Hubo un tiempo, durante las turbulentas décadas del México revolucionario y posrevolucionario, en que tendencias de variada índole se enfrentaron en distintos planos: intelectual, militar, artístico, político… Esta lucha encarnizada tenía el objetivo superior de refundar el país. La nueva identidad nacional estaba en juego.

El elemento en común de estas corrientes eran los sujetos alrededor de los cuales se configuraban: el obrero y el campesino; en otras palabras, las masas trabajadoras. Este hecho no era fortuito: fueron las masas las que llevaron a cabo la gesta revolucionaria y fueron sus demandas las que dieron forma a las aspiraciones sociales del Estado que resultó de la contienda.

Dentro de este marco, el profesor de historia y estudios latinoamericanos de la Universidad de Puget Sound, John Lear, analiza en Imaginar el proletariado: Artistas y trabajadores en el México revolucionario, 1908-1940 (2019) las manifestaciones artísticas que tomaron como sujetos de representación a las y los trabajadores de su época.

El libro comienza su recorrido en el Porfiriato tardío, cuando las obras de Saturnino Herrán y Guadalupe Posada empiezan a retratar la cultura popular. Sin contar con una verdadera conciencia de clase, y haciendo alguna que otra concesión al régimen porfirista, las impresiones pictóricas de estos artistas lograron plasmar la vida cotidiana de los obreros, y en el caso de Posadas, adquirieron tonos de denuncia contra las injusticias que sufrían.

Más adelante, se aborda el arte producido durante los conflictos armados de la Revolución, donde los obreros industriales tomaron un papel menor y los campesinos fueron los protagonistas. En esta época destaca la figura del Dr. Atl, que después de vivir un tiempo en Europa regresó a México en 1914, trayendo consigo las ideas de la vanguardia artística europea. Este artista plástico asumió el papel de intermediario entre artistas, líderes revolucionarios y organizaciones obreras, e instó a los artistas a adquirir un compromiso político y no considerarse parte de una élite educada, sino verse al nivel de las masas como artistas-trabajadores.

Para la época posrevolucionaria, las transformaciones del país aumentaron el número de empleados industriales y burocráticos. Las líneas de tren, las instalaciones eléctricas, las compañías petroleras, las maquiladoras y oficinas, fueron conformando poco a poco una clase social moderna. Este hecho fundó un nuevo terreno de lucha, paralelo a los movimientos de trabajadores que se estaban gestando en Europa. El siguiente par de capítulos del libro se enfoca, precisamente, en la lucha entre dos esferas de acción, la roja y la amarilla, que peleaban entre sí por ser los representantes del proletariado mexicano en la década de los años veinte. En la vertiente roja confluían organizaciones con tendencias anarquistas, sindicalistas y comunistas. La corriente amarilla estaba regida por la Confederación Regional Obrera Mexicana, la CROM, la cual buscaba crear una armonía entre “capital y trabajo”, es decir, entre los propietarios de empresas y los trabajadores.

A pesar de que en el polo rojo existieron matices ideológicos entre los distintos grupos, todos coincidían en el uso del trabajador mestizo vestido de overol como protagonista pictórico. A su vez, utilizaron formas artísticas populares como el corrido y el grabado, temas de iconografía cristiana y misticismo indígena, y un tono sátiro, confrontativo y antiimperialista. Esta tendencia agrupó al movimiento muralista, el estridentismo, las fotografías y fotomontajes de Tina Modotti y diversas publicaciones como la revista veracruzana Horizonte y el periódico-mural El Machete.

En contraste, la Revista CROM, financiada con fondos estatales, trataba de inculcar en los trabajadores la cultura de la naciente clase media mexicana, incluyendo notas sobre actividades de ocio, moda y farándula, además de contener anuncios publicitarios de maquillaje, electrodomésticos, cerveza, cigarros, trajes, etc. Abrevaba de la estética del art noveau y el art deco y, a pesar de utilizar un discurso nacionalista, los rasgos de los trabajadores que retrataba en sus páginas estaban fuertemente europeizados.

A continuación, se abordan las expresiones artísticas durante el periodo cardenista. La aparición del fascismo en Italia y Alemania produciría nuevas configuraciones en la representación visual de la época. Por un lado, se abandona al obrero victimizado como sujeto pictórico para sustituirlo por las masas proletarias unidas y activas. Asimismo, se insertaron medios artísticos efímeros pero funcionales, como mantas, carteles y volantes, a propósito de la importancia que empezaron a recobrar las huelgas y reuniones públicas.

La primera parte del sexto capítulo se enfoca en la radicalización del Sindicato Mexicano de Electricistas a lo largo de la década de los treinta, y el reflejo de este proceso en la transformación estética de su revista, Lux. Artistas extranjeros refugiados en México, como Santos Balmori y Enrique Gutmann, le inyectaron a dicha revista una dosis de vanguardia europea, en especial la del constructivismo soviético. La segunda parte aborda el estallido de la Guerra Civil española en 1936 y las ansiedades que desató en los grupos de izquierda mexicanos. El trabajador armado ocupó los reflectores en esta etapa.

El libro termina con el viraje conservador que dio el Estado después de la expropiación petrolera. El discurso nacionalista permeó hasta en las publicaciones que hacían afán de su internacionalismo. Sin embargo, el costo de la adopción de la estrategia de “unidad a toda costa”, es decir, de la lealtad entre el gobierno, el campesinado, el proletariado y los intelectuales, fue el de la absorción de las fuerzas sociales en una estructura institucional corporativista. 

John Lear escogió el título más adecuado para este recuento histórico-artístico, sobre todo al usar la palabra “imaginar”. En efecto, el obrero retratado en las publicaciones era una construcción trazada por los dirigentes de las facciones. Ilustraban un proletariado unido, cuando en realidad existieron múltiples divisiones en el movimiento obrero; los uniformaba de overol, a la manera europea, cuando no siempre era la vestimenta de preferencia, y había una excesiva representación masculina, cuando, en la década de los veinte, la participación femenina en la producción industrial era de un tercio. 

Esta hiper masculinización terminó arrastrando también a la disidencia sexual. El discurso de la revolución proletaria fue adquiriendo matices homofóbicos. Los casos más fuertes en la tradición pictórica mexicana son el grabado Los rorros fachistas, de Orozco, donde se retrata a hombres burgueses afeminados de manera despectiva. De igual manera, Uno de los otros, de Guerrero Galván, confronta a dos artistas: a la derecha, uno afeminado, perteneciente al grupo de los Contemporáneos. “Uno de los otros” reza el texto al pie de la imagen. En el otro extremo se encuentra un pintor robusto, de overol, con semblante duro, pintando un mural. En la leyenda que acompaña a este último se lee “Uno de los nuestros”.

En la conclusión del libro, Lear reconoce que las expresiones artísticas revolucionarias del presente son más incluyentes, aunque señala la pérdida del ámbito laboral como centro de organización. En este punto hay que tener especial cuidado para no caer en una crítica conservadora de izquierda. Al levantarse contra las políticas de identidad, se pueden barrer las luchas por el reconocimiento que distintos grupos marginados de la clase trabajadora han obtenido a través de décadas de lucha.

Las condiciones laborales, a un siglo de los movimientos obreros, son de otra naturaleza. La precarización, los trabajos temporales y la subcontratación han atomizado a la clase trabajadora. Además, no sólo son ya los asalariados los que están al frente de la transformación del mundo. Los desplazados, desempleados, indigentes, migrantes, mujeres que cargan con el trabajo de cuidados, personas de la disidencia sexual que exigen el derecho colectivo a la salud, colectivos feministas que defienden la autonomía de los cuerpos, organizaciones indígenas que proponen nuevos modelos democráticos y paradigmas de cosmovisión son parte de una multitud de actores que buscan instaurar un mundo mejor para todxs. Las representaciones artísticas del presente que se pretendan revolucionarias tendrán que entrar en contacto con estas fuerzas telúricas, adaptar forma, fondo y medio para abarcarlas.