latinoamericanos. Algunos de estos autores incluso han acometido la hercúlea labor de leer a Ernesto Laclau para, tras sobrevivir sin daño aparente a la empresa, hacernos partícipes de su conclusión: el hecho de que Obrador y su régimen pertenezcan a tan pernicioso club no se debe a ningún rasgo programático de Morena ni a ningún contenido específico de la gestión del tabasqueño, sino a una forma de hacer política que supone  —Laclau y Mouffe dirían lo contrario— una progresiva erosión de los procedimientos democráticos.

De los diferentes rasgos del populismo que este tipo de literatura destaca, me voy a centrar en tres. En primer lugar, el tema del liderazgo. Una característica de los regímenes populistas es el personalismo, la entronación carismática de la figura de un guía que logra simbolizar en su persona —en su propio cuerpo, dirían algunos— el conjunto de demandas populares que no han encontrado satisfacción en el diseño institucional. Cuando el líder llega al poder, el efecto más pernicioso es un excesivo fortalecimiento del poder ejecutivo en detrimento del resto de los poderes del Estado. La tendencia hacia el autoritarismo es inherente a estos liderazgos fuertes propios de la política populista. La figura de Obrador entraría de lleno en esta caracterización. En segundo lugar, se acusa al populismo de crear antagonismos inexistentes en el seno de la ciudadanía, con el único objetivo de cohesionar a los suyos en torno a la figura del líder. El “neoliberalismo”, “la mafia del poder” o “los fifís” cumplirían esta función en el gobierno de Obrador. En tercer lugar, resultado de todo lo anterior, dado que el líder es la personificación de esas demandas que el diseño institucional no sabe o no quiere satisfacer, se requiere una comunicación directa entre su figura y el pueblo, sin la mediación de todos esos órganos institucionales o agentes sociales que puedan entorpecerla. Las conferencias mañaneras, la reducción de las partidas destinadas a organizaciones sociales o los permanentes referéndum cumplirían esta función.

Frente a este triple entramado discursivo, que con más o menos rigor sitúa a la 4T entre las filas del populismo, el obradorismo ha actuado de dos maneras. La primera ha sido la de asumir el epíteto para darle la vuelta a la carga negativa que comunmente se le imputa. Recuerden aquello de: “si ser honesto y apoyar a los pobres, es ser populista, que me apunten en la lista”. Evidentemente, esta estrategia no tiene mucho recorrido, puesto que subvertir las connotaciones negativas el término resulta sumamente complicado bajo el régimen discursivo dominante en nuestras sociedades. Que Obrador acusara a Ricardo Anaya de populista por prometer bajar el precio de gasolina (segundo uso del término populista al que me he referido más arriba), confirma este último punto. La segunda estrategia consiste en generar un discurso que permita autopercibirse y presentarse en un lugar ajeno al campo populista. Llamémoslo, siguiendo a algunos intelectuales del obradorismo, republicano. Es cierto que, como en el caso del populismo, el término republicano está cargado de polisemia y admite usos diversos. Ser “republicano” en España o en Estados Unidos no quiere decir lo mismo. En México, el término no ha sido tan disputado como en otras latitudes. En ocasiones, Obrador se define a sí mismo como “liberal”, en un claro intento por situarse frente a los “conservadores”, lo que evoca el conflicto que dio forma al siglo XIX mexicano. Es ese “republicanismo liberal”, al que me referiré en adelante.

Foto: David Agren, se reproduce con licencia CC.

En efecto, esta línea argumentativa del obradorismo aspira a identificar al propio Obrador con un republicano ejemplar (un Juárez redivivo) y al republicanismo con una forma de hacer política que hunde sus raíces en la historia mexicana y que, a la vez, supone la superación de la crisis por la que atraviesa el país. Algunos de los rasgos distintivos serían los siguientes. El fortalecimiento del Estado mediante una regeneración de las instituciones que implique la austeridad en el gasto y la erradicación de la corrupción. Relacionado con esto, una moralización de la vida pública a partir de la implantación de valores cívicos a todos los niveles, especialmente a través de la educación. Una subordinación de las políticas públicas al bien común, por encima de los intereses privados y oligárquicos. Y, finalmente, una plena y permanente disposición de las magistraturas —empezando por la propia presidencia— a las demandas y al escrutinio público.

Si estoy en lo cierto y ambas lecturas tienen un sentido práctico, el objetivo que persiguen es decir lo que hace el adversario situándolo (y situándose) en un campo discursivo que remite a determinados valores y emociones: el primero, desde el lenguaje del liberalismo, describe lo que escapa a su lógica con el término “populista” y le imputa toda la carga negativa que el término conlleva; el segundo, como acabo de señalar, define su acción desde el marco de un republicanismo cívico que encontró en la reforma juarista su máximo apogeo y esplendor, situando al oponente entre los enemigos de esta reforma. Ahora, ¿cuáles son los límites de estos regímenes discursivos?

En el primer caso, rasgo que para bien y para mal define la lógica liberal, el individuo constituye el principio y fin de la dinámica social. De esta forma, parece como si Obrador hubiera caído sobre la presidencia como lo hace un rayo de un cielo sereno y despejado y que la coyuntura populista que se le imputa fuera el mero resultado de un plan conscientemente elaborado. En otras palabras, el discurso liberal olvida las coacciones estructurales que constriñen los actos humanos, olvida los procesos de larga duración que podrían dotar de sentido a sus enunciados, olvida en definitiva la historia. Por ejemplo, sería necesario relacionar la imputación de personalismo con dos dinámicas en las que el obradorismo está inmerso, pero que existen independientemente sin su concurso. Una es la forma en la que todos los partidos políticos del siglo XXI están convirtiéndose en máquinas plebiscitarias de liderazgos fuertes, aunténticas trituradoras de vocaciones políticas en el sentido en el que Max Weber describía el “oficio del político”. Otra, el presidencialismo mexicano, que si bien ha sido atenuado a través de varias reformas, continúa dotando a la presidencia de un poder inmenso, no sólo en relación con los otros poderes del Estado, sino en la distribución de las retribuciones que (de nuevo Weber) constituyen la moneda de cambio en la carrera profesional de un político: los cargos y las partidas. Como decía Lenin, refiriéndose a los populistas rusos, acusar a Obrador, y no al sistema en el que opera, es querer “acabar con el zar y no con el zarismo”. En una línea similar, ¿hasta dónde es artificial el antagonismo del que se acusa al obradorismo? ¿acaso podemos hacer tabula rasa de las infinitas demandas de justicia y reparación, del profundo sentido de indignación, que aupó al tabasqueño a la presidencia? ¿no tienen su raíz en conflictos de larga duración de la historia mexicana? Si estos antagonismos no fueran —como decían los escolásticos— con fundamento in re, se tratarían de una auténtica alucinación colectiva, un magistral truco mágico de propiedades holísticas. Cuesta creerlo, y más supongo, para un liberal. Finalmente, para comprender el tipo de relación directa y emotiva que, se acusa, establece Obrador con el sujeto al que interpela, “el pueblo”, habría que preguntarse por el tipo de cultura política en la que se forjó el presidente y su equipo y comprender que, lejos de ser un elemento extraño, este comportamiento hunde sus raíces en el nacionalismo revolucionario mexicano y en el cristianismo de la “opción preferencial por los pobres”, tal y como nos mostró Adela Cedillo en una excelente columna de nuestra revista.

Los límites del discurso republicano apuntan a mi juicio a su carácter oficial, a la forma idílica y encantada bajo la que se concibe y presenta. Esta idealización impide hacerse cargo de las fronteras porosas del republicanismo y las formas en las que se “contamina” de populismo. El problema es que en el altar del mito se sacrifica la contingencia, poco más poco menos diría Nietszche. A sabiendas o por desconocimiento, el discurso oficial escamotea un juicio responsable sobre las potencialidades y los peligros de esta inestable relación entre populismo y republicanismo. Por ejemplo, cabría preguntarse hasta qué punto es posible un genuino republicanismo sin elementos populistas, como los que hemos discutido más arriba. Cada vez son más las voces que reclaman que, antes que un corrector de los excesos del populismo, el republicanismo necesita fecundarse del elemento popular para dotarse de vida: la irrupción de lo popular en la política constituiría la forma recurrente a través de la cual se evita la oligarquización de la república. El populismo está armado para entender no sólo estas irrupciones sino la relación consecuente que se establece entre liderazgo e impugnación plebeya. Por otro lado, el propio Maquiavelo entendía el antagonismo como un elemento que no sólo es esencial a la vida política de la ciudad, sino que expresa la libertad que le es propia. Finalmente, la revocación de mandato y la vigilancia permanente de las magistraturas por parte de las asambleas populares engarzan con la aspiración populista a mantener canales abiertos y directos entre el liderazgo y la ciudadanía.

Para la oficialidad, reconocer estas potencialidades resultaría en todo caso más sencillo que hacerse cargo de los peligros que la tensión entre republicanismo y populismo supone para los principios republicanos que dice sostener. Por ejemplo, cuando se habla del fortalecimiento del Estado, ¿de qué instituciones en concreto se está hablando? ¿Serán aquellas que redundan en el principio del liderazgo ejecutivo sin los contrapesos, no ya de otros poderes del Estado, sino de una ciudadanía participativa, deliberativa y autónoma, tal y como aspira el ideal republicano? ¿No es la austeridad un arma política que puede ser usada para alterar el circuito de retribuciones, reforzar la autoridad del princeps y debilitar la autonomía plebeya y la libre circulación de demandas populares? Por otro lado, la moralización de la vida cívica corre el peligro, desde una cultura política de raigambre religiosa como es la del obradorismo, de entender el conflicto político en términos escatológicos, como una gigantomaquia de formato wagneriano entre buenos y malos. Este déficit de laicismo, algo a mi entender que opera en dirección opuesta al civismo republicano, predispone a un antagonismo de distinto signo a aquel que Maquiavelo consideraba saludable y necesario para la vida de la república. Porque este antagonismo de tintes religiosos es el que contempla enfrente no al adversario político, sino al enemigo, matización que la propia Chantal Mouffe ha introducido en su análisis del populismo para evitar ciertas veleidades schmittianas de peligrosas consecuencias identitarias. Y es que, a diferencia del adversario, el enemigo es el que queda permanentemente fuera de la comunidad, aunque pueda habitar dentro, como un parásito, impidiendo su realización utópica. En el fondo de esta escatología, lo que late es un telos trascendente que cree posible superar el antagonismo en algún futuro (the second coming), negando en consecuencia la “disputabilidad” —en palabras de Philip Pettit— como condición inherente e insuperable de la polis. Esta concepción teológica del agonismo político pone en peligro esa forma encarnada y situada de universalismo que es el bien común, principio republicano irrenunciable que el propio obradorismo acertó a expresar con aquel: “por el bien de todos, primero los pobres”. Y finalmente, la apertura de canales directos entre el ejecutivo y la ciudadanía, pensados en clave republicana como una exposición de las magistraturas al escrutinio público, puede de mil maneras posibles acabar convirtiéndose en ceremoniales de autobombo que, con más pena que gloria, redunden únicamente en el enaltecimiento del liderazgo y de la lógica amigo-enemigo.

La política es una actividad humana, de la que ni los animales ni los dioses requieren. La contingencia y las tensiones que dan forma a toda configuración política conviven con las pulsiones que nos hacen humanos. Pensar el asunto en estos términos permite apreciar la potencia y los peligros, los costes y las responsabilidades. Y con ello: la vigilancia externa y el gobierno de sí, consustanciales al ejercicio del poder … “porque —como decía E.P. Thompson— la tentación de Bondad es demasiado grande para resistirla”. Quizás no nos vendría mal que antes de saltar al ruedo de “las mañaneras” alguien, un filósofo estoico para más señas, le recordara al presidente aquello que un esclavo le repetía una y otra vez a los generales que desfilaban por las calles de Roma tras sus victorias militares: “mira tras de ti, recuerda que sólo eres un hombre”.