John Wilson, creador (2020-2023). How To with John Wilson. HBO.


El gran cronista estadounidense Joseph Mitchell (1908-1996) cuenta una historia fabulosa ocurrida en la década de los 40 del siglo pasado en su libro El secreto de Joe Gould (Anagrama, 2000): un personaje de Nueva York, habitual conocido de la élite intelectual de la ciudad, afirmaba estar escribiendo una obra magna, Historia oral de nuestro tiempo, que recogía conversaciones con cientos, acaso miles, de neoyorquinos. El autor de esta empresa —Joe Gould— tenía interés en la gente común y corriente. Afirmaba, también, que su libro casi interminable sólo podría compararse con las gestas de los grandes historiadores romanos. La obra resultó ser la fantasía de un hombre que vivía en la indigencia, a pesar de pertenecer a una familia de clase rica. Gould vivía para ese libro imaginario que capturaba la esencia de una época.

El cineasta John Wilson (1986), creador de la docuserie How To with John Wilson, es menos ambicioso que Joe Gould, pero comparte su interés por los detalles en apariencia insignificantes de Nueva York, sus personajes casi anónimos y, por supuesto, la técnica de fundir al autor con su obra. La docuserie llega en estos días a su tercera y última temporada, pues HBO decidió no renovarla. Cada uno de los capítulos es una exploración de la ciudad capitalista por antonomasia y, además, de la construcción de un personaje que apenas muestra su identidad en la cámara. En cada pasaje —presentado como una suerte de manual de instrucciones—, Wilson experimenta con la reflexión y la crónica. Es, en todo momento, un turista en su propia ciudad, al estilo del flâneur de Baudelaire, un sujeto capaz de abstraerse de la cotidianidad urbana para mirar su entorno como un extraño. De esta manera, puede recomendarnos cómo encontrar un baño público en Nueva York; preservar un mueble nuevo envolviéndolo en plástico o cómo entrar y socializar en un partido de beisbol.  

Si Woody Allen muestra, al inicio de su célebre filme Manhattan, el despertar de la gran ciudad en blanco y negro acompañado por Rhapsody in Blue de George Gershwin, John Wilson abre cada capítulo de su docuserie con tomas de Nueva York que no aparecen en las guías de turistas. Gracias a esta mirada sin filtro podemos saber que la ciudad está llena de andamios para evitar que pedazos de mampostería o cualquier otro objeto de los edificios siempre en reconstrucción o ampliación golpeen a los transeúntes. También, en muchas escenas —una especie de leitmotiv del director—, encontramos el Nueva York escatológico: excrementos, basura apilada, ratas muertas y aplastadas. La honestidad, por así llamarla, de las imágenes está alineada a la filosofía de Wilson: la resignación estoica ante las calamidades de una urbe enloquecida —emblema del capitalismo— no impide que nos maravillemos con pequeños descubrimientos que reten nuestros estándares de belleza.

Nueva York —y aquí podemos hacer otra relación con Gould y su intención de aproximarse a los historiadores antiguos— es la Roma de nuestra época, capital de un imperio trasnacional aunque tambaleante y en crisis perpetua. Los habitantes que muestra John Wilson representan muy bien la locura de Nueva York que es la de nuestros tiempos: una organización que cree que la realidad sufre pequeñas alteraciones que “borran” sucesos del pasado para reemplazarlos por versiones diferentes (el llamado Efecto Mandela); una convención de empresas que hacen convenciones; granjeros que dedican grandes esfuerzos para cosechar calabazas gigantes y ser campeones en un concurso; un grupo que hace activismo para que se elimine la cirugía de prepucio en los niños. Si el Nueva York en la cinematografía hollywoodense parece seguir una narrativa siempre estable —incluso en las películas distópicas la ciudad siempre aspira a un nuevo amanecer— en la visión sin intermediarios de Wilson comprendemos que sus habitantes más numerosos viven en una locura perpetua, ocupando pequeños departamentos mientras la dinámica de la ciudad los lleva al límite. A pesar de esto —una de las mayores virtudes de la docuserie, por cierto—, el cronista siempre tiene una mirada empática hacia ellos, pues, de alguna forma, comparte sus mismos dilemas: buscar estacionamiento en las calles atestadas; encontrar alguien para socializar; luchar por un espacio común mientras las autoridades y el poder empresarial desaparecen los sitios públicos gracias a la “arquitectura hostil”, una estrategia para expulsar a las personas indeseables de una sociedad volcada hacia la lógica del capital.

El ser humano siempre ha sido tentado por la idea de la posteridad representada por los grandes monumentos y los proyectos faraónicos. Sin embargo, si debe sobrevivir algo de nosotros, debería ser la historia de las personas comunes que moldearon nuestra época y que tuvieron que lidiar con interminables contradicciones. John Wilson las documenta en un intento por explicarse a sí mismo y la realidad en la que vive. En una de las escenas más memorables de la docuserie, el explorador se encuentra a un par de hombres que viven en remolques y que, como muchos olvidados, no tienen acceso a los servicios básicos como recolección de basura y alcantarillado. Con un tono de orgullo, afirman que la gente que habita los suburbios privilegiados no sabría qué hacer en caso de un desastre. Ellos, por el contrario, podrán sobrevivir en el colapso, pues ya viven en él. Vistos a la distancia de los años, acaso de los siglos, los personajes que supo mirar a través de su cámara John Wilson hablarán más que aquéllos que atraen los reflectores en nuestros días.